ISAAC F. HOLTON, M. A: LA NUEVA GRANADA:VEINTE MESES EN LOS ANDES CAPÍTULO XXV CRUZANDO LAS MONTAÑAS DEL QUINDIO.
CAPÍTULO
XXV
CRUZANDO
LAS MONTAÑAS DEL QUINDIO.
La narración de Holton en su paso por el camino del Quindío, a comienzos de la década de 1850, descrito en su libro: VEINTE MESES EN LOS ANDES DE LA NUEVA GRANADA, reviste especial interés histórico. En él describe con lujo de detalles de los procedimientos, entornos y acondicionamientos necesarios para el cruzamiento de la cordillera por el camino del Quindío.
El grupo de viajeros - Salida temprano - Comida tarde - Mina de ácido sulfúrico - Fuentes termales - El presidio - Un accidente – Noche fría - Yo amo a mi vecina y ella ama el suyo - Cuento contado dos veces - Boquía - Balsa - Ranchos - Cartago - Baile – Prisionero libre - Teatro al aire libre.
Como
por obra de magia estoy en Ibagué otra vez. ¿Soñé los episodios del capítulo anterior?
¿Es cierto que había un fantasma? Sin duda y ahora estoy en mi hamaca en una
amplia sala de Ibagué. Dos señores están acostados en el suelo y dos en sendas
mesas. Me despierta el llanto de un bebé y la voz de una mujer desde el otro
cuarto que grita: ¡Antonia! ¡Antonia! Esta es una muchacha negra que duerme al
pie de la puerta de la pieza de su ama y que a juzgar por lo profundo del sueño
está muerta o duerme preparándose para una dura jornada. Efectivamente, vamos a
salir hoy por la mañana para el Quindío. Ayer domingo, día de mercado, hicimos todas
nuestras compras y las de los peones, así que podemos partir muy temprano, lo
cual significa levantarse al amanecer o antes, y salir a las diez. Pero la verdad
es que no logramos ponernos en camino sino a las once.
El grupo está compuesto
por cinco señores, dos damas, tres niños, cuatro sirvientas, once peones,
veinticinco bestias entre caballos, mulas y un perro. La caravana es larga, las
señoras van en monturas de mujer, las muchachas del servicio a horcajadas, dos
niñitos en silla, el bebé en una caja de pino, los peones llevan dos sillas
para las señoras, sigue un carguero con una caja a la espalda, dos caballos de
cabestro y un número indeterminado de mulas de carga.
Los
señores, claro está, van a caballo, excepto yo, que resolví hacer el viaje a
pie. En fila india bajamos hasta las márgenes del Combeima, el cual cruzamos por
un puente antiguo y sólido, en un sitio que queda al puro pie de las montañas
del Quindío, la cordillera central de los Andes.
Quindío
no es propiamente el nombre de la cordillera sino el de este paso particular.
Aquí no se le da nombre a las montañas; yo llamo cordillera de Bogotá a la
oriental, a esta la del Quindío y a la occidental la de Caldas; pero a esta
última no la conoce nadie por este nombre sino yo. Es curioso que Humboldt siempre escribiera
Quindiu, cuando no conozco a ningún granadino que lo escriba así.
En
este punto debo consignar unas anotaciones que quizá debí haber hecho antes.
Hasta donde sé las montañas que me rodean son únicas, ya que la base se
encuentra en una llanura amplia de suelo no aluvial, situada mucho más arriba
del río. La llanura inclinada está separada del valle completamente plano y aluvial
del río por una cadena de cerros escarpados pero no muy altos" los cuales
imagino que son de arenisca. Pero lo más curioso es la estructura de las mismas
montañas del Quindío. El lector podría pensar que estando yo al pie del
Combeima, en la base del Tolima vería los picos de las montañas elevarse hasta
el cielo y enormes precipicios por los que tendría que subir hasta la cima.
Pero no es así, no se ve ni una partícula de roca. En todos mis viajes por esta
cordillera no he visto más de dos veces, si acaso, suelos rocosos. N o obstante
que las vertientes son tan escarpadas que una caída puede ser fatal y que
algunas montañas son altísimas, con laderas casi perpendiculares, por ninguna parte
se ven rocas. Racionalmente me explico el fenómeno por la total desintegración
de la roca que quizá debiera llamar granito, ya que cuando el camino corta la
superficie del terreno no se ven ni trazas de estratificación.
Por lo general, en la
comitiva iban primero los cargueros, después las sirvientas, luego los señores
seguidos por las damas y por último el equipaje. A menudo yo me les adelantaba a todos
y no tomaba otra precaución que la de no dejar atrás al equipaje por la noche,
pero en el día casi siempre iba adelante.
La mayoría del camino en
el extremo oriental está recién construido pero sigue la misma ruta de hace
doscientos años. Estaba
reparándolo un grupo de presidiarios y como no había
otro sendero ni una casa fuera del camino, no podía extraviarme.
Encima
del vestido delgado de viaje me puse una ruana, no tanto por comodidad como
para aparecer más vestido. Cuando me sentía demasiado solo o quería preguntar
algo o hallaba algo curioso, esperaba hasta que me alcanzara uno de los
compañeros. Dicen
que esa jornada es de ochenta y siete millas, pero hay gran diferencia
si se consideran las cuestas de las montañas o únicamente las bases. Sería
mucho más exacto calcular las jornadas contando las subidas y las bajadas, ya
que la distancia horizontal no significa gran cosa.
Durante varias horas
subimos continuamente y pasamos por Palmilla, que no es ni siquiera una aldea sino un
lugar donde hay
una o dos casas. Después desaparecen los cultivos, hay un enorme
descenso y al anochecer llegamos a un sitio rodeado de montañas. Habíamos tenido la
intención de dormir en El Moral, pero no pudimos porque salimos
demasiado tarde.
Un poco antes de anochecer
llegamos a Las Tapias,
donde hay una
casa con cocina y que indudablemente
debe tener moradores, pero en la confusión producida por la llegada de los peones
y sirvientas no los pude identificar. El equipaje venía atrás y para sentarnos
afuera de la choza a esperarlo solo había dos esteras que venían en uno de los
caballos que traían de cabestro. Ya habíamos perdido la esperanza de que
llegara el equipaje cuando lo vimos aparecer y las sirvientas se pusieron
inmediatamente a preparar la cena. Los arrieros levantaron una tienda sobre un montón enorme
de baúles y cajas. Estas tiendas las arman generalmente en la mitad del
camino, o mejor dicho, el camino pasa por la mitad de la tienda y los peones
consiguen los palos para armarla en el mismo sitio donde se acampa. La carpa pertenecía
al jefe natural de la comitiva, a quien yo me dirigía siempre como
señor, y que es el marido de una de las señoras; la otra, su cuñada, es
soltera.
A
las 10 extendieron una estera en la casa, encima pusieron el mantel, y la cena,
aunque mal preparada e incómoda, al condimentarla con amabilidad, buen humor y
apetito, terminó siendo un verdadero banquete. Mi única queja la habrían podido
remediar las sirvientas si hubieran querido. Además de pagar mi escote para el
mercado, llevaba una provisión extra de chocolate, pero las guarichas me
hacían esperar siempre hasta el final de la comida para traer el chocolate, y
lo servían tan diluido que terminaba bebiendo más líquido, y quedaba menos
nutrido, pero encontré que todo reclamo en este sentido era inútil.
Al
terminar la cena aparecieron los peones con un inmenso almofrez del que sacaron
una cama, tan grande como una cama doble, además de colchón, hamacas, cobijas,
camisas de dormir, ropa e infinidad de artículos. Guindaron tres hamacas y un
señor colocó su cama debajo, en ángulo recto, de manera que si se reventara una
de las cuerdas, la hamaca le caería encima.
El colchón lo pusieron en una banca de madera y la cama en el sitio
donde habíamos comido.
Nos
levantamos a las cuatro, embutimos todas las cosas en el caballo de Troya y aun
después de haberle añadido mi hamaca y cobijas quedó espacio para más. La
diligencia de las cuatro muchachas nos permitió desayunar alrededor de las
siete y después de mucha demora salimos antes que el equipaje. Bajamos hasta un
arroyo tributario del Coello, el cual creo que se divisaba a la
izquierda. Después subimos hasta El Moral, donde hay una sola casa, pero que es
un lugar que aparece en los mapas. Desde allí emprendimos un ascenso
ininterrumpido durante varias horas. Yo dejé atrás a los compañeros, pasé por
Buenavista y un sitio interesante llamado Azufral, pero desgraciadamente no
supe de él sino cuando iba lejos. Es un lugar de donde extraen azufre. La
altura es de 6.470 pies y se calcula la temperatura en 61° F., en tanto que en
las excavaciones, según Humboldt, el termómetro sube a 1180 F. Nadie puede
respirar allí porque el 95% del aire es ácido carbónico y el 2% ácido
hidrosulfurico.
Claro
está que esas galerías no pueden ser profundas. Este sitio se halla en la base
del Tolima y cerca, en el punto más alto del camino, hay un contadero llamado Agua Caliente por existir en los alrededores una fuente de
aguas termales que no he podido encontrar,
aunque me dicen que está cerca al camino. Si ese día hubiera sabido de la
existencia de la fuente y del azufral,
posiblemente habría tenido tiempo de buscarlos porque iba muy adelante del
resto de los compañeros de viaje.
Mientras
esperaba a los otros me entretuve cortando una pequeña palma que tenía entre
diez y veinte pies de altura y casi tres pulgadas de diámetro. Y ahora
escribiendo mis recuerdos tiemblo al pensar en el peligro que estuve. Esa clase
de palma es muy abundante en la región y quería examinar la fruta. A una altura
conveniente corté el tronco golpeándolo transversalmente y hacia abajo, hasta
que la punta afilada se deslizó de pronto del resto del tronco y con el peso de
las frutas se clavó en la tierra como si hubiera sido una pica, ¡cerca a mis
pies que no tenían más protección que los alpargates! Si la posición del pie hubiera
sido un poco distinta habría quedado clavado al piso.
A
estas alturas me sorprendió la lluvia pero preferí mojarme a devolverme a
buscar el encauchado que venía atrás con el equipaje, así que seguí caminando.
Luego empecé a bajar por un sendero húmedo y pedregoso y la formación del suelo
parecía ser diferente a la del resto del camino, pero no encontré muchos indicios
de que se tratara de traquita. El descenso fue escarpado y continuo. Por la
mañana había tomado un desayuno muy liviano y la cena de la noche anterior no
había dejado ninguna clase de reservas, así que mi estómago clamaba en vano por
algún alimento, porque después de El Moral solo pasé una casa, Buenavista, y
era inútil esperar encontrar algo antes de El Toche, el cual se ve al fondo del valle
y es donde está actualmente el presidio.
Nunca, en un camino
transitado, había visto tal soledad, si es que puede hablarse de soledad cuando
se escucha el canto de las aves, entre otras de pavos y de un bello tucán verde
brillante.
El
canto de una de las especies de este pájaro parece decir "Dios te
ve". En el camino recogí la piel que había desechado una serpiente. De
pronto me alegré viendo humo que ascendía graciosamente al cielo y me apuré a
bajar por laderas escarpadas y resbaladizas hasta llegar a orillas del Coello,
donde encontré una fogata pero ni una casa ni un alma. Seguí río arriba, por la
margen izquierda, hasta un sitio donde un derrumbe había arrastrado el camino
hasta el mismo río. La solución al derrumbe me pareció nueva, bella y original.
Un yanqui habría construido un muro de contención para confinar el río a su
cauce y con la tierra de la loma rellenado el derrumbe, cosa que hubiera sido
fácil porque a diferencia de lo que sucede en otras partes, allí el río está lleno
de roca de todos los tamaños. Pero el ingeniero construyó más bien un camino en zig-zag
subiendo la loma, lo cual entre nosotros se hubiera considerado
completamente absurdo. El camino sube por un trecho equivalente a la mitad o a
las dos terceras partes de la montaña de West Hoboken, y después, sin pasar ni
por un metro de suelo plano, baja de nuevo al río. Está muy bien hecho, como si
atravesara un parque, pero desgraciadamente un invierno fuerte acabará con él.
¡Este es el cambio más importante que se ha hecho en este tramo del camino en
dos siglos!
Estaba
empezando a subir la loma cuando me encontré con un pordiosero. Este llevaba un
cuchillo al cinto y para reforzar su solicitud de que le diera una limosna me
informó que era presidiario; pero aunque me hubiera asegurado que había matado
a su madre, no habría podido darle nada porque no llevaba dinero conmigo. Al pie de la cuesta,
a diez metros del camino y a tres del río, hay un montículo con una fuente de
aguas termales. Cualquier viajero puede encontrarla fácilmente. Parece
como si arrojara enormes cantidades de agua, la cual, a primera vista, da la
impresión de pasar por un canal subterráneo. En realidad no creo que arrojan las
aguas de la que cabría en una taza de café, pero contiene muchísimo gas de
ácido carbónico y sale con mucha fuerza. La fuente tiene ocho pies de largo,
tres y medio de ancho y seis pies de profundidad. Me metí en la fuente y me
pareció que la gravedad específica del agua era mayor que la del agua de mar.
Sin embargo, es posible que la presión del gas que estaba debajo de mí me
hubiera dado una impresión equivocada. La temperatura era de 90° F., Y es
evidente que el montículo está conformado por el óxido de hierro que arroja la fuente,
la cual lanza también sales de cal, posiblemente carbonatos, que se pegan en
las ramas de las plantas. Todo el gas que sale parece ser ácido carbónico, pero
también se nota algo de azufre y el gas sale sin duda del extremo de la boca
más cercana al río y arrastra al bañista hacia el otro extremo.
A
la derecha del camino, hacia el norte, a veinte o treinta "rods" río
arriba, hay una fuente más pequeña, de seis pulgadas de diámetro y seis pies de
profundidad, con muy poco escape de gas, y como tiene menos contacto con el
aire, la temperatura debe ser mayor, calculo que de unos 91° F. Dicen que la de
Agua Caliente es aún más alta.
Me
faltaba todavía caminar una milla río arriba por una llanura muy húmeda, que si
no fuera por los desagües sería un verdadero pantano. En las zanjas vi la
primera y única conferva que he visto en la Nueva Granada y en el extremo de la
llanura había un campo cercado que todavía no parecía estar listo para la
siembra. Después
crucé el Coello por un puente cubierto un poco más arriba de la desembocadura
del Tochecito. En la confluencia de los dos ríos hay una llanura seca, cubierta
de grandes rocas que hacen difícil cabalgar por ella, donde está Toche.
Llegué a Toche alrededor de las
doce y lo primero que se me ocurrió fue compensar la deficiencia del desayuno.
Pedí pan, mantequilla, chocolate, fruta, guarapo y huevos, pero solo me dieron
los huevos y a ocho por diez centavos. Ordené cuatro huevos duros y mientras se
cocinaban, me consiguieron dos pedazos de pan seco y tieso. Una tabla en un
rincón servía de mesa, el mango de una cuchara, de cuchara, y una silla boca
debajo de asiento. Cuando me sirvieron la comida me aseguraron que los oficiales
del ejército reemplazan el chocolate por agua de panela, bebida esta que les gusta, que si quería me la
hacían y yo decidí probarla.
El
resto del grupo empezó a llegar antes de las dos, pero las bestias solo
llegaron a las tres. Se decidió que no alcanzábamos a ir hasta Gallego,
entonces comimos temprano y tuve oportunidad de observar el lugar donde íbamos
a pasar la noche. Antes de que se instalara el presidio, Toche consistía en una sola casa.
Los presos la aumentaron, construyeron otras dos y levantaron una docena de
ranchos, donde viven los hombres bajo libertad condicional. Estos últimos son
los llamados francos, que a diferencia de los guardados, no están vigilados
permanentemente. El franco con quien
me encontré hoy llevaba un mensaje a Ibagué. A los francos
no les conviene huir, pero sin embargo muchos escapan.
Por
la noche los presidiarios bajan por el camino en zig-zag que nosotros tendremos
que subir mañana. Los hicieron formar en fila, pasaron lista y les dieron sus raciones,
que consisten en carne o maíz o arroz y sal y una cantidad enorme de panela, un
cuarto de libra diaria. La mayoría de los prisioneros están en libertad condicional y duermen en los ranchos; al
resto los encierran bajo vigilancia en una de las casas. Hay
aproximadamente veinticinco soldados y uno de ellos acompañó hasta donde nosotros a uno de los prisioneros que quería
pedirnos limosna.
El
preso tenía el mérito adicional de llevar una cadena de la cintura al tobillo y
que lo marcaba como uno de los peores personajes del presidio. Pero ni siquiera
este detalle nos conmovió y lo dejamos a merced del presidente, quien
aparentemente solo perdona a aquellos prisioneros que arriesgan la vida
sirviendo en los hospitales de cólera en el Istmo.
Aquí,
por lo general, se trata bien a los prisioneros y para un hombre pobre es peor
esperar su juicio durante una semana en las cárceles de Ibagué o de Bogotá que
pasar un mes en este presidio, y para cualquiera es mejor una semana aquí que
una sola noche en los cepos de Pandi. En Toche fuimos huéspedes del alcaide quien
conocía personalmente a todos los señores de la comitiva, excepto a mí,
y nos cedió su apartamento mientras él se
fue a dormir a otro lugar.
Al
hacer los arreglos para la noche fui testigo de esa falta de consideración por
el bienestar de los demás que a veces hasta los amigos muestran en los viajes.
El ejemplo no tuvo mayor importancia, pero lo menciono porque en realidad fue
inusitado en ese viaje: el más joven de los abogados escogió, sin tener en cuenta
a los demás, el sitio para dormir. En cuanto a mí, descansé admirablemente en
la hamaca que guindé en el cuarto del médico.
Desde Toche contemplé lleno de asombro el camino que debíamos seguir. Parecía más bien una fortificación. Los zigzag eran tan escarpados que un soldado armado a duras penas podría subir, y llegaban hasta riscos que prácticamente se elevaban sobre nuestras cabezas. Las vueltas y revueltas parecen talladas en piedra o construidas en ladrillo y lo menos que parece es un camino, pues lo que busca son los picos más altos y no pasar las montañas, cual es el objeto que debería tener. Sin embargo, es un camino y el que nosotros
Camino arriba, en tres
o cuatro millas, había subido más que por cualquier otro espacio similar
transitado en mi vida, y en la cima apenas pude creer mis ojos al leer
en dos piedras planas las inscripciones que muestran que este camino tiene más de
doscientos años. El señor Rafael Pombo amablemente las copió e hizo el dibujo
que anexo. La primera dice: "Por aquí paszó (sic) Francisco de Peñaranda,
a 24 de agosto, 1641". La otra piedra está quebrada y no se puede leer el
apellido; así que no podemos estar seguros de cuál miembro de la vieja y noble
familia de los Peñaranda pasó por allí ese día.
Lo malo es que toda esta tremenda subida es innecesaria; la ruta sigue siempre el curso del Tochecito, pero por la montaña, quizá debido a la aversión española e indígena a construir caminos en las laderas. Sin embargo, todo quingo en realidad está construido en laderas, porque a un lado del camino hay barranco y al otro precipicio.
Me
había detenido a ver trabajar a unos presidiarios y a conversar con el jefe de
la guardia, cuando observé un espectáculo nuevo para mí: por primera vez vi a un ser humano
como bestia de carga llevando a otro a su espalda. Habíamos llegado al sitio
donde estaban trabajando los presidiarios y de allí en adelante había trechos
muy malos por donde deberían pasar las dos señoras. El dibujo muestra la escena
del día siguiente, durante el primer gran descenso al Valle del Cauca, pero
sirve para ilustrar lo que voy a describir.
El sillero no es hombre de contextura muy atlética. Desnudo de la cintura para arriba, lleva bien arremangados los pantalones, en especial cuando hay mucho barro. Todo su equipo consiste en una rústica silla de guadua, con un pedazo de tela blanca de algodón para proteger al viajero hasta donde se pueda del sol y de la lluvia. La silla se amarra al cuerpo del sillero por medio de dos correas que le cruzan el pecho y otra que le pasa por la frente. El pasajero tiene que permanecer completamente quieto, porque si el sillero se resbala o tropieza, cualquier movimiento del pasajero lo hará caer inevitablemente. Por tanto es mucho mejor y más seguro viajar dormido. La primera vez que vi los silleros iban por un camino tan terriblemente escarpado, que estoy seguro que una señora norteamericana yendo por él, se desmontaría y seguiría a pie por consideración al caballo. Y aquí algunas veces se demuestran sentimientos semejantes. Una señora me contó que la primera vez que se vio obligada a utilizar ese sistema de transporte, se negó en un principio, pero no teniendo otra alternativa dadas sus condiciones físicas, tuvo que acceder llorando amargamente. El coronel Hamilton, embajador británico, llegó a Ibagué descalzo, con los pies sangrando y acompañado por dos silleros a quienes pagó generosamente pero que nunca utilizó. Nuestras dos amigas tomaron las cosas con mucha más naturalidad. La señora se durmió en seguida y la señorita se puso a leer tranquilamente.
Una bajada increíble, seguida por una subida moderada, nos llevaron a Gallego, donde habíamos pensado llegar anoche, pero después de ver el sitio, me alegré de no haber pernoctado allí.
Es
un tambo
abierto, un simple techo sobre cuatro palos sin un pedazo de muro ni protección
lateral o cualquier clase de comodidad para el viajero. Y el paisaje es lúgubre
porque no hay más vegetación que palmas de cera, Ceroxylon andicola. Los tallos
altos y delgados (que en Nova Genera de Humboldt aparecen demasiado bajos) se
elevan por todas partes. Los troncos cilíndricos tienen de doce a quince
pulgadas de diámetro, son tan derechos como el fuste de una columna, crecen a
una altura de aproximadamente cincuenta pies
y están coronados por un penacho de hojas enormes. El tronco, que como el de todas las palmas
no tiene corteza, está cubierto por una capa bastante gruesa de cera, o más
bien de resina, según se cree. Sería buen negocio recogerla y venderla, ya que
gran parte de la cera que se utiliza en las iglesias es importada y cuando se
vende en forma de cirios es carísima, casi a $ 3,00 la libra.
Nueve
meses después de que estuvimos sentados aquí, comiendo dulce y tomando agua,
pasé otra vez pero en circunstancias muy diferentes y el sitio estaba muy
cambiado. Los presidiarios le habían levantado paredes al tambo y habían
construido dos chozas y un cobertizo. Todavía quedaba un hombre en una de las
chozas y esa noche cuando llegué caía una lluvia lenta y helada que hacía el
paisaje todavía más lúgubre. Venía herido y sangrante y con dificultad logré
apearme. La última comida la había hecho por la mañana del día anterior y me
había mantenido vivo con un poco de chocolate y pan, pero ni siquiera eso me había
servido de gran cosa, pues por la mañana había mordido imprudentemente una baya
que resultó tener un sabor tan desagradable que me hizo vomitar lo poco que
había comido una hora antes. Había creído que se trataba de una pasiflora pero resultó
ser una cucurbitácea.
Esa
vez venía del occidente y antes de llegar al punto más alto del Quindío empezó
a lloviznar, por lo cual para que no se mojara la montura me monté en el
caballo. Las manos las tenía llenas de plantas que había cogido y encima
llevaba el encauchado que es todo un estorbo en una emergencia. Iba en un
caballo grande y torpe y por un camino escarpadísimo. Hacía un momento que
había escampado y estábamos en la última subida.
En
diez minutos habríamos dejado atrás el valle del Cauca, cuando se cayó el
caballo. Salté para que éste se incorporara más fácilmente e intenté caer en un
montón de arbustos que había en el camino, pero me di cuenta demasiado tarde
que donde iba a caer era en los matorrales que crecían en un despeñadero.
Entonces
me agarré de la montura en el preciso momento en que el caballo se levantaba,
lo jalé y por un instante vi al animal patas arriba y encima de mí. No me
explico cómo no me aplastó.
Sorprendido
lo vi caer hasta el pedazo de camino por donde acabábamos de pasar, es decir,
rodó de un quingo al otro.
Miré
a ver qué había sucedido. La montura estaba entera, la bolsa con naranjas y el
paquete con las plantas sanas y salvas.
Solamente
se habían dañado las últimas que había recogido y esas las boté. Pero en el
momento en que iba a subir otra vez al caballo me di cuenta que tenía herida la
pierna, y no me monté por miedo de desmayarme del dolor. Le entregué el caballo
y el encauchado al peón y caminé muerto del dolor media hora.
El accidente sucedió al
medio día, y por la noche, en medio de la lluvia, llegué al tambo de Gallego, donde el terreno
plano es insuficiente para que quepan las dos chozas. Pernocté en una que queda
quince pies más alta que el tambo y a una distancia de unos veinte pies. Los
caminos estaban cubiertos de barro y era casi imposible caminar sin resbalarse.
Afortunadamente el hombre
que vivía en esas soledades había matado un oso negro y nos vendió carne, y como los
sirvientes no tenían con qué dañarla, tuve una cena deliciosa alrededor de las
ocho y a pesar del dolor y de la sangre que todavía escurría por la pierna.
Después, con gran dificultad, logré conseguir agua para lavar la herida, la
vendé con un pañuelo de seda, puse las plantas tan difícilmente conseguidas en
papel, guindé la hamaca y hacia las diez ya estaba dormido. Cuarenta y ocho
horas después del accidente llegué a Ibagué, me quité el pañuelo,
conseguí agua tibia y lavé la arena de la herida enconada. Si por desgracia me
hubiera quebrado una pierna, no habría podido conseguir atención médica en
menos de una semana ni avanzando ni retrocediendo en el camino. Pero este
episodio estaba todavía muy lejos; ahora estábamos sentados en el piso comiendo
mermelada y tomando agua, que entonces me pareció tan deliciosa y fresca y
luego encontraría tan helada.
En otro sitio, en un contadero, vi un monumento como la lápida de una tumba que debió haber costado muchísimo traer hasta aquí. Tenía una inscripción de la que no entendí sino una sola palabra, el honroso nombre de Caldas, el cual me recordó al siempre lamentado sabio granadino. El monumento se erigió en honor de la misa que celebró en este sitio un obispo Fulano de Tal hace varios siglos, según cuenta el señor Caldas, quien mientras descansaba en el lugar, escribió su nombre en el monumento por falta de algo mejor para hacer.
Más
adelante pasamos por muchas fuentes cuyas aguas corren hasta el Tochecito que
todo el tiempo teníamos a la izquierda, y luego vino el gran descenso hasta el
río. A todo lo largo del camino crece una enredadera cucurbitácea con un fruto de
consistencia elástica. Por fin llegamos al fondo y estoy seguro que desde Toche
hasta este sitio se hubiera podido construir un camino más corto, sin tantas
subidas y bajadas y lo suficientemente plano para que pudieran transitar
carretas. Además, quizá costaría menos de lo que el gobierno gastará en el
camino actual cuando vengan a repararlo los hombres del presidio. Cruzamos a la
margen derecha del Tochecito que aquí apenas es un arroyo y comenzamos el gran ascenso.
Para
combatir el tedio del camino me puse a traducir al español el Excelsior de
LongfeIlow, y le pedí a un señor que no tenía ni idea de la diferencia que hay
entre la b y la v que me explicara la diferencia entre la bandera y lavandera,
el pobre terminó agotado y me parece que fue una mala jugada mía ponerlo en
todo ese trabajo.
Cerca a la cima está el tambo
de Yerbabuena,
llamado así por la abundancia de Mentha piperita que crece en el lugar. Nos detuvimos en
Volcancito, un tambo rodeado de postes que era el mejor que había en
todas las montañas. Por el techo se colaba la luz, las paredes dejaban soplar
el viento libremente y el piso era de tierra floja. Como llegamos temprano tuve
tiempo de darme gusto recogiendo diferentes especies de Fuchsias, de Begonias y
de otras plantas tropicales, así como un Epilobium que me recordó mi país.
Una
cosa es el clima de Volcancito por la mañana y otra por la noche. Al atardecer
se me empezaron a helar los pies y tuve que cambiar los alpargates por medias y
pantuflas que eran mi única alternativa, porque en esos días no habíamos
abierto baúles. Por primera vez desde que llegué a Sur América me pareció que
el agua estaba demasiado fría al lavarme los pies.
Empecé a prepararme para la noche, primero me puse una franela gruesísima, después la camisa de dormir, una camisa de lana y encima una chaqueta gruesa de cazador. A mi mitad inferior, por donde la sangre había circulado tan bien desde que salí de Ibagué, la dejé a merced de un par de calzoncillos de franela y unos pantalones de corduroy. Estas fueron las medidas extraordinarias que tomé, las ordinarias las empecé inmediatamente después de la cena. En Ibagué, donde hay noches frías, había estudiado el arte de dormir abrigado en una hamaca y corno ni siquiera en la Nueva Granada se conoce bien este arte, lo describiré a espacio. Primero tomé dos cobijas gruesas por una punta, doblándolas juntas y poniéndolas en una estera en el suelo. Después las puse a través de los pies de la hamaca y luego me subí con ayuda porque estaba muy alta. Después tomé las cobijas por el extremo por donde las había cogido antes y las jalé para cobijarme. Luego metí los bordes de las cobijas dentro de la hamaca. Hasta aquí no hay misterio, es lo que hace todo el mundo, pero debajo lo único que hay es la tela de algodón de la hamaca y se necesita algo que proteja la retaguardia, y es ahora cuando entra en juego mi secreto. Primero me deslizo del centro de la hamaca hacia atrás, es decir hacia la cabecera, y pongo los extremos de la cobija debajo de mí, en tal forma que se crucen, empezando por los pies y terminando en los hombros, donde la operación es difícil, pero se puede llevar a cabo resbalando el cuerpo hacia abajo. Después solo resta situarse diagonalmente en la hamaca, de manera que la cabeza y los pies queden menos elevados. Recuérdese que todo esto debe hacerse estando sostenido por una cuerda floja. Todo el mundo tenía frío. Consideré que era el momento de que llegara un Mark Tapley que nos hiciera reír y le pedí al señor que nos contara un cuento, a lo cual él accedió gustoso.
Contó uno que me mostró un aspecto nuevo de un idioma en el que no existen palabras indecentes, o que si las tiene, no hay peligro de que las utilicen. Afortunadamente para mí, sabía que el carácter de todos los presentes estaba por encima de cualquier sospecha, así que el cuento que podría situarse en la Inglaterra de Carlos II no me asustó, simplemente me sorprendió. Del relato me intrigó otro aspecto, no sé si desde el punto de vista etnológico o psicológico. Quizá porque había oído otra versión del mismo en inglés y cuando tenía diez años. ¿Cómo saberlo con seguridad? ¿Podría algún miembro de la Percy Society informarme si existe algún cuento de hace siglos sobre dos personas que pasan la noche en un árbol y tiran una mesa o una puerta que cae en la cabeza de unos ladrones que se estaban repartiendo el botín? Si es así, los cuentos infantiles deben ser más viejos y más conocidos de lo que yo pensaba, y este cuento tan tonto debe conocerse en toda Europa occidental y en las dos Américas.
Desafortunadamente
para mí me había acomodado demasiado bien en la hamaca y un calorcito agradable
empezó a extenderse por todo el cuerpo, ablandándome el corazón. Me puse a
observar en qué condiciones se encontraban los demás. La señorita estaba muerta
de frío y sin posibilidades de dormir en toda la noche. Entonces me pregunté:
"¿Puedo darme el lujo dr prescindir de la cobija más delgada?", y mi
blando corazón contestó: "Para una joven y amable dama, a quien estimo y
quien está sufriendo el frío más intenso que ha conocido en su vida, Í puedo
prescindir de ella". Pero luego me di cuenta de que, como la última pluma
que le quebró el lomo al camello, esa era la cobija que necesitaba yo para protegerme
del frío y no pude pegar los ojos en toda la noche. Ensayé una posición nueva
volviéndome sobre el lado derecho, al derecho de la hamaca y cobijándome con el
otro pedazo de hamaca. Quedé como un enorme folículo, o hablando en términos
zoológicos como un bivalvo, manteniendo cerrado el caparazón con las manos, con
la rodilla y con la cabeza que tenía recostada en el borde doblado de la valva
superior. El método falló y cuando ya era demasiado tarde para dormir, recogí
la hamaca y la cobija, las junté a la manta de uno de los señores que estaba
tratando de dormir en el suelo, y me acosté a su lado para descongelarme.
Por
la mañana vi el chal de la señorita en la cama del joven abogado que se había
acostado a sus pies. También ella tenía corazón y en un momento en que su mano
izquierda no sabía lo que hacía la derecha, le prestó el chal antes de que yo le
prestara a ella mi cobija. Este descubrimiento me hizo reír de buena gana y
hasta hoy en día la sola mención de Volcancito parece causarle a la señorita
una impresión muy especial.
El
desayuno que tomamos antes de partir fue escaso y rápido. Estábamos en el
límite del páramo donde a veces el suelo se cubre de nieve hasta por una
semana. En
estas alturas le puede ocurrir algo muy extraño al viajero, el cual sin sufrir
demasiado por el frío pierde de pronto toda energía y finalmente la vida. A
esto lo llaman emparamarse, algunos de mis amigos han estado en peligro
de que les suceda y en dos o tres ocasiones yo he tenido que cuidarme de correr
esa suerte. Pero ese día no había nada que temer, hasta volví a ponerme el
vestido liviano y tuvimos un día muy agradable. Pasamos muchos arroyos que fluyen
todos hacia la izquierda y en la orilla de uno encontré un magnífico ejemplar
de "cola de caballo" de cinco o seis pies de altura.
Desafortunadamente no guardé una muestra, porque me aseguraron que en el valle
encontraría otros igualmente grandes y también por la dificultad de guardar las
muestras en estos caminos solitarios.
En una o dos horas
llegamos a la sierra divisoria y seguimos por ella durante un rato. Al empezar a bajar,
el camino se vuelve pésimo, aunque no es nada malo en comparación con esas zanjas semi-subterráneas
por las que viajó Cochrane a caballo y por las que el gordo Hamilton
caminó, sin que la cabeza le llegara nunca al nivel del terreno. Esos callejones
bordeaban el camino como trampas de mula o a veces se abrían a un lado como si fueran
la entrada de una mina abandonada. Si a Hamilton y a Cochrane les hubiera
gustado exagerar, no habrían tenido necesidad de hacerlo al describir
esos callejones. Este fue el escenario de la catástrofe que sufriría meses más
tarde y que ya les relaté, y también de una historia, quizá verdadera, de un oficial español
que tenía derecho a utilizar silleros gratis. Alguna vez el español resolvió
usar en el sillero unas de esas horrorosas espuelas para mulas y el pobre
indio, aguijoneado más allá de toda paciencia, lanzó al bruto al precipicio. El
español se mató en la caída y el indio huyó al monte y no regresó nunca.
Las
señoras que en la última parte del ascenso después de Toche no habían utilizado
mucho las sillas, ahora se instalaron cómodamente en ellas casi todo el día. La
señora se quedó dormida, la señorita se puso a leer y los silleros caminaban
como si llevaran la silla vacía. Nadie parecía ser consciente de que por ese
camino uno podría desnucarse.
A las dos llegamos a
Barcinal,
la primera casa que encontramos desde que salimos de Toche y la sexta que hay
en setenta y dos horas de camino. Allí vivía una familia antioqueña que nos dio mazamorra.
La mazamorra es el plato favorito de los habitantes de esa apartada provincia.
La hacen de maíz pilado y hervido y le añaden leche al servirla. A mí me gustan
los antioqueños y las antioqueñas, así como sus sombreros (1), pero lo que no
me gustaría sería tomar mazamorra con mucha frecuencia.
Entre Barcinal y Toche
que están a dos días de distancia no hay un sitio bueno para pernoctar. A fin de remediar
esta solución lo mejor sería construir un camino que pudiera transitarse aun en mal tiempo. Si la segunda noche hubiéramos
seguido hasta Gallego, es posible que
habríamos llegado a Barcinal al día
siguiente, ahorrándonos la mala noche de Volcancito.
Por un camino escarpado y
malo bajamos a Boquía en las márgenes del Quindío. Boquía es cabeza de
un distrito de la provincia del Cauca. La población tiene algunas casas
relativamente buenas y una aceptable posada; están comenzando a construir la
iglesia, hay un molino de trigo que vi funcionar y un puente cubierto sobre uno
de los brazos del Quindío. Algunas veces los viajeros pueden aprovisionarse en
Boquía. Después de pasar
el Quindío que en este sitio es un río bastante grande, de casi dos pies de
profundidad, nos esperaba un ascenso por un camino hermoso y luego otro tan
empinado que las señoras tuvieron que recurrir nuevamente a las sillas. Finalmente
llegamos
a El Roble, donde nos detuvimos,
precisamente a tiempo de evitar la lluvia, que sorprendió a los arrieros antes
de que hubieran terminado de levantar la tienda. El Roble no es tan alto como Volcancito
y esa noche la pasamos como cristianos, comiendo sentados a la mesa, durmiendo
en una casa, y para la señorita hubo hasta cuarto aparte, nominalmente,
porque no había seguridad de que no se le entrara nadie.(1) Los sombreros
"panamá" fabricados en Antioquia se exportaban a las Antillas y al
sur de los Estados Unidos. Constituyeron quizá los únicos artículos
manufacturados que Antioquia exportó en el siglo XIX. Véase Roger Brew, El desarrollo económico de Antioquia
desde la independencia hasta 1920.
Publicaciones del Banco de la República, Bogotá, 1977. (N. de la T.).
Salimos de El Roble el
viernes por la mañana, y una bajada suave de tres millas nos llevó hasta la
casa de otra familia antioqueña, en Portachuela, sitio agradable para
descansar. Aquí probé las arepas y descubrí que son iguales a los Johnny-cakes que
habían rechazado en Nueva Inglaterra y a los hoe-cakes, al pan de maíz y
corn-dodgers de Illinois.
Más adelante nos
detuvimos en un contadero llamado Lagunetas desde donde mandamos
a los peones a que nos trajeran agua. Me imagino que, como su nombre lo indica,
la encontraron en huecos y lagunas. Viajando hacia el occidente, recomiendo tomar
agua en este sitio o traerla desde Portachuela.
De
Lagunetas en adelante la lluvia había dejado el camino muy liso. Este último
era almohadillado y las bestias metían las patas profundamente en el barro en
esas gradas para mulas.
Desgraciadamente
yo hice lo mismo en una ocasión y la pierna se me hundió hasta la rodilla con
no poco detrimento para mi apariencia personal. Pronto me adelanté y perdí de
vista a mis amigos. En todo el día lo único que encontré para beber fue un poco
de leche, ni una gota de agua. En el camino me alcanzó un hombre que se proponía ir de Boquía
a Cartago en día y medio, mientras que nosotros haremos ese trayecto en
dos o tres días. El tipo se había asegurado una punta de la ruana en un bolsillo
del que salía la cabeza de un pollo vivo que le llevaba de regalo a una señora
de Cartago.
Alrededor de las dos
llegué a La Balsa
donde había proyectado darme un buen baño en el río, pero al llegar encontré que
no había río y francamente que no puedo explicarme cuál puede ser el origen de
tal nombre. Casi no encuentro agua para lavarme los pies. Esperé una o dos
horas al resto de la comitiva y cuando llegó decidimos que ese día no
viajaríamos más.
Desde que se deja a
Ibagué, La Balsa es el único sitio que merece llevar un nombre. Se dice que la
población del distrito es de 199 y la de Boquía 198, pero la población de ambas
está diseminada en más de 100 millas cuadradas. No me explico la razón de la existencia de una población en este
lugar; lo que sí sé es que para nosotros fue
bueno llegar a ella. En La Balsa hice el
gran descubrimiento de que sí me gustan los plátanos
cocinados. Son tan pocas las veces que los dejan madurar, que no sabía cómo sabían maduros. Este es el primer
lugar que he visto donde se cultiva en
abundancia. Los llevan a vender a
Cartago.
A uno de los caballos que conducían de cabestro le dieron de comida un racimo
de plátanos verdes.
Almorzamos
sentados en el suelo y como iba a llover no pude recoger plantas; en cambio
conocí el zancudo, que de allí en adelante sería compañía constante y nada
agradable, y que al examinarlo detenidamente vi que simplemente es un mosquito.
En
todo el viaje de Honda hasta aquí no había visto ninguno, y aun en este sitio
son tan escasos que solo oí volar dos o tres.
El
sábado por la mañana ya estaba con deseos de que terminara el viaje, en
especial porque habían empezado las lluvias. Me puse el encauchado y aunque hubiera
podido cabalgar todo el día, preferí continuar firme en mis dos pies, cosa que
no pudo hacer el sillero de la señora quien dejó caer su preciosa carga cuatro
veces en la mañana. Yo estaba conversando con ella cuando se cayó la primera
vez y la acompañé hasta que se volvió a subir en la silla, que se había
quebrado y había que arreglarla.
Mientras
tanto el sillero descargó la señora en un tronco enorme de tres pies de
diámetro. Había que protegerla de la lluvia y lo único que había a mano era la punta
de mi encauchado. Debimos haber presentado un cuadro muy divertido, pero no
había espectadores que se rieran de la representación.
La
señorita estuvo más afortunada y no se cayó ni una vez cruzando la montaña. En
una ocasión el sillero que la llevaba se resbaló más de una yarda, pero ella es
menos miedosa que su hermana y no se movió; en cambio, dos silleros se cayeron
con la señora.
Más abajo de la
desembocadura del Quindío en el río La Vieja, se cruza este último en Piedra
de Moler.
Cada uno de nosotros pagó un impuesto de 80 centavos a la provincia del Cauca.
En realidad no es peaje porque el gobierno de esta no lo invierte en
carreteras. Con la excepción de un pedazo de territorio al occidente del Cauca,
donde la vía que va a lo largo del río pertenece a la provincia, el resto de
los caminos son nacionales y muy rara vez la provincia o la nación gastan algo
en su mantenimiento. En nueve meses que permanecí en el Cauca solo recuerdo
haber visto construir un puente peatonal y nunca vi que se invirtiera ningún
dinero o se trabajara en el sostenimiento de caminos.
Esta
vez no nos demoramos mucho en el paso del río. Nos detuvimos un momento a ver
cruzar las bestias a nado, cosa que es muy interesante, y fuimos luego a la
casa del barquero, donde comimos huevos y plátanos asados antes de continuar el
camino, dejando que el equipaje nos siguiera en dos tandas. Había escampado
pero amenazaba lluvia, así que consideré prudente conservar mis instrumentos de
defensa contra el mal tiempo. Solo nos restaba subir y bajar una loma inmensa,
porque Cartago queda a orillas del río La Vieja.
En
la subida vi la Heliconia Bihai, una hierba cannácea, cuyas hojas servían de
abrigo al viajero antes de que se construyeran los tambos. Las hojas tienen esa
forma característica de la canna de nuestros jardines y de la mata de plátano,
y de uno a dos pies de largo; son blancuzcas por debajo y para hacer el techo
de un rancho las cuelgan de un nudo en el peciolo de las cuerdas horizontales
que pasan por los palos del techo. Antes todos los peones y cargueros tenían
que llevar su porción de Bihai cuando viajaban al oriente, y el caminante
dormía durante casi quince días bajo ese techo transportable.
Desde
la cima tuve por primera vez una vista panorámica del valle del Cauca. Este no
es completamente plano sino ondulado, como dicen en el Oeste, y el color verde
vivo es maravilloso después de las llanuras secas de Ibagué y El Espinal. No
creo que haya un espectáculo más hermoso que esta vista del valle del Cauca,
rodeado todavía por las, ásperas montañas del Quindío, mientras que en la
distancia se divisan las de Caldas, que posiblemente no cruzaré nunca. La
escena sería todavía más bella si se viera el Cauca, pero como la margen
derecha está cubierta de pantanos y bosque, el río no se ve sino entrando en el
valle.
El
día anterior, poco después de salir de Lagunetas, habíamos divisado el valle
por entre un claro de los árboles. Poco después de tener ante nuestros ojos el
valle, terminaron las funciones de los silleros y en el primer charco que
encontramos, los hombres arreglaron su apariencia personal lo mejor que pudieron
para entrar a Cartago. Sacaron camisas de donde las traían guardadas, se
pusieron sombrero y una ruana sobre el sencillo vestido, quedando ataviados
como cualquier campesino granadino.
Finalmente
llegamos al valle, pero no puedo decir en qué punto el suelo se vuelve aluvial;
creo inclusive que esa línea sea muy difícil de determinar porque los dos
suelos son parecidísimos. Tampoco puedo decir cuánto costó el viaje
exactamente.
Las
bestias $ 5,20 cada una, incluyendo el servicio del peón; los gastos de
subsistencia quizá hayan sido la mitad de esa suma, pero no llevamos las
cuentas separadamente. Es posible que el costo haya sido menor de lo que en
promedio cuesta cruzar el Quindío, en especial si no se incluyen las pérdidas
por robo. A mí se me perdieron una hachuela de doble filo que se guardaba dentro
del mismo mango, una toalla diferente a la del cuento, y como es natural, todas
las cuerdas y lazos de los que pudieron echar mano los peones.
Llegamos a Cartago el sábado temprano; en cambio el equipaje se demoró hasta después de la misa del domingo. Cartago es una población de aproximadamente el mismo tamaño de Ibagué, pero mucho más baja y caliente, aunque ni allá me molestó el frío ni aquí el calor, pero para alguien que tenga que trabajar al sol, el clima de Ibagué es preferible al de esta región del valle del Cauca. La altitud más baja que he registrado en el valle es de 2.880 pies y la temperatura más alta a la sombra 85°, en La Paila, a las cuatro de la tarde el 11 de junio de 1853, lo cual no es demasiado; y la más alta al sol 127°. En Nueva York he conocido temperaturas mayores. Por lo demás en el Apéndice se pueden apreciar otras observaciones sobre el clima del valle del Cauca.
Cartago tiene más techos de teja que Ibagué. La ciudad es antigua pero todavía siguen construyendo pues vi edificando una casa de tapias. Estas se fabrican haciendo un molde de tablones dentro del cual se echa tierra con una pala y luego se apisona fuertemente. Los travesaños que sostienen el molde dejan agujeros a través del muro, que después tapan. El trabajo es bastante lento, pero como en la región no hay escarcha, estos muros son tan buenos como los de ladrillo, y mejores en los terremotos. Si de vez en cuando los blanquean con cal, se ven desde lejos tan hermosos como el mármol y con la ventaja de ser mucho más baratos.[1]
[1] ISAAC F. HOLTON, M. A.. LA NUEVA
GRANADA: VEINTE MESES EN LOS ANDES PROFESOR DE QUIMICA y DE HISTORIA NATURAL EN
MIDDLEBURY COLLEGE NEW YORK: HARPER AND BROTHERS. 1857 PUBLICACIONES DEL BANCO
DE LA REPUBLICA ARCHIVO DE LA ECONOMIA NACIONAL Traducción: ANGELA DE LOPEZ