ANTIGUO MODO DE VIAJAR POR LA MONTAÑA DEL QUINDÍO.
La
litografía de los señores Martínez Hermanos acaba de producir un paisaje,
dibujado en la piedra por el señor Ramón Torres Méndez, que representa el modo
de viajar por algunas. de nuestras montañas; paisaje que debe llamar la
atención de los curiosos, tanto de los • que han atravesado las cordilleras
como de los que solamente han dado la vuelta alrededor de su cuarto, como Mr. de
Maistre. Este último modo de viajar no es raro entre las señoritas, de las
cuales algunas lo más que han extendido el radio de sus excursiones es hasta
Chapinero, el Salto o Serrezuela. Es el caso que compré en días pasados uno de
esos paisajes que dije, y, como quien no quiere la cosa, fui a ponerlo a (os
pies de la señorita de Tres Estrellas. La señorita lo merece, dígase lo que se
quiera: la justicia por delante. He aquí un fragmento del diálogo a que dio
margen mi obsequiosa galantería: -¿Usted ha pasado el Quindío?- me preguntó. -Lo
mismo que si lo hubiera pasado, le contesté, porque me sé al dedillo el modo de
viajar por algunas de nuestras grandes cordilleras: el Guanacas, Sansón,
Herveo, Barragán y.... qué se yol -¿Es decir que usted es todo un doctor en
esto de malos pasos? -Si, señora, respondí sonriéndome, y también en esto de
pasar malos ratos. - En cambio de algunas horas deliciosas, ¿no es verdad? -Sí,
verdad es. - y cuando llueve, ¿Qué se hace por allá? -Dejar caer el agua. ' - ¿Pero
no hay casas en esa montaña? - En 1842 no había más que una casucha a la entrada y otra
a la salida. Ahora dicen que hay casas y tambos en La Palmilla, Las Tapias, El
Moral, Buenavista, Toche, La Colorada, las Cañas y Piedra de Moler; y dos
poblaciones nacientes, una en Boquía y otra en La Balsa, poblaciones
que apenas merecen el nombre de tales. -Bien: ¿y qué representa esta lámina?
-El modo de viajar por la cordillera. Ese que ve usted casi desnudo, es un
formidable ibaguereño que lleva sobre las espaldas a un individuo, sentado
sobre una silleta hecha de guaduas muy livianas, pero de mucha consistencia. El
viajero lleva encogidas las piernas y apoyados los pies en una tablilla. El
carguero se apoya en el bordón que maneja con la derecha, siendo de admitir que
si es antioqueño no lo usa. La selva primitiva, como usted puede ver, está
dibujada con bastante naturalidad y desembarazo. Esos grandes árboles, esos
troncos, esas enredaderas que cuelgan formando risueños pabellones de verdura,
en fin... -Ya me hago cargo por lo que conozco. Muchas leguas de montaña, y
subidas, bajadas, dos y torrentes, precipicios y despeñaderos, de todo eso
habrá por allí. .. -Sí, señora, con sobrada abundancia -y ¿Quién será ese de la
manita pintada? -A lo que comprendí, el artista quiso pintar a uno de los
senadores de la república, que viene al congreso, hombre enjuto de carnes,
macilento de rostro, pensativo y distraído, que habla consigo mismo algunas
veces y manotea¡ como si estuviera perorando en el congreso, en cuyas sesiones
no se atreve a chistar palabra. Aquella que ve usted sobre otro carguero es la
esposa del senador, muchachota alegrona, de veinte y seis años, que pesa nueve
arrobas quince libras, y cuya rolliza humanidad hace pujar, sudar, estremecerse
y aun maldecir a veces al miserable carguero. Y ese otro que se divisa,
trepando por allá arriba en el último término del cuadro, lleva a un muchacho,
hijo del cejijunto senador, que viene a estudiar en un colegio de Bogotá, para
salir tan doctor y tan hábil como su señor padre, ni más ni menos. - ¿Y cómo
sabe usted todo eso? -No es que lo sé, sino que me lo figuro. - ¡Qué paisaje
tan bonito, señor ¡Qué bonito! ¿Y qué dirán en Europa de nuestro modo de viajar, a
mediados de este siglo tan vaporoso, tan civilizado? -Dirán lo que se les
antoje. Cada uno viaja como puede; y en la Cordillera de los Andes, mientras se
establecen los ferrocarriles, lo cual no tardará muchos siglos, debemos dar
gracias a Dios si conseguimos un carguero robusto, de anchas espaldas y
fornidas piernas para que nos conduzca; gracias debemos darle también si
hallamos un árbol caldo que haga las veces de puente sobre un rio invadeable;
gracias si encontramos un tambo donde pasar la noche; gracias si no nos muerde
una culebra o no nos devora un tigre; gracias si no nos hace tuertos una rama
atravesada, y si el carguero sale de paso, en vez de salir de trote; y gracias últimamente,
si no nos riega por el suelo, como le sucedió al Libertador Simón Bolívar en
cierta ocasión. - ¿Y
quién habrá dibujado ese paisaje? -me preguntó mi amiga. - ¿Pues quién, sino
nuestro célebre artista y compatriota Ramón Torres? -Ahí ya se
me había puesto que él habla de ser! Si usted me guardara el secreto, añadió
con tono misterioso, le recitarla un soneto compuesto en elogio de dicho Torres
-tal vez con motivo de ese u otro paisaje- y se me ha quedado en la memoria. -Bien
Prometido y ofrecido: sírvase usted recitármelo, que, pronunciados por esa
linda boca, deben sonar muy bien aún los peores versos; y si son de usted,
deben sonar mejor. -Yo no sé cómo sonarán. El soneto dice así: El azul de los
cielos, el celaje, Las caprichosas nubes, el torrente y las palmas que ciñen la
ancha frente De la cascada en medio del paisaje, Imita tu pincel; y hasta el
ropaje De púrpura y de rosa transparente Con que se adorna el sol en Occidente …. Mas no iba hablarte de eso: me distraje. Al niño, al hombre, a la mujer
hermosa. Copia tu mano con destreza suma, Los ojos engañando artificiosa; y por
eso es en balde que presuma Disputarle la palma victoriosa A tu pincel la más
gallarda pluma. -¿Se acabó el soneto? -Sí, señor, creo que está cabal, si no me
he comido algún verso. -Me figuré que tendrá estrambote. -Si usted lo halla
estrambótico, la culpa es del que lo hizo, y a lo menos, en gracia del asunto,
merece alguna indulgencia. -No sólo una merece, sino muchas, y aun plenarias.
Creí que usted conocía lo que llaman los poetas estrambote, y que yo llamaría
pegote: añadidura que los antiguos hacían después de los catorce versos de
ordenanza. Y esto le probará a usted que estaba encantado oyéndola recitar el
soneto, puesto que aguardaba y deseaba que se alargase. -Verdaderamente,
algunos poetas estiran y alargan sus pensamientos, como si fueran de caucho,
para no tomarse el trabajo de buscar otros nuevos. -Lo que llamaba lana con
mucha propiedad de desleír pensamiento. -Pues! para sacar la sexta dilución …. -Pero, en fin, señorita, mii gracias por su fineza. ¿Sabe usted Quién
compuso ese soneto, si es que no lo hizo usted? - SI, señor, lo sé; pero no se
lo puedo decir. -Bien! Será porque va no pude decir a usted los nombres del
senador y de la senadora que tiene usted delante de los ojos. ¡Justa
represalia! - Si usted quisiera darme algunos informes más sobre ese peregrino
modo de viajar en cabalgadura humana …. porque, en fin, puede ofrecérseme
algún día, y nunca está por demás …. -sr, señorita, con mucho gusto
continuaré mi descripción, que no será tan buena que merezca un soneto, pero si
verdadera. Figúrese
usted que sale uno de la hermosa población de Ibagué, que, aunque pajiza en su
mayor parte, tiene un aspecto risueño y agradable. Esta población, hoy
capital de provincia, demora, como usted lo sabrá, al pie de la gran Cordillera
Central de los Andes, que es esa que vemos desde Bogotá cerrando nuestro horizonte
por el Occidente, en último término, y que eleva sus crestas de plata, entre
las cuales domina el pico del Tolima, que en las mañanas y tardes desplazadas
se divisa claramente. Sale, pues, el viajero de esa ciudad, que la tradición ha
hecho célebre por las antiguas invasiones de los belicosos indios pijaos y por
la famosa lanza de don Baltasar, en que dicen que los ensartaba, corno
escorzonera, hasta de a ciento cincuenta. -Sí, ya recuerdo los versos de la
novena de la Lanza, que se adoraba en Ibagué: y era tanta la pujanza Del señor
don Baltasar, Que dicen llegó a ensartar Ciento cincuenta en la lanza. y el
pueblo respondía en coro el estribillo: Lanza, no caigas al suelo, Porque
vienen los pijaos. - ¿y quién sería ese don Baltasar? -Parece que era un indio principal,
bautizado y convertido al cristianismo, el cual ayudó a los españoles en la
guerra de sometimiento de esa tribu. -Bien dicen que no hay peor cuña
que la del mismo palo . -y una cuña como esa lanza sería doblemente dolorosa.
-Las tradiciones del vulgo son de una extravagancia verdaderamente....
romántica, por no decir ridícula. Pero nos desviamos del asunto. A poco andar se toma
el suave repecho, después de pasar el pequeño río llamado Combeima, y entonces,
dejando las caballerías cuadrúpedas, se instala uno sobre los lomos de las
bípedas, en las toscas aunque seguras monturas que ellos mismos
fabrican, quedando en esa posición supina, que podría traducirse por el emblema
de un matrimonio desavenido, o de los partidos políticos, espalda con espalda,
pero siempre el uno dominando al otro. -Me gustan las moralejas de usted - Por
fortuna son moralejas, en diminutivo. La primera jornada es hasta el sitio que llaman La
Palmilla: esto es de cajón, y de allí no pasan los cargueros ni hechos
pedazos. -y ese capricho, ¿por qué? -Porque estando muy cerca de Ibagué tienen
tiempo de volver a la población, de donde parece que se separan con pesar, y
pasan en ella la noche para despedirse con alguna diversión y madrugar a tomar
sus respectivas cargas. -Según veo, esta especie de bogas terrestres son
también originales y tienen sus puntos de contacto con los acuáticos o
fluviales. - Tiene usted razón: se parecen mucho los unos a los otros, ya en lo
semidesnudos, ya en sus cuentos y chistes, ya en lo voluntariosos, y ya
finalmente en lo mucho que comen, pues es preciso saber que todo el avió que se
saca de Ibagué o Cartago, que por lo regular es abundantísimo, lo devoran en
pocos días; la cantidad de carne y panela que consumen es enorme, y
frecuentemente el viajero que quiere tener los gratos compra en el camino uno o
más cerdos para obsequiarlos. La Palmilla, donde termina la primera jornada,
es un sitio pintoresco por su situación: el paisaje que allí se presenta a la
vista es verdaderamente encantador, pues desde aquella eminencia se desarrolla
a los pies del viajero el más hermoso y risueño panorama que pueda imaginarse,
como que abraza todas las faldas y vertientes de la gran cordillera, el plano
donde está asentada la ciudad de llagué, con todas sus haciendas y labranzas,
sus riachuelos y montecillos y la ciudad misma. - y no habiendo caseríos en el
tránsito, ¿Dónde se pernocta? - Al aire libre, ni más ni menos como lo hacían
los patriarcas en aquellos tiempos felices que nos refiere la Escritura. Llega
la noche, se suspende la penosa marcha, echan pie a tierra los desorientados
viajeros no sin cierta especie de desvanecimiento o mareo producido por el movimiento
desigual y de trepidación del carguero; -ni más ni menos como les sucede a los
antiguos bogas y champanes del Magdalena son especies ya casi extinguidas. qué
viajan por los desiertos de África y Asia, montados sobre camellos, animales
que, según dicen, tienen un movimiento de balanceo semejante al de un buque en
alta mar- y últimamente con una que otra contusión y rasguño, señales visibles
de la exuberante vegetación de la montaña. Una vez en tierra, los cargueros se
dan prisa a cortar ramas de árboles para hacer largas estacas que, clavadas en
el suelo, se cubren después ron hojas y ramazón, lo que viene a formar un
rancho o tambo, donde se pasa la noche. Estas casas improvisadas y de una
arquitectura tan sencilla y ligera como la del Palacio de Cristal, no sirven
más que una noche, y al día siguiente quedan abandonadas. Por lo regular la
ranchería se hace en algún pequeño llano limpio y repuesto, que no faltan en
todo el trayecto de la montaña y por donde ordinariamente corre algún
arroyo de aguas cristalinas y puras. -Los fríos y calenturas ¿no son también en
esta montaña el resultado de algunos días~ de marcha, como en Carare? -Al
contrario, el clima de la montaña es el más sano que pueda darse; y es fama que
no sólo no altera la salud sino que la procura a muchas personas enfermas, no
siendo raro entrar a la montaña con algún achaque y salir de ella bueno y sano,
con excelente apetito y buena disposición para todo. -Había oído decir que se estaba abriendo
un camino por don le podía transitarse ya en bestias. -En efecto, hace
como diez años se comenzó a abrir el camino y se logró descuajar y banquear una
gran parte de la montaña, pero la naturaleza no permite allí mantener abierto
por mucho tiempo un camino, pues la vigorosa vegetación se reproduce
admirablemente. Sin
embargo no deja de trabajarse constantemente, y el presidio del tercer distrito
se halla empleado en dichos trabajos. de manera que, según tengo
entendido, un gran trecho puede andarse ya a caballo. -Sería muy importante un
camino entre esas dos regiones, cuyo comercio está llamado a ser muy activo. -En el siglo pasado el
Gobierno español abrió uno de herradura que atravesaba la gran cordillera en
toda su anchura -parece que por la parte de Herveo- y era bastante traficado,
con no poco provecho del comercio y de los viajeros; pero, la Patria lo dejó
cerrar. o bien por ser cosa del Gobierno opresor, o bien por abandono y
descuido. Al otro lado de la montaña se halla
Cartago, primera población considerable de la provincia del Cauca, y poco más o
menos en una posición topográfica semejante a la de Ibagué, aunque con
muy distinto clima, de manera que estas dos ciudades pueden considerarse como
las columnas de Hércules de la cordillera, o como dos centinelas que la guardan
de uno y otro lado. -y diga usted.... Aquí llegábamos de nuestro diálogo, cuando
tres golpecito s dados en la puerta del cuarto por cierta visita no muy
oportuna vinieron a interrumpirlo, por lo cual torné mi sombrero y me despedí,
hasta otro día en que vendrá otra lámina, y con ella quizá otro diálogo.
Fuente: Antigua modo de viajar por la montaña del Quindío. Tomo II. 1886. Biblioteca virtual Luis Àngel Arango del Banco de la República, Colombia 136 JOSE CAICEDO ROJAS.
CÓMO SE VIAJABA HACIA 1840.
En 1842 no había más que una casucha a la entrada y otra a la salida. Ahora dicen que hay casas y tambos en La Palmilla, Las Tapias, El Moral, Buenavista, Toche, La Colorada, las Cañas y Piedra de Moler; y dos poblaciones nacientes, una en Boquía y otra en La Balsa, poblaciones que apenas merecen el nombre de tales.
El carguero robusto, de anchas espaldas y fornidas piernas se apoya en el bordón que maneja con la derecha, siendo de advertir que si es antioqueño no lo usa.
Semidesnudos, ya en sus cuentos y chistes, ya en lo voluntariosos, y ya
finalmente en lo mucho que comen, pues es preciso saber que todo el avío que se
saca de Ibagué o Cartago, que por lo regular es abundantísimo, lo devoran en
pocos días; la cantidad de carne y panela que consumen es enorme, y
frecuentemente el viajero que quiere tenerlos gratos compra en el camino uno o
más cerdos para obsequiarlos.
Un árbol caído que haga las veces de puente sobre un río invadeable; un
tambo donde pasar la noche: gracias si no nos muerde una culebra o no nos
devora un tigre; gracias si no nos hace tuertos una rama atravesada, y si el
carguero sale de paso, en vez de salir de trote; y gracias últimamente, si no
nos riega por el suelo, como le sucedió al Libertador Simón Bolívar en
cierta ocasión.
A poco andar se toma el suave
repecho, después de pasar el pequeño rio llamado Combeima, y entonces, dejando
las caballerías cuadrúpedas, se instala uno sobre los lomos de las bípedas en las toscas,
aunque seguras monturas que ellas mismos fabrican, quedando en esa posición
supina, que podría traducirse por el emblema de un matrimonio desavenido, o de
los partidos políticos, espalda con espalda, pero siempre el uno dominando al
otro.
La primera jornada es hasta el
sitio que llaman La Palmilla: La Palmilla, donde termina la primera jornada, es un sitio
pintoresco por su situación: el paisaje que allí se presenta a la vista es
verdaderamente encantador, pues desde aquella eminencia se desarrolla a los
pies del viajero el más hermoso y risueño panorama que pueda imaginarse, como
que abraza todas las faldas y vertientes de la gran cordillera, el plano donde
está asentada la ciudad de Ibagué, con todas sus haciendas y labranzas, sus
riachuelos y montecillos y la ciudad misma.
Cuando se pernocta, los
cargueros se dan prisa a cortar ramas de árboles para hacer largas estacas que,
clavadas en el suelo, se cubren después con hojas y ramazón, lo que
viene a formar un rancho o tambo (arquitectura tan sencilla y ligera se hace en
algún pequeño llano limpio por donde ordinariamente corre algún arroyo de aguas
cristalinas y puras), donde se pasa la noche.
Ibagué y Cartago, pueden considerarse como las columnas de Hércules
de la cordillera, o como dos centinelas que la guardan de uno y otro lado.
A lomo de indio
Tomado de la revista AÑOS HA.
A las cinco de la tarde encontramos veinte cargueros que nos esperaban. Uno de ellos se llamaba Domingo Ortiz, blanco y bien configurado; nos dijo que eran los peones buscados para nosotros y que él sería uno de los silleteros: aceptada la proposición y buscado el otro se presentó el lichiguero, luego los bauleros, los petaqueros, etc. El lichiguero es el que lleva la comida de los patrones y de los silleros y camareros, que son mantenidos por el patrón. Convinimos en el precio (catorce reales por arroba; a veces sube a diez y seis y aun a veinte) pesamos los baúles, las petacas, el líchigo (bastimento), y finalmente cuanto debía llevarse; y nos disponíamos a salir cuando se nos dijo que faltaba comprar la hoja para el rancho y contratar el peón que debía llevarla. Asómbranos esta circunstancia, pues no creíamos que en el centro de la república fuese preciso llevar consigo la cubierta de la posada. Nada era, sin embargo, más cierto. Compramos, por tanto, la hoja, y el peón que se comprometió a llevarla se encargó de prepararla debidamente. Consiste la preparación en sacarle un corte transversal en el tallo para asegurarla en el bejuco.
Pronto ya todo, salieron los
peones que se mantienen por sí, a saber, los bauleros y los petaqueros: al siguiente día
muy temprano dijimos adiós a nuestro bondadoso amigo el señor Esponda y salimos
a pie hasta donde se termina el plan de la ciudad: allí nos esperaban nuestros silleros
con la silla pronta. Está hecha de
guadua en figura de ángulo agudo; se sujeta al pecho por dos fajas de la
corteza de un árbol llamado cargadera, y por otra en la cabeza. Sentémonos y
marchamos por la primera vez cargados por hombres.
Inmediatamente pasábamos el Combeima y empezamos
a subir una cuesta larga y pendiente. Al principio nos causó molestia el
andar con la espalda al camino; poco a poco fuimos acostumbrándonos y al fin
encontramos agradable nuestra manera de viajar...
El Sentadero de Toche, lugar de nuestra
parada, es bellísimo. A la izquierda corre el Tochecito
por entre un bosque de arrayanes y de mayos que estaban cubiertos de flores; a la
derecha, el caudaloso San Juan, cuyas aguas tienen la transparencia
del cristal; al frente se levanta, hasta perderse en las nubes, la rama central de la
cordillera; en las faldas se mecen
majestuosamente las encumbradas palmas de cera, cargadas sus copas con una infinita variedad de papagayos.
Recostámonos a la orilla del Tochecito, esperando que los cargueros
empezasen a hacer el rancho, operación que deseábamos ver. Llegando al poco
rato trayendo varas y bejucos, escogieron el terreno, y con la mayor presteza formaron un enrejado con los mimbres, en los cuales aseguraron las
hojas; pusieron luego ramas por ambos lados para evitar que el viento nos
dejase al descubierto; cavaron una
acequia en derredor, y quedó concluida la obra. A las seis de la tarde el sereno era tan
fuerte que nos obligó a instalarnos en nuestro hotel; la noche se acercaba
amenazante y lóbrega; oíase a lo lejos el rugido de la tempestad... De repente
se rompe la nube que teníamos más cercana... El agua caía a borbotones, el rayo
a golpes redoblados, hería las orgullosas palmeras y los humildes arrayanes; el
estampido del trueno, repetido por mil ecos, parecía anunciar el desmoronamiento
de las inmensas moles a cuyo pie nos hallábamos... Súbito, aparece el huracán:
los altos robles perdonados por el rayo, sacudidos fuertemente, se doblan,
ceden, vuelven a erguir su cabeza secular; pero nuestro débil rancho, incapaz
de resistir el tremendo empuje, voló entero, dejándonos al descubierto sin más
amparo que nuestros encauchados ni otro descanso que una gran piedra en que nos
sentamos a presenciar aquella terrible lucha. El furioso viento, entre tanto,
redobla sus esfuerzos, gira silbando en derredor del macizo tronco de una
encina cercana; el árbol se mueve, cruje... cede al fin, y rueda en mil pedazos
su hermosa copa por el declive del monte...
Acercábase ya la aurora y empezaba a calmar el furor de los elementos;
nuestros cargueros, empapados y todavía aterrados, nos instaron para que marchásemos
en busca de un lugar más seco para almorzar.
A las cinco salimos y comenzamos a trepar una cuesta casi vertical sumamente
resbaladiza, por una senda estrecha y en partes derrumbada. Temíamos nosotros
que nuestros conductores diesen un mal paso y rodásemos juntos a
inconmensurables profundidades; pero los pies de los cargueros parecían armados
con punta de acero; la más débil raíz les bastaba para apoyarse. Seguros se sí
mismo, confiando en si inimitable destreza, salvan sin temor los más horrorosos
precipicios; pasan por un borde angosto y deleznable; trepan sobre esos
troncos, asidos de un bejuco; se bambolean; toman fuerzas; saltan y quedan en
pie. Entre tanto el patrón, que como nosotros pasa por primera vez, apenas
respira, cree a cada instante perecer y guarda quietud por temor, más bien que
por reflexión ni porque el carguero se la recomiende como único medio de salud;
bastaría un momento fuerte para que perdieran el equilibrio y cayeran mucha vez
para no levantarse jamás. Domingo Ortiz, mi carguero, inteligente y amigo de
hablar, me refirió infinitas
desgracias sucedidas a los que no sabían sentarse bien en la silla, y otras mil
aventuras que oía yo con sumo gusto para divertir la monotonía de un camino sin
variedad...
Detuvímonos para almorzar y para secar nuestra ropa, convidándonos el
sol que, radiante y despejado, empezaba su carrera. Es necesario pasar una
noche tempestuosa sin abrigo, para conocer el precio de un calor vivificante al
siguiente día...
A las once continuamos nuestra marcha por entre un océano de fango. Los
cargueros iban hundidos hasta la cintura, sin encontrar ni una pulgada de
terreno seco para pisar con seguridad. Al
llegar al Yerbabuenal encontramos un enorme árbol caído sobre el camino; no llevábamos hachas
ni, de llevarlas, es costumbre de los cargueros cortar los troncos que los
embarazan; el que primero lo encuentra le salva como puede, y lo mismo hacen
los otros, esperando
que los peones que conducen bueyes y mulas lo destrocen. Mi carguero fue el
primero que llegó. Examinó el tronco, midió su altura, reflexionó un momento,
afirmó su bordón, y con admirable tino subió y bajó, a pesar de que el tronco
estaba resbaladizo y que el fango era profundo de uno y otro lado...
Treinta bueyes cargados
bajaban por el mismo cajón que nos servía de camino: cuando oímos los
gritos de los arrieros, estábamos muy inmediatos y no había tiempo ni
posibilidad de regresar. Imposible era que los bueyes contramarchasen, no
habiendo espacio bastante para dar la vuelta; aun habiéndolo, sería imposible.
Estábamos a oscuras, nuestros cargueros con el barro hasta la cintura;
verticales y húmedas las paredes del cajón, y los bueyes, avanzando siempre,
sin detenerse por los gritos de nuestros peones, que se perdían en el ruido
causado por las pisadas de hombres y animales. Difícil era nuestra situación;
en cuanto a mí, no le encontraba éxito alguno favorable. Felizmente, ni
carguero no perdió su presencia de espíritu, cavó con el bordón un agujero en
la barranca, puso en dedo del pie en él y logró alcanzar una rama que caía: me
encargó la mayor quietud y quedó casi pegado a la pared del cajón. Yo entre
tanto, con las rodillas más altas que la cabeza, sin ver objeto alguno y oyendo
las pisadas de los bueyes que se acercaban, apenas respiraba, temiendo que el
más pequeño movimiento hiciese resbalar el pie de li carguero y cayésemos entre
el fango a ser pisados por los animales que venían: la muerte era segura. Mi
carguero, tan sereno y valiente como era, estaba aterrado también y guardaba
profundo silencio: yo sentía en mi cuerpo los violentos latidos de su corazón.
Llegaron al fin los bueyes y pasaron sin ofendernos: llevaban cargas de
poco volumen; el
último cargaba un par de petacas grandes; tropezó la una con la pierna de Ortiz
y safó el pie del hueco salvador...
La rama de que estaba asido resistió por fortuna un instante, el
necesario para que el buey pasase; pero se rompió luego y mi carguero cayó
sobre mí; me sumergí en el fango sin poder hacer movimiento alguno; tampoco
podía hacerlo mi conductor, y mucho menos desembarazarse de las cargaderas. Un
momento más de demora en el barro, y era inevitable mi muerte, comparada con
los más desesperantes sufrimientos: ese momento no fue el de mi destino: un
carguero llegó y ayudó a Ortiz a levantarse; entre los dos me despegaron y
limpiaron el fango de mi cara para que pudiese respirar. Dos horas empleamos en
aquella angostura, las dos horas más terribles de mi vida, sin duda alguna...
A las ocho de la mañana
salimos de Laguneta... La trocha por dónde
íbamos es sin disputa la peor parte del Quindío y la más lluviosa,
en término que es sumamente raro pasarla con buen tiempo. Al llegar al Roble, el cielo se había oscurecido y el temblor de las
hojas presagiaba una tormenta; continuamos, sin embargo, nuestro camino era
literalmente por medio de un bosque que con dificultad daba paso a la luz,
anegado de fango profundo.
A los doce o quince minutos de marcha, el aguacero que nos amenazaba empezó a caer con una violencia desconocida por los que no hayan pasado por la Trocha. Son aguaceros modernos.
Paróse mi carguero, porque era imposible caminar, y resolvió esperar a sus compañeros. Entre tanto comenzaron a agitarse las copas de los árboles; a poco rato oímos un zumbido prolongado. La tempestad de Toche, dije a Ortiz. Mucho peor, patrón, me contestó: es un huracán. Así era en verdad. El terrible fenómeno, paseándose sobre un océano de árboles, bramaba con furia; doblaba las altivas copas, que se bamboleaban, crujían y caían haciendo templar el suelo. Sobresaltando mi carguero quiso continuar en busca de un sentadero en donde viésemos al menos por qué lado venía el peligro. ¡Inútil afanar! El camino estaba totalmente obstruido, toda retiraba era imposible. Ni se aplacaba en tanto la furia del vendaval, ni se disminuía el torrente de agua que nos inundaba; deslumbrándonos el vivo fulgor de un relámpago, serpenteando a nuestros ojos el rayo, al tiempo mismo que el estampido del trueno nos llenó de terror. La elevadísima copa de un árbol de otoba cayó aplastando los matorrales que crecían a su sombra. El furor del huracán estaba en su colmo. Yo, apoyado en un árbol, contemplaba con profundo recogimiento aquel sublime espectáculo y me disponía a presentarme ante el Supremo Juez, tal era el peligro... Ortiz, sentado sobre un tronco, observaba atentamente los árboles que nos rodeaban... De pronto se levanta, y "¡corra patrón!", me dijo: era el momento. Dos ráfagas de viento de viento encontradas diametralmente sobre nuestras cabezas, chocaron con espantosa furia, torciendo los árboles que nos cubrían, los arrancaron, los hicieron girar en la violenta vorágine y los arrojaron a tierra... Sin recurso en lo humano, volví los ojos al cielo: pensé en mis deudos y amigos y me resigné... Cesó por fin la lluvia, el huracán se oía a lo lejos... Ortiz me hizo montar, y venciendo mil dificultades, llegó conmigo al Portachuelo.
Manuel María Mallarino.
Fuente: ANTOLOGÍA DEL ESCRITOR LUIS EDUARDO NIETO CABALLERO, DE 1937.
A lomo de indio .Tomado de la revista AÑOS HA.
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