MEMORIAS DE JEAN BAPTISTE BOUSINGAULT, 1824.
Paso de la Cordillera Central por el Quindío.
Notable viajero y navegante francés,que pasó el Camino del Quindio consigna las impresiones de su viaje por el Quindío, para llegar al valle del Cauca.
Había cruzado la cordillera
por el Nare y Marinilla, a 6° de latitud norte; luego un grado más al sur, por
Herveo, yendo de Mariquita a Supía. En 1827 tuve la ocasión de pasar el Quindío rumbo a Cartago y de esta
ciudad a la Vega de Supía, donde acababa de ser nombrado superintendente
con la misión de organizar y de ampliar la explotación de minas de oro. Se
utilizarían materiales y personal traídos de Inglaterra para trabajar en un
sitio en donde no existía ningún recurso. Al penetrar al Cauca por el Quindío
podía llevar a cabo reconocimientos en Cartago y Río Sucio, caminando por la
Cordillera Central en forma paralela al río. El paso del Quindío es la vía preferida para el
transporte de las telas bastas fabricadas en el Socorro, que tienen gran
consumo en las provincias del sur.
Me instalé en Ibagué con el
fin de preparar mi expedición, lugar donde se consiguen los cargueros y allí
reposé algunos días de las fatigas que había sufrido en mis repetidos viajes
por la meseta de Cundinamarca. Ibagué goza de un clima delicioso y no sin tristeza deja uno ese gran
pueblo. Es un oasis de agradable temperatura en el centro de las regiones
ardientes del valle del Magdalena y de los lugares fríos de las montañas que
alcanzan la altura de nieves perpetuas, sobre los nevados de Tolima, Santa
Isabel y Ruiz. En Ibagué se dispone de víveres en abundancia y
cantidades considerables de agua limpia. En el momento cuando iba a internarme
en el Quindío, recibí la orden de vender un aprovisionamiento de alimentos en
conserva, destinados a una expedición que debía haber llevado a Santiago de
Veragua, al oeste de Panamá, pero que fue suspendida. En consecuencia, abrí un
almacén, después de haber hecho anunciar por medio de tambor que se procedería
a la venta de conservas, de jamones y de lenguas ahumadas, a precio fijo. El
botánico señor Goudot se ocupó del mostrador y yo me mantuve detrás de la
puerta, con una gran caña de azúcar a la que había retirado sus hojas. A la
hora señalada los compradores se presentaron: eran indios, mestizos y todos
rechazaban con desdén las conservas en sus cajas de metal, pero sí apetecían
los jamones; desgraciadamente comenzaron a regatear. Fue entonces cuando salí
de mi escondite y apliqué a esos compradores un buen golpe de mi caña,
diciéndoles: “¿Ah, conque regateando, no?” Al día siguiente ya no había
clientes; parte de los víveres los llevamos a la selva y el resto fue enviado a
los oficiales de las minas de Santa Ana.
Tan pronto supieron que yo iba
a entrar en la montaña, los cargueros me ofrecieron sus servicios; por
casualidad tengo a mano una lista del personal que enganché y que reproduzco
como documento interesante, porque allí se encuentran los precios que se
pagaban a los que transportaron nuestros equipajes […] Para el transporte de
una persona, un carguero exige 16 piastras y la comida; “el sillero” debe tener
un paso suave, pues su carga viva está sentada sobre una silla de caña,
suspendida por una banda que lleva sobre la frente el portador. El transportado
debe permanecer inmóvil, mirando hacia atrás y con los pies reposando en un
travesaño; en los sitios escabrosos como al atravesar un torrente sobre un
tronco a manera de puente, el sillero recomienda al patrón que tiene sobre la
espalda, cerrar los ojos. Es cierto que nunca sucede un accidente, pero da
lástima ver al carguero sudando gruesas gotas a la subida y oírlo respirar,
emitiendo un silbido tremendo; a pesar de las ofertas que me hizo un sillero de
los más reputados preferí pasar la cordillera a pie. El bastimento que debíamos llevar consistía en
tiras de carne seca de res, bizcochos de maíz, huevos duros, azúcar en bruto
(panela), chocolate, ron, pedazos de sal que se conocen con el nombre de
“piedras” y resisten a la humedad, y cigarros. Yo debía alimentar
solamente a los cargueros que llevaban los víveres, la cama y las hojas de
bijao; los otros llevaban
su propia alimentación o sea “tasajo”, panela, chocolate, arepas y sobre todo
“fifí”, bananos verdes secados al horno, cortados en tajadas longitudinales,
todavía harinosos al punto que adquieren la dureza y la consistencia del
cuerno; para comer “fifí” en vez de pan, se le rompe con una piedra y se remoja
en agua esta curiosa preparación, que no he visto hacer sino por los cargueros
de Ibagué, es absolutamente resistente al ataque de los insectos y una
ración pesa la cuarta parte de lo que habría pesado fresca.
En mi equipaje llevaba la suma
de 45.000 francos en onzas de oro e indico esta circunstancia porque, lejos de
disimularla, recomendé el precioso metal a la atención de los cargueros que
iban a llevarla; yo no tenía ni la menor sombra de duda sobre la probidad de
estos hombres y sin embargo íbamos a pasar días y noches en la selva, lejos de
toda habitación y de cualquier socorro. He tenido la ocasión de cruzar tres veces el paso del
Quindío, y daré detalles del diario de esta primera experiencia,
reservándome el hacer conocer, como complemento, los incidentes sobrevenidos en
el curso de los otros dos viajes.
El 29 de mayo encontramos que el terreno para llegar de Cruzgorda
al río Quindío era un pantano; en 3 horas de marcha llegamos a la orilla
(altitud 1.816 metros, temperatura 16°) y pasamos el río sin accidente. En seguida
subimos hasta el alto de Lara Ganao (altitud 2.067 metros), luego
seguimos hasta El
Roble (altitud 2.114 metros, temperatura 16°). Al salir de allí me picó
cruelmente en el pie una avispa brava; un carguero me trató por medio de la
aplicación de tabaco mascado sobre la picadura y el alivio fue inmediato;
pude continuar la marcha. Acampamos en el Socorro (altitud 1.880 metros,
temperatura 17°). El 30 de mayo fui a desayunar a Buenavista (altitud 1.837
metros, temperatura 17°). Allí comienza la peor parte del camino; uno camina en los guaduales
expuesto a las espinas de esas gigantescas gramíneas y en un barro que llega a
las rodillas; en camino me refrescaba con el agua que se obtiene de las guaduas,
practicando una abertura por encima de uno de los nudos de la vara; con una
sola punción obtuve 1/4 de litro de líquido; agua clara, fresca y como lo
demostró después el análisis, casi pura. Este es un gran recurso para los que
atraviesan los largos guaduales y calman su sed con agua límpida; allí donde no
hay en el suelo sino agua barrosa que es necesario esperar que decante.
Por la tarde llegué cansado,
mojado y cubierto de barro al sitio de La Balsa (altitud 1.279 metros,
temperatura 22°). Me alojé en una cabaña en donde esperé la llegada de mis
cargueros; la mayor parte de ellos estaban retrasados y es fácil imaginar que
con sus cargas, en una estación de lluvias, no me podían seguir por lenta que
fuera mi marcha. Llegaron el 1o. de junio, pero faltaba el que traía los 45.000
francos en oro. Envié a dos de mis hombres a buscarlo y regresaron pronto con
el tesoro; el pobre diablo a quien se lo había confiado tuvo que regresar a
Ibagué porque lo habían atacado las fiebres. El 2 de junio, muy temprano me
puse en camino hacia Cartago, al oeste, suroeste de La Balsa. El camino fue
pésimo hasta el río de La Vieja o del Quindío, en donde me detuve a mediodía,
(altitud 972 metros, temperatura 26°). Este río recibe la quebrada de
Piedramoler y es cerca de su unión donde se le atraviesa: existe
confusión de nombres, ya que cada uno le da el suyo, pero en definitiva es la
unión de las aguas que bajan de la vertiente Oeste del Quindío. Para llegar del
Magdalena al Cauca, remontamos el lecho del río San Juan y llegados al punto
culminante del camino, al páramo, bajamos por el lecho del río del Quindío. Ya lo he dicho: las rutas
naturales para atravesar una cadena de montañas son los torrentes que bajan de
sus picos.
Llegué a Cartago por
la tarde con la más extraña vestimenta que había ideado para evitar la lluvia:
parecía un individuo que saliera de un baño de barro; mi ayudante, a quien había
enviado adelante, había tomado en alquiler una casa espaciosa de estilo
morisco, con galerías interiores que daban sobre el patio; las habitaciones que
daban a la calle estaban ocupadas por personas encantadoras entre ellas una
sirena de ojos azules.
Del páramo a Cartago, midiendo con cadeneros la distancia, se encontró
que hay 12 leguas de 6.660 varas y yo había necesitado 9 días para recorrer
esta distancia. Me limitaré a contar algunos incidentes: En enero de
1830 pasé el Quindío montado sobre una mula con tiempo muy favorable. En esta época, una división del ejército colombiano regresaba del Perú;
el general Bolívar que la había precedido me dio algunas indicaciones.
El 26 de enero fui de Ibagué a las Tapias,
el 27 pasé la noche en el Tambo del Toche; cerca de Aguacaliente encontré un sillero muerto por
los golpes que le había dado un miserable oficial para obligarlo a andar;
¡nadie se preocupó de este asesinato! A las 3 llegué a la fuente de agua
gaseosa. El 28 de enero
llegué al punto culminante de páramo; durante la subida encontré una compañía
de lanceros, camino de Ibagué, y los oficiales y soldados, andando a
pie, quedaron muy sorprendidos de verme montado; cuando los dejé, entré en uno
de esos caminos sombreados que ya he descrito, cuando de repente mi mula dio un
salto prodigioso a tal punto que con mucha suerte pude agarrarme de una rama y
mantenerme suspendido, mientras que mi asistente lograba hacer pasar a la
bestia el sitio en donde se había espantado; el animal había metido su pata en
el abdomen de un soldado enterrado y de allí había salido un gas de extrema
fetidez; fue la jornada de las tristes aventuras. Al llegar allí, donde termina
la vegetación arborescente, noté una fosa que había sido tapada recientemente y
observé que la tierra se movía por debajo: inmediatamente salté de la mula y,
con la ayuda de mi asistente, me dediqué a desenterrar el muerto que se
agitaba; apenas habíamos comenzado, lo vimos sentarse; era un granadero, tenía
los ojos fijos y volteaba lentamente la cabeza a izquierda y a derecha; lo
apoyamos contra un arbusto y acerqué a sus labios mi cantimplora que contenía
ron, pero no tuvo tiempo de tomarlo porque cayó otra vez pesadamente; su pulso
ya no se sentía y lo volvimos a colocar en su tumba sin cubrirlo de tierra. Pasé la noche cerca de
él en el Paramillo, en donde sentimos frío: el termómetro bajó a 8º. El 29 de enero
pasé la noche en el Araganal (Arrayanal). El 30 estaba en La Balsa, el 31 entré a Cartago a
las 2 de la tarde.
Montado en
una mula había pasado el Quindío en 5 días y medio.
Cartago es una de esas poblaciones de
las regiones calientes hermosas, bien construidas, con sus calles centrales que
la dividen en manzanas y bordeadas de casas cubiertas de paja. Una plaza
espaciosa, una iglesia y altas palmeras que dominan las construcciones. No hay
movimiento por su escasa población poco activa y que vive de poca cosa, pero es
uno de los centros comerciales del Cauca. Comunica por el Norte con la Vega de
Antioquia, por el Sur con Cali y Popayán y por el Oeste con el Chocó. Hice
pocas relaciones con los habitantes, a excepción de un francés, Gabriel de la
Roche Saint-Andre, cuya fe de bautismo tengo y quien era administrador del
estanco de tabaco; había servido con los guerrilleros realistas de Vendeé de
Francia y emigró, durante la revolución, siendo de los pocos que pasaron a
América; en Cartago se había casado con la hija de un señor Marisinluma,
orgulloso de la nobleza de su familia y tuve a la vista todos los títulos,
escudos, sellos, etc. La señora de la Roche, cuando la conocí, era todavía una
belleza, aun cuando ya era madre de 5 o 6 niños, pero carecía de la más
elemental educación. Yo dudo, inclusive, de que supiera leer y se pasaba la
vida confeccionando cigarros. El interior de la casa del señor de la Roche
puede dar una idea de la vida en América meridional: construida en adobe y
recubierta de teja, no tenía sino un piso, con una sala inmensa, sin cielo
raso, en donde no había sino una mesa, algunos sillones macizos, recubiertos de
cuero de Córdoba, un tinaja gigantesca colocada en corriente de aire, en donde
el agua por efecto de la evaporación, tenía constantemente una temperatura
inferior —en varios grados— a la de la atmósfera; dos alcobas en las
extremidades de la sala, cuyas puertas se abrían sobre el patio interior. La
señora y sus hijos andaban descalzos; no se usaban las medias sino para ir a la
iglesia, seguidos de un esclavo que llevaba un tapete para sentarse a la manera
oriental. Las señoras llevaban, todo el día, flores en sus magníficas
cabelleras. El marido comía solo en la mesa, servido por un niño. El resto de
la familia tomaba sus alimentos en la cocina, en el suelo, cerca del fogón. En cuanto a la
alimentación, era la misma que yo tenía en la selva: tasajo, bananos, tortillas
de maíz y chocolate y agua clara para beber, la cual se obtenía en el río de La
Vieja que baja de los nevados del Tolima.
Cartago se halla sobre la
orilla derecha del Cauca y un poco por encima de su nivel, cuya altura es 978
metros, la temperatura es de 24,5°. En distintas oportunidades he permanecido
bastante tiempo en esta ciudad que cuenta con algunos millares de habitantes,
hacendados y comerciantes; los esclavos eran muy numerosos. Allí la vida es
fácil y ociosa para los blancos. Conocí
poca gente, la mayoría en los vecindarios de la casa donde vivía. Las mujeres
graciosas más que bonitas, agradables con sus cabellos entremezclados de
flores. Este adorno puede tener inconvenientes; yo tenía muy buena amistad con
una muchacha joven, fresca, gordita, con hoyuelos al sonreír y bellos ojos
negros y que tenía la increíble facultad de ver, sin anteojos, el primer
satélite de Júpiter. Un día iba yo a cenar a una hacienda a algunas leguas de
Cartago y le di un abrazo a mi bonita amiga, como era costumbre y luego monté a
caballo. Por la tarde, al regreso, le di otro abrazo, cuando de pronto se
enojaron todos conmigo y se alejaron como si yo fuese un leproso, haciendo unas
expresivas muecas, como las saben hacer las mujeres de las tierras calientes.
Pregunté la razón de esta acogida tan singular y la respuesta fue la siguiente:
—“¿Usted abrazó a Gabrielita?” — “¿Y cómo lo sabe?” — “Lo sabemos, porque usted
huele a las flores que ella usa en sus cabellos”. Me fue imposible negarlo.
Luego vino una curiosa recomendación: —“Después de comida no le daremos café”. —‘‘¿Por
qué?” —“Porque no”. Debo callar la razón, pues parece que el efecto atribuido
al café está generalmente admitido por las señoras de la América meridional. Las señoritas del Valle del
Cauca son excelentes bailarinas, como lo son las damas españolas. Hay que
verlas, dentro de un vestido liviano, con su talle esbelto sin que esté
aprisionado por un corsé, bailando un bolero, un fandango, un molé-molé, sin
otra música que la de un negro que agita su alfandoque, un tubo de bambú que
contiene piedritas, improvisando al mismo tiempo canciones, algunas veces
eróticas o historietas escandalosas; para refrescarse, ron, del que rara vez se
abusa. No es fácil describir la animación de las bailarinas, ni la
vivacidad de las jóvenes en estas reuniones nocturnas: es algo así como una
embriaguez. Si se exceptúa la compañía siempre agradable de las mujeres, la
ciudad no ofrecía ningún otro recurso.
Yo me ocupé en las
observaciones meteorológicas; el estudio geológico de los Viajeros en la
Independencia terrenos habría tenido muy poco interés si no me hubiesen llamado
la atención algunos raros depósitos silíceos. El suelo del Valle del Cauca
entre Cartago y Anserma Nuevo, es un relleno depositado en el fondo de un lago.
Llaman la atención sobre toda la llanura, montículos aislados formados de
estratos de arena y de arcilla arenosa con la superficie recubierta por 30
centímetros de una sustancia blanca, la “tierra blanca”, utilizada para
blanquear las casas cuando se ha disuelto en agua, previamente hecha pegajosa
por medio de la savia de algunas plantas, casi siempre el cacto. Esta tierra,
muy liviana y quebradiza es un sílice impalpable, casi puro, parecido al que
depositan las aguas calientes del Quindío y no es improbable que también tengan
un origen termal; la extensión superficial de este yacimiento de sílice es
considerable y su espesor es muy pequeño. Yo utilizaba como combustible en las lámparas de mi
laboratorio portátil un aceite extraído del fruto de una palmera “palma real”,
obtenido por medio de la ebullición. Este aceite tiene un sabor agradable, se
usa para freír y podría conseguirse en cantidades considerables; es el aceite
cosmético que las bellas caucanas ponen en su pelo.
Entre los personajes
originales que conocí en Cartago, citaré dos: el uno era un joven sacerdote,
quien en su infancia había caído desde lo alto del campanario de Anserma Nuevo
y se había desplazado la mandíbula en tal forma que la boca se encontraba en el
sitio de la oreja, de manera que cuando comulgaba parecía que se ponía la
hostia detrás de la cabeza. El otro era un fiscal acusador público quien había
perdido la razón a consecuencia de un hecho trágico: gracias a su requisitoria
un asesino había sido condenado a muerte y cuando el hombre iba a ser
ejecutado, una columna española entró en la provincia; el condenado era un
realista exaltado que esperaba ser puesto en libertad por el comandante
ibérico, contando como único motivo que la sentencia había sido proferida por
un tribunal republicano; el acusador público estaba persuadido de que sería
acusado ante los españoles y por ende perseguido y condenado y estaba tan
convencido de ello que llegó a la cárcel y mató al prisionero de un lanzazo así
que el juez se convirtió en verdugo. La impresión que tuvo fue tremenda y
perdió la razón sin poderla recobrar jamás; ¡el pobre hombre era un alucinado!
Cada vez que me encontraba preguntaba si no había cumplido con su deber matando
al asesino juzgado por el tribunal. Naturalmente yo siempre aprobaba su
resolución para tranquilizarlo, pero era en vano; el miserable a quien había
matado se convirtió en un espectro que lo persiguió por todas partes.
Anotaré dos incidentes que me
sucedieron durante mi permanencia en Cartago: estaba en casa del señor de la
Roche, mi compatriota, cuando el señor Durán, su vecino, llegó todo asustado
con una taza de chocolate en la mano, dentro de la cual había una cuchara de
plata ennegrecida; su cocinera, una negra esclava, acababa de servirle el
chocolate, cuando notó la alteración que había sufrido el metal y no fue
difícil reconocer que el brebaje contenía sublimado corrosivo: habían tenido la
intención de envenenarlo. El señor Durán hizo aplicar 25 fuetazos sobre las
grandes nalgas de la negra y todo terminó. Estoy convencido de que los casos de
envenenamiento son muy frecuentes en América meridional, especialmente en las
localidades aisladas donde el criminal está seguro de la impunidad. El otro
incidente tuvo un carácter político: era en 1830 y acabábamos de enterarnos de la muerte del
Libertador, la cual me causó grande pena. El partido demagógico se
alegró de este triste suceso y sus miembros no tuvieron vergüenza de ofrecer un baile,
actitud que me hirió, lo mismo que a uno de mis camaradas, además de que
tuvieron la frescura de invitarnos. Por la tarde nos pusimos
nuestros uniformes con una banda negra en el brazo para ir a la invitación; una
vez dentro de la sala y habiendo dado francamente nuestra opinión sobre la
inconveniencia de esta fiesta en un día de duelo público, desenfundamos
nuestras espadas y apagamos las velas. Las mujeres se pusieron a llorar y los
caballeros a gruñir, pero en un instante la sala quedó evacuada. ¡Acabábamos de
cometer una imprudencia que podía habernos costado la vida, pero no hay nada
como la audacia! Dejé a
Cartago para ir al distrito de la Vega de Supía por la selva que bordea la
orilla izquierda del Cauca; éste es un trayecto difícil puesto que hay que
atravesar torrentes impetuosos y barrizales y además es el camino de las recuas
de mulas que van de la Provincia de Popayán a la de Antioquia. Río
Sucio, a donde se llega saliendo de la selva, estaría en línea recta a 12 o 13
leguas al norte de Cartago. Sin embargo, son tales las dificultades que
presenta el camino, que en mula se gastan de 5 a 8 jornadas. El punto más
elevado de la ruta es el alto del Aguacatal, cerca de Río Sucio de Engurumí.
Los numerosos cursos de agua que se encuentran bajan de la Cordillera
Occidental. Se pasa a poca distancia de su desembocadura en el Cauca y si el
camino no está más cerca a este río es con el objeto de evitar los guaduales,
los barrizales y también para encontrar vados que los cargamentos puedan pasar
sin demasiado peligro. La impetuosidad de los torrentes es tal que arrastra a
una mula cuando el agua le llega a la cincha; el animal da una vuelta sobre sí
mismo y no siempre puede ser salvado. Algunas veces sucede que el viajero debe
demorar varios días debido a las
crecientes del Cañaveral, del Apía, del Sopinga y del Opirama. Las rocas
que se pueden observar son aquellas de las que ya hablé en la Cordillera
Central y la Vega: esquistos, sienitas y grünstein porfídico. Las observaciones
geológicas, por consiguiente, no presentan sino un mínimo interés; nada tan
monótono como el recorrido de esta gran selva que cubre los contrafuertes de la
Cordillera Occidental; el viajero se encuentra en la soledad, luchando contra
los torrentes y los
pantanos, cerca de Anserma Viejo y del Quindío. Anserma Viejo “el dueño de la
sal” fue en otro tiempo una localidad importante. Los caciques hacían
explotar sus aguas saladas que salían de las rocas porfídicas; de allí también
se extraía oro de la Mina Rica, cuyo rastro se perdió; allí me alojé en casa de
un alcalde indígena, quien me dio lo que vanamente había buscado hasta allí, es
decir, la fecha de la famosa lluvia de cenizas que venían del Este y que cayó
también en Cartago y en el Chocó: 14 de marzo de 1805, entre la 1 y las 3 de la
tarde, cuando el cielo, de una gran pureza se oscureció de pronto. En Anserma
se esperaba una lluvia muy fuerte, pero lo que cayó fue una ceniza negra de
olor sulfuroso, lanzada por un volcán del páramo del Ruiz que cubrió toda la
región. Dos años después, en 1807, se transfirió la Anserma fundada durante la
Conquista, al sitio en donde se encuentra hoy día con el nombre de Anserma
Nuevo. Los indios de raza pura permanecieron en la antigua localidad; Quinchía,
cerca de Río Sucio, estaba habitado por tribus antropófagas, de acuerdo con la
tradición.
En la travesía de la selva me
sucedieron algunos incidentes: yo había salido de Cartago con una recua de
mulas que portaban equipajes, víveres, etc. Después de un desayuno en el río
Apía, se estableció el campamento cerca de la quebrada de las Coles, en un
claro que ofrecía muy buen pastaje a las bestias. El cielo estaba magnífico, el
aire tranquilo y me sorprendió oír llover abundantemente en la selva; podría
decir que veía caer la lluvia: veía escurrir el agua, a la luz de la luna,
desde la superficie de las hojas; era un fenómeno curioso que he observado
varias veces al acampar en las selvas de las regiones cálidas. Es el efecto del
enfriamiento ocasionado por la radiación nocturna, un rocío de abundancia
excepcional. En la selva llovía fuertemente y a unos pocos metros de allí,
donde acampábamos en el Contadero de las Coles, no caía ni una gota de agua. He
sido testigo de una fuerte aparición de rocío inclusive fuera de la selva: era
en el litoral del océano Pacífico, en una zona donde no llueve jamás. Un poco
antes de la salida del sol el rocío caía y se podía recoger en suficiente
cantidad, de las hojas de un plátano; los habitantes de la región creían que la
planta extraía el agua del suelo, pero ésta es una condensación de vapor de la
atmósfera por medio de las hojas que se enfrían y que además tiene el papel
importante de contribuir a formar los ríos. A una cierta altitud en las
montañas, gracias al agua condensada y por su extensión, los pantanos que se
hallan en la base de los páramos del Quindío y de Herveo, son realmente las
fuentes de estos torrentes. Las regiones boscosas al tiempo que llevan a la
tierra la humedad que las hojas sustraen al aire, atenúan también la evaporación
con su sombra. Así dan nacimiento y conservan el agua de los meteoros que han
caído al suelo. Tuve necesidad de ir de Cartago a la Vega de Supía en tiempo
lluvioso y fue necesario superar varios obstáculos, además de tener encuentros
bastante inesperados. Desde mi salida de Anserma Nuevo no había dejado de
llover y al entrar en lo más espeso de la selva, las mulas avanzaban con
dificultad: tomé la delantera acompañado de mi asistente; al llegar al río
Cañaveral apresuré la marcha con la esperanza de arribar al río Apia antes de
una creciente; caminaba lentamente en los barrizales de Villalobos bajo una
especie de techo de guaduas gigantescas, cuando vi a un hombre acurrucado
cocinando alimentos; se enderezó y se dirigió a mí, manteniendo en la mano un
largo cuchillo; yo desenfundé la “aguja” y colocándome en posición le ordené
detenerse si no quería que le tumbara el brazo; bajó entonces su arma y
permaneció inmóvil: era un anciano de barba blanca, un europeo o un mestizo; me
contó que venía de Cartagena hacia Popayán, le di una moneda y un cigarro y le
advertí que tuviera cuidado con mi asistente; el infeliz volvió a su marmita;
se sospechó que fuera un galeote, evadido de prisión.
En Marmato monté un
laboratorio para las pruebas de oro y de plata, provisto de todos los
utensilios necesarios y una fundición para convertir el oro en polvo y en
lingotes. Una de mis 75 Viajeros en la Independencia principales ocupaciones
fue la de asegurar el agua necesaria para el servicio; el riachuelo de que disponíamos
no era muy abundante; afortunadamente contábamos con una caída de cerca de
1.000 metros, diferencia de nivel entre el río Cauca y la acequia del Agua del
Obispo, lo que me permitió superponer las norias y los lavaderos. Me ocupé en
hacer limpiar el lecho del río Obispo, cerca del filo de la montaña y procedí a
efectuar captaciones importantes. Durante estos trabajos sobrevino un derrumbe
de tierra mueble que nos enterró hasta las rodillas; esto no presentaba peligro
inminente, pero Davy, un buen galés constructor de molinos, sufrió un susto tal
que le produjo un “volvulos” (obstrucción de los intestinos). El doctor Jervis,
a quien llamé inmediatamente, juzgó desesperado el estado si el enfermo no
consentía en dejarse operar. El pobre hombre se rehusó y el mal hizo rápidos
progresos: expiró llamando a su mujer y a sus hijos que había dejado en su
país; fue una triste escena y me reprocharé siempre no haberlo hecho operar sin
su consentimiento. En mi situación yo podía actuar como lo considerara mejor; no
lo hice y procedí mal. Creo que ya he dicho cómo era el trabajo ejecutado por
los negros para extraer el oro de la pirita; un lavado y una trituración con
molino movido por rueda de canjillones, luego el mineral en un estado de
pulverización era arrojado en una especie de canal de madera que recibía un
débil chorrito de agua; el lavador devolvía la pirita hacia la cabeza del canal
hasta que la juzgaba suficientemente concentrada y enriquecida y entonces se
extraía el oro en polvo, lavando en pequeñas cantidades en un plato cónico de
madera llamado batea. ¿Cuál era la pérdida del oro en este proceso de una
lentitud desesperante? Es imposible saberlo; algunas de las tentativas que hice
para enterarme dieron resultados que no inspiraban ninguna confianza. Para
tomar de nuevo el asunto en las manos, esperé a que una trituradora estuviera
terminada y conduje entonces una larga y penosa serie de investigaciones hasta
que, independientemente de la trituradora, instalé un laboratorio bien
organizado, provisto de sus instrumentos de precisión, de manera que pudiera
llevar a cabo los ensayos de oro y plata con la misma exactitud con que lo
hacían en los laboratorios de las casas de moneda. Consignaré ahora los sucesos
acaecidos durante mi residencia en el distrito de la Vega de Supía y las
observaciones que pude hacer sobre la meteorología de esta región, una de las
más húmedas de América meridional. 76 Las tempestades son frecuentes y se
manifiestan sobre todo en las épocas cuando a mediodía, el Sol pasa casi al cenit,
es decir, cuando la declinación boreal es de 5° a 7°. Las descargas eléctricas
ocasionan graves accidentes; el ruido del trueno es formidable y prolongado,
efecto que se debe a los ecos de las montañas, como lo admiten los físicos.
Tuve la prueba a principios de septiembre, en el curso de una tempestad
espantosa que estalló a mediodía: el ruido del trueno persistía durante 10, 15
y 20 segundos. Al fin el tiempo aclaró y por la noche el cielo estaba lleno de
estrellas. Entonces hice disparar algunos tiros de fusil que produjeron un
ruido igual de prolongado al del trueno: se oyeron perfectamente las
explosiones de las armas en Río Sucio de Engurumí, situado muy por arriba de La
Vega; eran las 9 y el termómetro marcaba 16° y el higrómetro de cabello 84°. Cerca
de la Vega de Supía se señala un sitio conocido por la frecuencia de las caídas
de rayos: es Tumbabarreto, sobre el camino de la mina de Botafuego, cerca de
Quiebralomo. Aseguran que muchos habitantes habían perdido allí la vida y yo
tuve la triste ocasión de dar fe sobre esta opinión: al pasar por Tumbabarreto
me sorprendió una tempestad a mitad de camino; tronaba fuertemente y yo estaba
rodeado de rayos por todos lados; mi caballo ya no obedecía cuando vi caer a un
joven negro que me precedía a pocos pasos; me desmonté inmediatamente para
socorrerlo, pero todo fue inútil; había quedado fulminado. Al llegar un poco
más lejos a una casa, envié gente para recoger al infeliz y hacerlo enterrar.
En la Vega de Supía el rayo cayó una noche sobre mi residencia e incendió el
techo de paja; María, una esclava negra, murió en su cama; la pobre muchacha
iba a ser liberada al día siguiente y tenía en sus brazos a su hijo de 3 años,
quien se hallaba bien y profundamente dormido sobre el cadáver de su madre. En
El Rodeo, en el curso de una tempestad que estalló a las 5 de la tarde, el rayo
cayó a 200 pasos de mi habitación, sobre unos matorrales: yo me hallaba
precisamente en mi puerta, admirando el espectáculo; durante 10 minutos oí
claramente, entre trueno y trueno, un chasquido que recuerda el de las chispas
que salen de una poderosa máquina eléctrica. En el Valle del Cauca las
tempestades llegan a tener proporciones grandiosas y aterradoras, desde Popayán
hasta Antioquia, en donde los siniestros causados por el rayo son muy comunes.
La cantidad de personas que mueren a causa de las tempestades es verdaderamente
considerable si se tiene en cuenta la poca densidad de la población. En una
oportunidad me encontraba en Marmato y la lluvia no había dejado de caer desde
hacía 15 días; tronaba continuamente y el Cauca había crecido en tal forma, que
el ruido de sus aguas que arrastraban enormes bloques de piedra, no nos dejaba
dormir a pesar de que estábamos a más de 700 metros por encima de la hacienda
de Maraga. 77 Viajeros en la Independencia Las oscilaciones de la tierra son
tan frecuentes que puedo afirmar que de las montañas de California a las de
Chile, la tierra está en un estado de agitación incesante. Las trepidaciones
fuertes son las que se notan, porque son las únicas que se perciben claramente;
pero la aguja imantada, suspendida de hilos de seda no trenzados, evidencia los
movimientos de la tierra casi todos los días, como lo observé al ver las
variaciones magnéticas diurnas con una brújula de Gambey, instalada primero en
El Rodeo y luego en Marmato. Únicamente mencionaré dos temblores de tierra
notables por su duración y su intensidad: ya describí la terrible situación en
que me encontré cuando inspeccionaba los trabajos de las minas de oro de El
Salto, en donde tuve la buena suerte de lograr mantener el orden y de sacar a
la superficie a unos 100 mineros, aterrados, haciéndolos pasar, uno a uno por
una estrecha galería de 300 metros de largo donde habrían muerto todos si yo no
hubiera podido disipar el terror que les causaban los bramidos siniestros y los
ruidos subterráneos a los cuales se unían los clamores, los rezos y los cantos
fúnebres de una multitud enloquecida. Un temblor de tierra, en una mina, es
todavía más aterrador al considerar que uno está rodeado y envuelto por una
masa de rocas en movimiento; ¡el minero tiene ante sí la imagen de la tumba
donde quedará sepultado! Los dos temblores de tierra de que hablaré ahora
fueron observados por mí, en La Vega, en plena tranquilidad, ya que mi casa
estaba cubierta con pamiche y no corría ningún peligro. El primero tuvo lugar
el 10 de octubre de 1827 a las 4:25; la sacudida fue instantánea y sumamente
fuerte; el movimiento parecía venir del sureste al noroeste; el segundo se
presentó el 16 de noviembre del mismo año, a las 6 de la tarde. Yo me hallaba
escribiendo y mi casa se remeció; como el movimiento continuaba salí y vi a mis
sirvientes rezando y entonando el famoso cántico: “Santo Dios, Santo fuerte,
Santo inmortal, líbranos de todo mal...”. Regresé a la casa y comencé a contar
el tiempo en mi cronómetro; la tierra todavía tembló durante 3 minutos; no creo
exagerar diciendo que las oscilaciones horizontales de sureste a noroeste
duraron 6 minutos en total. Después supe que en Bogotá, a la misma hora, había
temblado, durante 8 minutos. Existen pocos ejemplos de temblores de tierra tan
prolongados y la circunstancia de haber podido seguir la aguja de un cronómetro
es suficiente para establecer, de la manera más precisa, que el fenómeno tuvo
una duración anormal. Mientras la tierra temblaba, tuve la oportunidad de
observar varios animales: dos cabras permanecieron tranquilamente echadas, dos
mulas y 78 un caballo siguieron pastando, un perro cuyo triste fin pronto
contaré, continuó durmiendo y un gato que aprovechó el desorden, robó de la
cocina un pedazo de carne destinado para la comida. Anoté estos detalles porque
siempre se ha pretendido que los animales se asustan durante los temblores de
tierra. Un jinete me aseguró que el caballo que montaba se había parado cuando
tembló; nada similar sucedió a mi alrededor el 16 de noviembre. Apenas había
llegado, un sirviente me pidió que saliera porque el cielo producía un ruido
que no era de trueno. Efectivamente oí detonaciones parecidas al ruido lejano
del cañón, pero secas. No se veía ningún resplandor; el intervalo de tiempo
entre dos detonaciones era muy regular: alrededor de 30 segundos, conté 10
detonaciones y la gente que estaba afuera, había oído 6 antes de que yo las
oyese; el cielo estaba despejado. El correo que llegó del Sur el 25 de
noviembre me informó que el temblor de tierra había sido muy fuerte en Cartago,
Buga y sobre todo en Popayán. De Cartago me escribieron que cada detonación
sonaba como un cañonazo de 24. Más al sur, la intensidad del sonido fue menor y
no hubo señales de erupción en el volcán de Pasto. La causa de estos ruidos en
el aire no ha sido explicada. Prometí contar la triste historia del perro que
dormía durante el temblor de tierra. Hela aquí: es el primer caso de rabia
canina que yo haya visto: Azor había acompañado una partida de mineros que
venía de Inglaterra y había remontado el Río Grande de la Magdalena y
atravesado la Cordillera Central por la ruta del páramo de Herveo; era un
magnífico danés amarillo, muy manso, que se había convertido en el amigo de
todo el mundo, pero vivía especialmente conmigo y tenía gran cariño por mi
caballo. Un día lo encontré acostado bajo un banco en mi casa de El Rodeo: lo
llamé y el animal de ordinario tan obediente, no se movió; quise entonces
echarlo afuera y se abalanzó furioso contra mí, mordiendo el palo de que me
había servido y lo hizo tan fuertemente que pude alzarlo y arrojarlo con todo y
palo; mi buen caballo se hallaba afuera, como de costumbre, esperando que le
permitiera entrar al comedor porque cuando yo estaba solo cenábamos juntos y él
se comía todo el postre. Azor se botó sobre la pobre bestia mordiéndola
cruelmente en el cuello, luego perro y caballo desaparecieron a toda velocidad;
por el camino el primero mordió a un niño negro y a varias vacas que pacían en
la pradera. Yo había dado orden de matar al perro, lo que hizo un minero
inglés. Visité al pobre negrito, quien murió de la rabia al cabo de algunos
días, lo mismo que varias vacas; 79 Viajeros en la Independencia a mi excelente
caballo no lo volví a ver y solamente a los 2 meses se encontraron sus restos,
que pudimos identificar por ser el único caballo herrado en la región y las
herraduras estaban entre sus huesos. De este suceso se concluye que la rabia se
había desarrollado probablemente en forma espontánea en el perro, único que
existía en los alrededores; digo probablemente porque el animal podía haber
sido mordido en Europa o durante el viaje y se sabe con qué lentitud, algunas
veces, el virus rábico se insinúa en el organismo. La rabia se manifestó en el
caballo, en el negrito y en las vacas inmediatamente después de la mordedura.
Se afirmaba que antes de desaparecer, el caballo había mordido a varias vacas;
si el hecho hubiera sido bien observado, lo que dudo, resultaría que la rabia
se comunica del caballo a la especie bovina […] Los trabajadores bajo mis
órdenes eran negros esclavos, negros libres, mulatos y mestizos, lo cual, en mi
aislamiento, me daba un gran sentido de seguridad: gentes sobrias, sumisas y
leales que mantenían a respetuosa distancia los 150 obreros europeos, hombres
turbulentos, aficionados al licor en su mayoría. Con ellos tuve dos asuntos
desagradables: en una oportunidad los ríos crecidos en la cordillera de Herveo
impidieron que llegasen a tiempo los correos que traían los fondos enviados
desde Bogotá, para el pago de los obreros. Los mineros y los obreros ingleses
se declararon en huelga y me enviaron una delegación para reclamar su dinero;
en ese momento me encontraba en El Rodeo y los vi subir la pendiente que los
llevaba a mi casa; los recibí en ropa de casa y les pedí que se detuvieran y
botaran los palos en los que se apoyaban, lo cual obedecieron. Expliqué
entonces a su portavoz, una mala persona, la causa de la demora en el pago y se
retiraron murmurando que no volverían al trabajo hasta que se les pagara. Los
fondos llegaron dos días después del reclamo y en el momento del pago se les
retuvo lo correspondiente al tiempo durante el cual se habían ausentado de sus
trabajos […] Terminaré lo que concierne a mi administración del distrito de la
Vega de Supía, dando cuenta de una misión que me fue encargada para enganchar
indios del Chocó para trabajar en las minas. Por esta misión comenzaron mis
relaciones con los indios Chamí. Después de haberme puesto de acuerdo con el
cacique y el cura de la misión, me enviaron tres delegados chami, quienes
durante dos días se instalaron en Marmato, cerca de los molinos; permanecían
sentados en el suelo, mirando con la apatía particular de la raza cobriza todas
las operaciones que llevaban a cabo nuestros obreros. En la mañana del tercer
día, los indios me encontraron 80 y uno de ellos me dijo: “no queremos
trabajar, nos vamos”. Me pareció que era gente sensata al preferir su
existencia de grandes señores que gastaban su tiempo en caza y pesca; los
despaché con una buena ración de sal, el mejor regalo que se les pudiera
ofrecer. Jamás se ha logrado que un indio trabaje en las minas, a menos que sea
por medio de la violencia, como lo hicieron los conquistadores. En diciembre de
1830 dejé la Vega de Supía para no regresar a pesar de la insistencia del
gobierno y de las ventajas pecuniarias que me fueron ofrecidas. Cuento aquí un
incidente: cuando se decidió mi salida una vieja negra de nombre Juana me contó
que quería comprar su libertad; era la esclava de una congregación y pasaba su
vida sentada en una silla; la mantenían bien sin pedirle el menor trabajo; me
pidió que la evaluara de acuerdo con la ley de manumisión que permitía
recomprarse a todo esclavo; la evalué en 5 piastras, pero le aconsejé
permanecer en donde estaba, pues era libre de hecho, pero la vieja no quiso
aceptar. Después de haber puesto el grito en el cielo sobre el poco valor que
le atribuía, me dijo que una vez que yo me hubiese ido, no quería quedarse con
los ingleses heréticos. Le entregué su carta de libertad.
Por: Alvaro Hernando Camargo Bonilla.
Fuente: VIAJE POR LA REPUBLICA DE COLOMBIA EN 1823 BIBLIOTECA POPULAR DE CULTURA COLOMBIANA BOGOTA. Publicaciones del Ministerio de Educación de Colombia