VIAJEROS POR EL PASO O CAMINO DEL QUINDIO.
Memorias de Ernst,
Röthlisberger, año de 1884.
Cap. XI REVOLUCIÓN
UNAS VACACIONES AGITADAS / CAMARADAS TRAVIESOS / PRIMER RECORRIDO, HASTA IBAGUÉ / SEIS DÍAS POR EL PASO DEL QUINDÍO.
El camino del Quindío constituyo la conexión del Nuevo Reino de Granada y la Provincia de Popayán. Después de realizar las ceremonias de fundación de Ibagué, López de Galarza sale a descubrir la Provincia de Toche, también escrita Tocha, y luego pasó a la provincia de Tocina, “que está junto al morro nevado” (Aguado, 1906, pág. 352).
El camino o paso del Quindío ha sido recorrido y explorado por viajeros extranjeros, expedicionarios que han descrito e ilustrado su travesía en sus crónicas de viaje.
Entre tantos viajeros como John Hamilton Potter 1824, Car August Gosselman 1825, John Steuart 1836, Isaac Holton 1852, Charles Saffray 1860, entre otros, el suizo Ernst Röthlisberger, teólogo, abogado, filósofo e historiador suizo. llegado a Colombia a mediados del siglo XIX, contratado por el presidente Rafael Núñez, como profesor en la Universidad Nacional de Colombia, donde laboró desde el año 1881 hasta 1885 y quien fuera designado por el vicepresidente de la época, Carlos Holguín en 1881, Ministro plenipotenciario acreditado ante las cortes española e inglesa, en Berna ante el Bundesrat (Consejo Federal) de Suiza, solicitó a dicho Consejo, en nombre del Gobierno de Colombia, designara como catedrático de Filosofía e Historia de la Universidad Nacional en Bogotá. Nombramiento no muy bien visto por parte del clero y las huestes conservadores de la época, que lo desaprobaban porque difundía teorías atentatorias al misticismo católico.
En
el libro El Dorado: estampas de viaje y cultura de la Colombia suramericana,
narra y describe los aspectos geográficos, viajes, vivencias y estadía en
Colombia. En el contenido del libro, referente su travesía por la montaña del
Quindío, narración que permite hilvanar aspectos históricos del territorio
adyacente al camino o paso de la montaña del Quindío.
De Bogotá bajó en dirección del valle del Magdalena, con rumbo al Tolima y Valle del Cauca. En su itinerario, pasó por “Boca de Monte", a unos 25 kilómetros de Bogotá, el Salto de Tequendama, Tena, la Mesa, Anapuimas, valle, Supatá, Juntas, Tocaima, Girardot, Flandes, e Ibagué, a donde llegó el 22 de diciembre de 1884.Teólogo, abogado, filósofo e historiador suizo. Se convirtió en uno de los primeros profesores extranjeros de la Universidad Nacional de Colombia donde laboró desde el año 1881 hasta 1885, dictando las materias de Filosofía, Historia e Historia del Derecho. Fue contratado por la Universidad Nacional de Colombia en 1881 para dictar la cátedra de Historia del Derecho y de la Filosofía. Al retornar a su país, publicó en alemán, en 1897, la obra El Dorado: estampas de viaje y cultura de la Colombia Suramericana, dos veces reeditada en español por el Banco de la República. En el mes de diciembre del año 1884, Röthlisberger partió para el Cauca y Antioquia con el fin de pasar allí algunas semanas. En particular al Valle del Cauca que lo había ponderado como extraordinariamente fértil y rico, y como algo digno de verse.
A mediados de diciembre, luego de su pasó por La Mesa, acompañado en el viaje por dos jóvenes estudiantes de medicina, uno de apellido Abadía y Tomás Uribe; un caucano, Inocencio Cucalón, que era poeta y político, y, por último, su amigo Eugène Hambursin, un muchacho belga que enseñaba en la Escuela de Agronomía de Bogotá.
Su periplo discurrió por el valle de Tena, a la derecha de La Mesa, atravesó los más hermosos praderas y palmares, en su primer día de viaje, pasaron por el Alto del Copó, una eminencia rocosa en la última estribación de la cordillera Oriental, desde donde se les presentó un admirable panorama de la Cordillera Central, que en frente se extiende, sobre el valle de Magdalena, cuyo paisaje le recordaba el de los Llanos. Descendieron hasta el pueblo de Casas Viejas, donde se repartieron en diferentes alojamientos para pernoctar.
Al día siguiente continuaron bajando, a través de un territorio bastante triste, por el ancho y pedregoso lecho del río Seco hasta llegar a la aldea de Guataquí, a orillas del Magdalena. Aldea, azotada por las fiebres y de clima sumamente cálido, motivo por el cual ofrecía una amarga estampa de desolación. El único trabajo de sus habitantes consistía en cruzar el río a los viajeros que por allí pasaban. Este punto a orillas del Magdalena se denominaba Guataquicito, en donde descansaron un poco a la sombra de una arboleda, mientras tomaban algún aliento sus caballerías.
Después de atravesar el río Magdalena partieron rumbo a Ibagué, pasaron por Piedras. El nombre del pueblo indica, que este se hallaba rodeado de piedras, que talvez están allí por antigua erupción del volcánica del Tolima, y la erupción del volcán del Ruiz, en el año 1595, que cubrió de cenizas volcánicas toda la llanura que remata en el río Magdalena.
En
Piedras pasaron la noche en un mísero rancho en medio de los pastos y acostados
sobre mesas o en el suelo. A la mañana siguiente siguieron por la llanura, bajo
un calor terrible, sin encontrar más que algunas pocas ventas y los ranchos de
Cuatro Esquinas. Después de marchar por el abrasador valle, llegaron a Ibagué,
donde un grupo de estudiantes salieron a caballo a nuestro encuentro, en número
de unos veinte, hasta una venta situada como a dos leguas de la pequeña ciudad.
En la venta habían dado buena cuenta de todas las provisiones allí existentes,
de modo que no encontramos ni un sólo huevo para el desayuno. Esta vez tuvo
lugar el baile en nuestro honor, organizado por los estudiantes y que se
celebró en una de las casas principales de la localidad. Allí tuvo ocasión de
admirar a las bellezas de Ibagué, muchachas de fina esbeltez y ataviadas con el
mejor gusto. La ciudad no desmintió
tampoco esta vez su gran atractivo. – exclamó - ¡Se vive tan gratamente allí!…
La vida transcurre en medio de una paz idílica. Las gentes son tolerantes y
amables, casi incapaces de malas pasiones.
A pesar de los consejos que
les dieron y a pesar también de la situación política —que se había vuelto amenazadora—,
a los tres días se despidió de Ibagué y prosiguió su viaje, en travesía de la
montaña del Quindío, em plena
estación estaba lluviosa
e intempestiva, donde el anunció era que el paso de la cordillera Central por
el camino del Quindío, que conducía al Cauca, se encontraba en horrible estado.
Semejantes profecías habían de cumplirse con creces, pues gastaron cinco días y medio en cubrir una distancia de aproximadamente veinte leguas en línea recta. Una vez hechos los preparativos: el equipaje se hallaba dispuesto en petacas, especie de cofres de piel y de forma cuadrada, cuyas dos mitades encajan entre sí; y habían alquilado un buey que, conducido por su correspondiente peón, sirvió para el transporte de los víveres, consistentes estos en arroz, patatas, tasajo, o sea carne seca y cortada en largas tiras —que se cuece, o bien se tritura entre dos piedras para comerla sin otra preparación—, además, huevos, grasa y cacao.
Miremos su relato en la travesía de la montaña del Quindío:
“El 23 de diciembre se puso en marcha la caravana, acompañada de numerosos estudiantes de Ibagué, los cuales nos dieron escolta una hora de camino. Sólo después de muchas despedidas y abrazos y luego de brindar con las talladas cáscaras de coco llenas del inevitable brandy, nos separamos a la vista de la ciudad iluminada por el sol del crepúsculo y ya muy profunda allí abajo entre el verdor del valle. Todavía está viva en mí la escena de cuando alegremente ascendimos por el monte y desde una eminencia contemplamos una vez más el valle del Magdalena y la azul Cordillera Oriental, que ya por mucho tiempo no volveríamos a ver…
Hacia las seis hicimos alto en El Moral, colonia de una familia
antioqueña que hospitalariamente nos preparó una sopa y nos hizo en su casita
sitio donde dormir, aunque sólo en el suelo fue posible ofrecérnoslo. Hacía ya
fresco, pues nos encontrábamos a 2.052 metros sobre el nivel del mar.
Y
esta es la ocasión de describir con algún detalle las granjas de los
antioqueños. El estado de Antioquia posee la raza más vigorosa, resistente y
bella de Colombia, la cual, según leyes sociológicas, es también la que por ser
la más fuerte de todas, corporal, intelectual y moralmente, podría ejercer una
especie de predominio sobre los demás grupos étnicos del país. Los antioqueños
son casi enteramente blancos o blancos por completo, en particular las mujeres,
sólo el trabajo al aire libre les ha bronceado la piel. A este estado vinieron muchos
españoles a causa de la gran riqueza de minas de oro. Parece que
inmigraron además
doscientas familias judías que, pese a haberse convertido al catolicismo,
fueron expulsadas de España, lo cual, sin embargo, no ha podido ser probado
históricamente. Españoles y criollos se mezclaron, pues, con los indios,
que en esta región se habían distinguido por su gran valentía y dieron lugar a
un tipo diferenciado, en el cual se acusan con más o menos fuerza cada uno de
los elementos integrantes.
El
antioqueño es musculoso, esbelto y de talla aventajada; sus facciones son
regulares y en general hermosas, particularmente los ojos y la recta nariz. Le caracteriza su
aversión a la pobreza y su marcada afición al lucro y la adquisición de bienes.
Por tal razón no
es belicoso y se inclina a la neutralidad en los conflictos políticos.
Mas no es cobarde, como le atribuyen, por el contrario, sabe batirse bien. Toda
vez que entiende lo útil que el saber resulta para progresar y tener éxito,
acude de buena gana a la escuela. Y, como es inteligente, es también, por lo
común, más instruido que la mayor parte de los habitantes de los otros estados.
En la Universidad Nacional, los mejores talentos eran en su mayoría gentes de
esa raza. El antioqueño es muy trabajador y nada exigente ni pretencioso.
Aunque católico
ferviente, tiene —dice Emiro Kastos, antioqueño él mismo— la energía y
el amor al trabajo propio de los pueblos protestantes. Sus profesiones principales son la
minería y las faenas del campo. En cuanto a este último trabajo, el antioqueño es el
perfecto granjero que no omite esfuerzo alguno en la tala de selva virgen y que
gusta, incluso, de esa tarea, pues ella le brinda la posibilidad de una nueva
plantación. Y sigue incesantemente en busca de nuevas tierras. Es el
yankee de este país. Casi siempre se desplaza de un lado a otro; se ven familias enteras
que, a pie, tratan de dar con un lugar propicio donde establecerse. Al antioqueño se le encuentra en todos los estados de
la República y también muy a menudo en el extranjero. Canta y toca la guitarra, tiene en alta
estima a sus poetas, cuyas más bellas canciones
suele saber de memoria. Como minero, y en general como hombre codicioso de ganancias, siente
pasión por el juego. También, con ocasión de algún festejo o solemnidad,
rinde culto al
licor y en estado de obcecación cae en el delito. No son raras las contiendas a
golpes ni las riñas con afiladas navajas barberas, en las que se trata de
marcar la cara al adversario.
El
antioqueño es un verdadero positivista; ubi bene, ibi patria[262] es su divisa.
Pero siempre sigue siendo antioqueño y en lo posible conserva el estilo
patriarcal. Su vida familiar es ejemplo de perfección y las mujeres son muy virtuosas;
viven retiradas como monjas y trabajan incesantemente. En el campo las
muchachas van descalzas, por lo cual sus pies son algo grandes; por lo demás, todo
su cuerpo presenta, en general, una bella armonía de proporciones. La familia antioqueña
tiene muchos hijos, casi siempre unos doce, pero hay casos en que la prole
asciende a treinta y aún más, de tal manera que a veces es difícil distinguir
entre sí la madre y la hija mayor. En las sierras del
Paso del Quindío viven más de seis mil antioqueños. Después de haber talado el bosque y luego de plantar maíz o sembrar
trébol, levantan pequeñas casetas de bambú, que cubren con placas de madera de
cedro o nogal. Crían vacas y de manera especial cerdos; hacen queso y melaza, y
llevan sus productos a los mercados de los lugares vecinos pertenecientes a
otros estados, que no podrían pasar sin ellos. En las casitas a que nos
hemos referido, todo se halla muy limpio, pero su característica es también la
suma sencillez.
Nuestra segunda jornada amaneció lluviosa y
turbia.
No habíamos avanzado todavía mucho cuando en una depresión del terreno nos
hallamos con tan mal camino que el cabalgar resultaba cosa verdaderamente arriesgada.
Profundos surcos —barreales— cruzaban el camino unos junto a otros con
desesperante regularidad; las elevaciones intermedias formaban una especie de
almohadas paralelas. El animal lograba salir de una zanja, subía un escalón y
se chapuzaba en un charco. Yo me apeé y preferí llevar a mi mula «Mirla» por
delante. Hice bien, porque poco rato después la mula que montaba mi colega
Eugène se hundió en un pozo de barro de tal profundidad que sólo asomaba la
cabeza de la pobre bestia. El jinete pudo saltar sobre dos ribazos laterales.
Nos costó mucho tiempo, en aquel terreno tan empinado, sacar del atasco al
animal y al terminar la operación parecíamos auténticos poceros. Así se apeó,
pues, mi colega y luego un tercero; seguimos caminando, pero ¡qué desfile…! Los
pantalones nos los arremangamos por encima de la rodilla y nos calzamos una
especie de sandalias con las que el pie desnudo pisaba más ligeramente. Como la
lluvia caía de modo torrencial, nos pusimos nuestros grandes abrigos de viaje,
cuyos bordes llegaban casi al suelo. Ahora podíamos considerar si tuvo razón Emiro Kastos al escribir: «El Quindío como camino, como carretera
nacional, es algo que no tiene nombre». Por lo demás, nos
consolamos con el famoso ejemplo de Alexander von Humboldt, que en el año 1801
anduvo a pie por estas tierras haciéndose llevar a espaldas de indios en
algunos trechos de la ruta. En el año 1827, Boussingault pasó también por aquí.
Las observaciones de estos dos sabios son todavía fundamentales.
Alegres
y risueños, pese a todos los infortunios, avanzábamos chapoteando en el fango,
fumando y charlando. Uno contó la historia de aquel viajero que, pasando a
caballo junto a un charco, vio flotar en este un sombrero. Ordenó a su criado
que lo recogiese y cuando el servidor fue a tomarlo del agua, detrás del
sombrero salió además una cabeza. Este pertenecía a otro viajero que allí se
hallaba hundido. Luego de expresar su reconocimiento por la amable atención que
le habían dispensado, dijo: «Ayúdenme, por favor, a sacar también a mi mula,
que está aquí abajo». Y, en efecto, sacaron también a la mula.
¡Qué fácil sería, sobre suelo tan firme, hacer aquí un buen camino! Bastaría
con cortar, desde una distancia de algunos pasos de la actual vía de tránsito,
la frondosidad que impide el paso del sol y la ruta resultaría practicable.
Esto es lo que, con éxito, han hecho a unas leguas de Ibagué, pero la tropa que
allí se empleó fue pronto retirada. Se le había encontrado una aplicación «más
útil». La vegetación penetra tanto en el camino, que sólo el buey, con su andar
poderoso y constante, puede avanzar por debajo, acreditándose de nuevo como
magnífica bestia de carga. Pero ¡ay del que ose acercarse demasiado a la linde
del camino! Eugène, al tercer día de viaje, fue atrapado por una liana que se
le enroscó al cuello y del tal modo que no podía seguir adelante. Por fortuna,
consiguió detener a su mula, hasta que el peón, sirviéndose del machete, le
libró de la ahogadora planta.
Por Mediación y por las quebradas de Buenavista y
Aguacaliente,
atravesamos un abrupto y hueco desfiladero de rocas hasta
llegar a Machín y al valle del río San Juan,
uno de los afluentes del Coello. No
vimos nada de las fuentes sulfurosas y termales, que tienen su origen en el
macizo del Tolima y poco o nada de las palmas productoras de cera (Ceroxilon),
substancia que se aprovecha en la fabricación de cerillas. La lluvia nos
impedía contemplar la naturaleza. Sólo un interesante encuentro tuvimos: el del correo. Algunas mulas,
con pesadas cargas sobre sus lomos, avanzaban en dirección contraria a la
nuestra y sólo como una media hora más tarde apareció la escolta de los
arrieros, algunos de los cuales traían trabucos y carabinas de las que se
disparan con yesca; tan grande es la seguridad por estos caminos. Podrían
transportarse miles de dólares sin que se produjera asalto ni robo alguno. A mi
pregunta de si aquellas armas irían cargadas, me contestaron los hombres del correo:
«No, ¿y para qué?». Más de un país europeo podría envidiar aquel paso en cuanto
a seguridad y confianza.
En Machín pensábamos pasar la Nochebuena. Ante nuestra
insistencia, el patrón se
decidió a organizar allí un «baile». Hizo avisar, pues, a algunos de los
músicos de los contornos
para que vinieran con una guitarra, un tiple y una especie de pandero,
comunicando también a los granjeros vecinos, que vivían muy diseminados por la
comarca, la buena noticia de la fiesta. Después de tomar una modesta cena, a
eso de las nueve, iniciase la danza en un angosto cuartito. Cuatro muchachas se hallaban
acurrucadas en el suelo. Los músicos estaban arrogantemente sentados sobre unos
cajones. A la luz de algunas bujías de sebo se empezó a bailar un bambuco. Sólo
danzaba una pareja, pero lo hacía con toda el alma. No bailaban agarrados, sino
girando en forma parecida a la de una contradanza, acercándose, retirándose,
unas veces con pasión, otras con graciosos dengues. La mujer tiene una mano
apoyada en la cintura y sus pasos describen la figura de un ocho sin dar la
espalda al hombre en ningún momento. Su elegante cuerpo se delinea marcadamente
dentro del sencillo vestido. Alternativamente se cantaban cancioncillas
populares y al propio tiempo se hacían frecuentes honores al anisado. Yo hube
de bailar una vez con la mujer del patrón, según las reglas de la hospitalidad.
Hacia las diez de la noche me retiré de la fiesta y dormí magníficamente. Mis
compañeros, que se habían retirado antes, no pudieron dormir, y ya después de
la medianoche decidieron seguir bailando. Al amanecer, según costumbre, la
fiesta acabó con una buena paliza que algunos de los asistentes se propinaron
en el patio, hasta que el frío de la mañana fue devolviendo a los borrachos el
buen sentido.
El día de Navidad fue, si cabe, más
lluvioso que el anterior. Cruzamos
el río San Juan, que iba bastante crecido y pasamos
por Toche —2.010 metros de altitud— y por Las Cruces, y luego, siempre por
terreno pedregoso y difícil, subimos hasta Gallegos —2.659 metros—, a donde llegamos a
las tres de la tarde. Habíamos caminado casi nueve horas a pie, y sólo
habíamos cubierto una distancia de unas cuatro leguas. En Gallegos tuvimos que
prepararnos la comida nosotros mismos y secarnos de la mojadura. La consabida
sopa de arroz con algo de patata, el trozo de carne seca y luego cocida y unos
huevos fritos constituyeron el ya invariable menú. Lo mejor era siempre la taza de
chocolate, que, por medio del llamado molinillo, una varilla de madera tallada
que se gira entre ambas manos, forma sobre el líquido una capa de espuma
grisácea. Pero esta bebida solía estar tan azucarada y diluida con
panela, que muchas veces disentíamos si se trataba de agua de azúcar o de
cacao. Exquisito sabía a continuación un trago de agua fresca de algún
manantial. Como extraordinario, nos permitíamos tomar alguna vez un sabroso bocadillo,
o sea compota dura de frutas cortada en trocitos cuadrangulares.
El día siguiente avanzamos entre magníficos,
aunque ya no muy tupidos palmares, pasamos por Las Cejas y llegamos a lo más
alto del paso del Quindío, el llamado Boquerón, a 3.485 metros sobre el nivel
del mar, a cuyo flanco izquierdo se levanta la misma cumbre nevada del Quindío
—5.150 metros. Soberbia, casi tanto como el panorama de los Llanos, se abre
aquí la perspectiva del Valle del Cauca. Aparece como una extensión inmensa
cubierta de negros y sombríos bosques, donde sólo algunos pocos ríos han
excavado sus lechos. En la lejanía, formando la rampa del valle, alzase la
Cordillera Occidental, uniforme y de un color negro azulenco. Este agreste
cuadro podría calificarse ciertamente de adusto y grave, a no tenderse sobre él
aquel cielo único, que parece superar en mucho al de Italia por su rutilante
azul y su limpia claridad.
En rápida subida, por un
resbaladizo suelo de arcilla roja, llegamos a la pequeña ciudad de Salento. La
superior categoría de la población se hacía ya notar por la existencia del
telégrafo y de una farmacia. Bajamos luego hacia el
río Boquía, en
cuya proximidad encontramos buen asilo nocturno en casa de un antioqueño.
De este encantador y verde valle debimos salir a la mañana siguiente por el alto del Roble
—2.080 metros—. Durante varias horas habían luchado hasta allí con el
terrible camino nuestras pobres cabalgaduras, sucias ya hasta los ollares. Era
un terreno de bosque, arcilloso e inundado. Por el
mediodía llegamos a Filandia, una aldea recién fundada y en la que sólo antioqueños se
habían establecido. Era día de mercado y de misa. La plaza se veía enteramente llena
de gente de la nueva colonia, que charlaban sin tregua, interrumpiéndose tan
sólo para arrodillarse en el momento de alzar. La música eclesiástica era
horrible. Un quejumbroso clarinete y una trompeta suspiraban de continuo los
mismos compases.
Sopa de maíz, pan de maíz —arepas— y hasta
un trozo de pan, amén de los fríjoles y la carne de cerdo, platos habituales de
la gente de Antioquia, nos compensaron debidamente de las pasadas fatigas. Y a la tarde seguimos
el viaje, ahora ya sobre terreno seco, a través de unos bosques magníficos de
enormes bambúes y ante los limpios y graciosos ranchitos de los antioqueños.
En todas partes obteníamos, por poco precio, leche o pan de maíz.
El Quindío propiamente dicho quedaba a nuestra
espalda.
El Paso es tan sano, tan puro el aire, que raramente acontece que enferme algún
viajero; muchos llegan a afirmar haberse curado allí de dolencias y malestares,
lo que en todo caso es atribuible al mayor ejercicio.
El 28 de diciembre llegamos por fin, después de tres horas
de cabalgada, al río La Vieja, que tiene allí 100
metros de anchura. Lo alcanzamos en el lugar llamado Piedra de Moler —994 metros de altitud—.
En la orilla opuesta se veía una casita para el barquero. Del Valle del Cauca
propiamente dicho nos separaba todavía una cadena montañosa de bastante
elevación. Justamente de aquellas alturas vimos bajar un grupo de unos veinte
jinetes y amazonas que ya de lejos nos hacían señales de saludo. Eran los amigos
y parientes de Abadía que salían a nuestro encuentro con el propósito de
ofrecernos digno recibimiento y acogida. A nosotros, sucios y mal vestidos
expedicionarios, con las claras señales de casi seis días de azarosa marcha, la
comitiva que se acercaba nos pareció un cortejo de hadas y de príncipes salidos
de Las mil y una noches. Cuando llegamos a la otra ribera nos impresionó
hallarnos en tan espléndido ambiente, rodeados de tanta civilización y casi no
tuvimos palabras para corresponder a la cordial salutación que se nos
dispensaba. Sentados sobre la yerba tomamos el desayuno traído por nuestros
amigos, que tuvo su buen acompañamiento de vino y hasta algo de champaña. Luego
se nos invitó a montar aquellos fogosos y rápidos corceles del Cauca, tan
elegantes en el paso de andadura; en seguida, casi sin saber cómo, nos encontramos en la altura de Santa Bárbara, célebre
por una victoriosa batalla librada allí por el general liberal Santos Gutiérrez
contra los conservadores el año de 1861. Desde aquella cresta se tiene
una bellísima vista de la pequeña ciudad de Cartago —989 metros de altitud—,
situada en medio de prados verdes como la esmeralda entre plátanos y palmeras y
reclinada junto al ondulante río La Vieja, que aquí se ha liberado totalmente
de la cordillera y corre a reunirse al Cauca, del que todavía le separa una
legua.
Cartago, fundada en 1540 a
orillas de otro río, hasta fines del siglo XIX no se estableció en el lugar que
hoy ocupa. Esta
pequeña ciudad no tiene nada extraordinario. Sus calles están trazadas a cordel
y empedradas de guijarro puntiagudo, impresión esta última que conservo
vivamente en el recuerdo, pues a consecuencia de las niguas tenía los pies muy sensibles.
La plaza mayor es amplia y cuadrada; sus dos iglesias, insignificantes. En un
viejo convento, San Francisco, se hallaba establecido un colegio para
muchachos. El clima es ya bastante cálido —con una temperatura media de 24 ºC—,
pero el lenitivo lo ofrece el baño en el río La Vieja. De
este caudal se saca también el agua para la ciudad y ello no se hace con tinas
o cubos, sino con largas cañas de bambú a las que se han cortado dos o tres
segmentos.
En
Cartago la familia Abadía nos acogió con hospitalidad verdaderamente árabe, o
sea en la forma que es proverbial en el Cauca. Particular gusto encontrábamos
en los cigarros puros que con finos dedos liaban especialmente para nosotros
las hijas de la casa. Era un excelente tabaco, que se cría allí cerca. Durante
la operación que he dicho charlábamos con las muchachas. Ellas nos entregaban
con una graciosa sonrisa el cigarro recién fabricado.
Ingrato había de ser el despertar de aquellas horas idílicas. El día de Año Viejo por la tarde desfiló por las calles algo que llamaban «música» y un hombre leía con sonora voz un pregón en el que declaraba el estado de guerra en el municipio del Quindío, cuya cabeza era Cartago. Parece que del norte de la República y de Bogotá habían llegado noticias inquietantes y que el presidente Núñez había implantado en todo el país el estado de excepción. No podíamos creer en una verdadera revolución y decidimos proseguir nuestro viaje valle arriba hasta Cali y luego, si era posible, a Popayán, para bajar luego hasta el océano Pacífico, a Buenaventura. Solicitamos pasaportes y el joven Abadía, Eugène y yo partimos alegremente el 3 de enero de 1885 por una región de colinas frondosas y tupidos bosques de bambú.[1
[1] Röthlisberger, Ernst, El Dorado:
estampas de viaje y cultura de la Colombia suramericana. Biblioteca Nacional de
Colombia. Cap. XI REVOLUCIÓN. SEIS DÍAS POR EL PASO DEL QUINDÍO / LA
COLONIZACIÓN DE LOS ANTIOQUEÑOS. Ministerio de Cultura: Biblioteca Nacional de
Colombia, 2017