ISAAC F. HOLTON, M. A., PROFESOR DE QUIMICA y DE HISTORIA NATURAL EN MIDDLEBURY COLLEGE NEW YORK: HARPER AND BROTHERS. 1857 PUBLICACIONES DEL BANCO DE LA REPÚBLlCA ARCHIVO DE LA ECONOMIA NACIONAL Traducción: ANGELA DE LOPEZ
CAPITULO XXV
CRUZANDO LAS MONTAÑAS DEL QUINDIO
El grupo de viajeros - Salida temprano - Comida tarde - Mina de ácido sulfúrico - Fuentes termales - El presidio - Un accidente - Noche fría - Yo amo a mi vecina y ella ama el suyo - Cuento contado dos veces - Boquía - Balsa - Ranchos - Cartago - Baile - Prisionero libre - Teatro al aire libre.
Como por obra de magia estoy en Ibagué otra vez. ¿ Soñé los episodios del capítulo anterior? ¿ Es cierto que había un fantasma? Sin duda y ahora estoy en mi hamaca en una amplia sala de Ibagué. Dos señores están acostados en el suelo y dos en sendas mesas. Me despierta el llanto de un bebé y la voz de una mujer desde el otro cuarto que grita: j Antonia! ¡ Antonia! Esta es una muchacha negra que duerme al pie de la puerta de la pieza de su ama y que a juzgar por lo profundo del sueño está muerta o duerme preparándose para una dura jornada. Efectivamente, vamos a salir hoy por la mañana para el Quindío. Ayer domingo, día de mercado, hicimos todas nuestras compras y las de los peones, así que podemos partir muy temprano, lo cual significa levantarse al amanecer o antes, y salir a las diez. Pero la verdad es que no logramos ponernos en camino sino a las once.
El grupo está compuesto por cinco señores, dos damas, tres niños, cuatro sirvientas, once peones, veinticinco bestias entre caballos, mulas y un perro. La caravana es larga, las señoras van en monturas de mujer, las muchachas del servicio a horcajadas, dos niñitos en silla, el bebé en una caja de pino, los peones llevan dos sillas para las señoras, sigue un carguero con una caj a a la espalda, dos caballos de cabestro y un número indeterminado de mulas de carga.
Los señores, claro está, van a caballo, excepto yo, que resolví hacer el viaj e a pie. En fila india bajamos hasta las márgenes del Combeima, el cual cruzamos por un puente antiguo y sólido, en un sitio que queda al puro pie de las montañas del Quindío, la cordillera central de los Andes.
Quindío no es propiamente el nombre de la cordillera sino el de este paso
particular. Aquí no se le da nombre a las montañas; yo llamo cordillera de
Bogotá a la oriental, a esta la del Quindío y a la occidental la de Caldas;
pero a esta última no la conoce nadie por este nombre sino yo. Es curioso que
Humboldt siempre escribiera Quindiu, cuando no conozco a ningún granadino que
lo escriba así. En este punto debo consignar unas anotaciones que quiza debí
haber hecho antes. Hasta donde sé las montañas que me rodean son únicas, ya que
la base se encuentra en una llanura amplia de suelo no aluvial, situada mucho
más arriba del río. La llanura inclinada está separada del valle completamente
plano y aluvial del río por una cadena de cerros escarpados pero no muy
altos" los cuales imagino que son de arenisca. Pero lo más curioso es la
estructura de las mismas montañas del Quindío. El lector podría pensar que
estando yo al pie del Combeima, en la base del Tolima vería los picos de las
montañas elevarse hasta el cielo y enormes precipicios por los que tendría que
subir hasta la cima. Pero no es así, no se ve ni una partícula de roca. En
todos mis viaj es por esta cordillera no he visto más de dos veces, si acaso,
suelos rocosos. N o obstante que las vertientes son tan escarpadas que una
caída puede ser fatal y que algunas montañas son altísimas, con laderas casi
perpendiculares, por ninguna parte se ven rocas. Racionalmente me explico el
fenómeno por la total desintegración de l~ roca que quizá debiera llamar
granito, ya que cuando el camino corta la superficie del terreno no se ven ni
trazas de estratificación.
Por lo general, en la comitiva iban primero los cargueros, después las
sirvientas, luego los señores seguidos por las damas y por último el equipaje.
A menudo yo me les adelantaba a todos y no tomaba otra precaución que la de no
dejar atrás al equipaje por la noche, pero en el día casi siempre iba adelante.
La mayoría del camino en el extremo oriental está recién construido pero sigue
la misma ruta de hace doscientos años. Estaba reparándolo un grupo de
presidiarios y como no había otro sendero ni una casa fuera del camino, no
podía extraviarme. Encima del vestido delgado de viaj e me puse una ruana, no
tanto por comodidad como para aparecer más vestido. Cuando me sentía demasiado
solo o quería preguntar algo o hallaba algo curioso, esperaba hasta que me
alcanzara uno de los compañeros. Dicen que esa jornada es de ochenta y siete
millas, pero hay gran diferencia si se consideran las cuestas de las montañas o
únicamente las bases. Sería mucho más exacto calcular las jornadas contando las
subidas y las bajadas, ya que la distancia horizontal no significa gran cosa.
Durante varias horas subimos continuamente y pasamos por Palmilla, que no es ni
siquiera una aldea sino un lugar donde hay una o dos casas. Después desaparecen
los cultivos, hay un enorme descenso y al anochecer negamos a un sitio rodeado
de montañas. Habíamos tenido la intención de dormir en El Moral, pero no
pudimos porque salimos demasiado tarde. Un poco antes de anochecer llegamos a
Las Tapias, donde hay una casa con cocina y que indudablemente debe tener moradores,
pero en la confusión producida por la llegada de los peones y sirvientas no los
pude identificar. El equipaje venía atrás y para sentarnos afuera de la choza a
esperarlo solo había dos esteras que venían en uno de los caballos que traían
de cabestro. Ya habíamos perdido la esperanza de que llegara el equipaje cuando
lo vimos aparecer y las sirvientas se pusieron inmediatamente a preparar la
cena. Los arrieros levantaron una tienda sobre un montón enorme de baúles y caj
as. Estas tiendas las arman generalmente en la mitad del camino, o mejor dicho,
el camino pasa por la mitad de la tienda y los peones consiguen los palos para
armarla en el mismo sitio donde se acampa. La carpa pertenecía al jefe natural
de la comitiva, a quien yo me dirigía siempre como señor, y que es el marido de
una de las señoras; la otra, su cuñada, es soltera.
A las 10 extendieron una estera en la casa, encima pusieron el mantel,
y la cena, aunque mal preparada e incómoda, al condimentarla con amabilidad,
buen humor y apetito, terminó siendo un verdadero banquete. Mi única queja la
habrían podido remediar las sirvientas si hubieran querido. Además de pagar mi
escote para el mercado, llevaba una provisión extra de chocolate, pero las
guarichas me hacían esperar siempre hasta el final de la comida para traer el
chocolate, y lo servían tan diluido que terminaba bebiendo más líquido, y
quedaba menos nutrido, pero encontré que todo reclamo en este sentido era
inútil.
Al terminar la cena aparecieron los peones con un inmenso almofrez del
que sacaron una cama, tan grande como una cama doble, además de colchón,
hamacas, cobijas, camisas de dormir, ropa e infinidad de artículos. Guindaron
tres hamacas y un señor colocó su cama debajo, en ángulo recto, de manera que
si se reventara una de las cuerdas, la hamaca le caería encima. Al colchón lo
pusieron en una banca de madera y la cama en el sitio donde habíamos comido.
Nos levantamos a las cuatro, embutimos todas las cosas en el caballo de Troya y
aun después ae haberle añadido mi hamaca y cobijas quedó espacio para más. La
diligencia de las cuatro muchachas nos permitió desayunar alrededor de las
siete y después de mucha demora salimos antes que el equipaje. Bajamos hasta un
arroyo tributario del Coello, el cual creo que se divisaba a la izquierda.
Después subimos hasta El Moral, donde hay una sola casa, pero que es un lugar
que aparece en los mapas. Desde allí emprendimos un ascenso ininterrumpido
durante varias horas. Yo dejé atrás a los compañeros, pasé por Buenavista y un
sitio interesante llamado Azufral, pero desgraciadamente no supe de él sino
cuando iba lejos. Es un lugar de donde extraen azufre. La altura es de 6.470
pies y se calcula la temperatura en 61° F., en tanto que en las excavaciones,
según Humboldt, el termómetro sube a 1180 F. Nadie puede respirar allí porque
el 95% del aire es ácido carbónico y el 2% ácido hidrosulfúrico. Claro está que
esas galerías no pueden ser profundas.
Este sitio se halla en la base del Tolima y cerca, en el punto más alto
del camino, hay un contadero llamado Agua Caliente por existir en los
alrededores una fuente de aguas termales que no he podido encontrar, aunque me
dicen que está cerca al camino. Si ese día hubiera sabido de la existencia de
la fuente y del Azufral, posiblemente habría tenido tiempo de buscarlos porque
iba muy adelante del resto de los compañeros de viaje. Mientras esperaba a los
otros me entretuve cortando una pequeña palma que tenía entre diez y veinte
pies de altura y casi tres pulgadas de diámetro. Y ahora escribiendo mis
recuerdos tiemblo al pensar en el peligro que estuve. Esa clase de palma es muy
abundante en la región y quería examinar la fruta. A una altura conveniente
corté el tronco golpeándolo transversalmente y hacia abajo, hasta que la punta
afilada se deslizó de pronto del resto del tronco y con el peso de las frutas
se clavó en la tierra como si hubiera sido una pica, ¡ cerca a mis pies que no
tenían más protección que los alpargates! Si la posición del pie hubiera sido
un poco distinta habría quedado clavado al piso. A estas alturas me sorprendió
la lluvia pero preferí mojarme a devolverme a buscar el encauchado que venía
atrás con el equipaje, así que seguí caminando. Luego empecé a bajar por un
sendero húmedo y pedregoso y la formación del suelo parecía ser diferente a la
del resto del camino, pero no encontré muchos indicios de que se tratara de
traquita. El descenso fue escarpado y continuo. Por la mañana había tomado un
desayuno muy liviano y la cena de la noche anterior no había dej ado ninguna
clase de reservas, así que mi estómago clamaba en vano por algún alimento,
porque después de El Moral solo pasé una casa, Buenavista, y era inútil esperar
encontrar algo antes de El Toche, el cual se ve al fondo del valle y es donde
está actualmente el presidio.
Nunca, en un camino transitado, había visto tal soledad, si es que
puede hablarse de soledad cuando se escucha el canto de las aves, entre otras
de pavos y de un bello tucán verde brillante. El canto de una de las especies
de este páj aro parece decir "Dios te ve". En el camino recogí la
piel que había desechado una serpiente. De pronto me alegré viendo humo que
ascendía graciosamente al cielo y me apuré a bajar por laderas escarpadas y
resbaladizas hasta llegar a orillas del Coello, donde encontré una fogata pero
ni una casa ni un alma. Seguí río arriba, por la margen izquierda, hasta un
sitio donde un derrumbe había arrastrado el camino hasta el mismo río. La
solución al derrumbe me pareció nueva, bella y original. Un yanqui habría construido un muro de contención para confinar el río a su cauce y con la
tierra de la loma rellenado el derrumbe, cosa que hubiera sido fácil porque a
diferencia de lo que sucede en otras partes, allí el río está lleno de roca de
todos los tamaños. Pero el ingeniero construyó más bien un camino en zig-zag
subiendo la loma, lo cual entre nosotros se hubiera considerado completamente
absurdo. El camino sube por un trecho equivalente a la mitad o a las dos
terceras partes de la montaña de West Hoboken, y después, sin pasar ni por un
metro de suelo plano, baja de nuevo al río. Está muy bien hecho, como si
atravesara un parque, pero desgraciadamente un invierno fuerte acabará con él.
j Este es el cambio más importante que se ha hecho en este tramo del camino en
dos siglos! Estaba empezando a subir la loma cuando me encontré con un
pordiosero. Este llevaba un cuchillo al cinto y para reforzar su solicitud de
que le diera una limosna me informó que era presidiario; pero aunque me hubiera
asegurado que había matado a su madre, no habría podido darle nada porque no
llevaba dinero conmigo. Al pie de la cuesta, a diez metros del camino y a tres
del río, hay un montículo con una fuente de aguas termales. Cualquier viajero
puede encontrarla fácilmente. Parece como si arrojara enormes cantidades de
agua, la cual, a primera vista, da la impresión de pasar por un canal
subterráneo. En realidad no creo que arroja más agua de la que cabría en una
taza de café, pero contiene muchísimo gas de ácido carbónico y sale con mucha
fuerza. La fuente tiene ocho pies de largo, tres y medio de ancho y seis pies
de profundidad. Me metí en la fuente y me pareció que la gravedad específica
del agua era mayor que la del agua de mar. Sin embargo, es posible que la
presión del gas que estaba debajo de mí me hubiera dado una impresión
equivocada. La temperatura era de 90° F., Y es evidente que el montículo está
conformado por el óxido de hierro que arroja la fuente, la cual lanza también
sales de cal, posiblemente carbonatos, que se pegan en las ramas de las
plantas. Todo el gas que sale parece ser ácido carbónico, pero también se nota
algo de azufre y el gas sale sin duda del extremo de la boca más cercana al río
y arrastra al bañista hacia el otro extremo.
A la derecha del camino, hacia el norte, a veinte o treinta
"rods" río arriba, hay una fuente más pequeña, de seis pulgadas de
diámetro y seis pies de profundidad, con muy poco escape de gas, y como tiene
menos contacto con el aire, la temperatura debe ser mayor, calculo que de unos
91° F. Dicen que la de Agua Caliente es aún más alta. Me faltaba todavía
caminar una milla río arriba por una llanura muy húmeda, que si no fuera por
los desagües sería un verdadero pantano. En las zanjas vi la primera y única conserva que he visto en la Nueva Granada y en el extremo de la llanura había
un campo cercado que todavía no parecía estar listo para la siembra. Después
crucé el Coello por un puente cubierto un poco más arriba de la desembocadura del
Tochecito. En la confluencia de los dos ríos hay una llanura seca, cubierta de
grandes rocas que hacen difícil cabalgar por ella, donde está Toche. Llegué a
Toche alrededor de las doce y lo primero que se me ocurrió fue compensar la
deficiencia del desayuno. Pedí pan, mantequilla, chocolate, fruta, guarapo y
huevos, pero solo me dieron los huevos y a ocho por diez centavos. Ordené
cuatro huevos duros y mientras se cocinaban, me consiguieron dos pedazos de pan
seco y tieso. Una tabla en un rincón servía de mesa, el mango de una cuchara,
de cuchara, y una silla boca abaj o de asiento. Cuando me sirvieron la comida
me aseguraron que los oficiales del ejército reemplazan el chocolate por agua
de panela, bebida esta que les gusta, que si quería me la hacían y yo decidí
probarla.
El resto del grupo empezó a llegar antes de las dos, pero las bestias
solo llegaron a las tres. Se decidió que no alcanzábamos a ir hasta Gallego,
entonces comimos temprano y tuve oportunidad de observar el lugar donde íbamos
a pasar la noche. Antes de que se instalara el presidio, Toche consistía en una
sola casa. Los presos la aumentaron, construyeron otras dos y levantaron una
docena de ranchos, donde viven los hombres bajo libertad condicional. Estos
últimos son los llamados francos, que a diferencia de los guardados, no están
vigilados permanentemente. El franco con quien me encontré hoy llevaba un
mensaje a Ibagué. A los francos no les conviene huir, pero sin embargo muchos
escapan.
Por la noche los presidiarios bajan por el camino en zig-zag que
nosotros tendremos que subir mañana. Los hicieron formar en fila, pasaron lista
y les dieron sus raciones, que consisten en carne o maíz o arroz y sal y una
cantidad enorme de panela, un cuarto de libra diaria. La mayoría de los
prisioneros están en libertad condicional y duermen en los ranchos; al resto
los encierran bajo vigilancia en una de las casas. Hay aproximadamente
veinticinco soldados y uno de ellos acompañó hasta donde nosotros a uno de los
prisioneros que quería pedirnos limosna. El preso tenía el mérito adicional de
llevar una cadena de la cintura al tobillo y que lo marcaba como uno de los
peores personajes del presidio. Pero ni siquiera este detalle nos conmovió y
lo dejamos a merced del presidente, quien aparentemente solo perdona a
aquellos prisioneros que arriesgan la vida sirviendo en los hospitales de
cólera en el Istmo.
Aquí, por lo general, se trata bien a los prisioneros y para un hombre
pobre es peor esperar su juicio durante una semana en las cárceles de Ibagué o
de Bogotá que pasar un mes en este presidio, y para cualquiera es mejor una
semana aquí que una sola noche en los cepos de Pandi. En Toche fuimos huéspedes
del alcaide quien conocía personalmente a todos los señores de la comitiva,
excepto a mí, y nos cedió su apartamento mientras él se fue a dormir a otro
lugar.
Al hacer los arreglos para la noche fui testigo de esa falta de
consideración por el bienestar de los demás que a veces hasta los amigos
muestran en los viajes. El ejemplo no tuvo mayor importancia, pero lo menciono
porque en realidad fue inusitado en ese viaje: el más joven de los abogados
escogió, sin tener en cuenta a los demás, el sitio para dormir. En cuanto a mí,
descansé admirablemente en la hamaca que guindé en el cuarto del médico.
Desde Toche contemplé lleno de asombro el camino que debíamos seguir.
Parecía más bien una fortificación. Los zig-zag eran tan escarpados que un
soldado armado a duras penas podría subir, y llegaban hasta riscos que
prácticamente se elevaban sobre nuestras cabezas. Las vueltas y revueltas
parecen talladas en piedra o construidas en ladrillo y lo menos que parece es
un camino, pues lo que busca son los picos más altos y no pasar las montañas,
cual es el objeto que debería tener. Sin embargo, es un camino y el que
nosotros debemos seguir.
Ilustración Inscripción en piedras cerca a Toche.
Camino arriba, en tres o cuatro millas, había subido más que
por cualquier otro espacio similar transitado en mi vida, y en la cima apenas
pude creer mis ojos al leer en dos piedras planas las inscripciones que
muestran que este camino tiene más de doscientos años. El señor Rafael Pombo
amablemente las copió e hizo el dibujo que anexo. La primera dice: "Por
aquí paszó (sic) Francisco de Peñaranda, a 24 de agosto, 1641". La otra
piedra está quebrada y no se puede leer el apellido; así que no podemos estar
seguros de cuál miembro de la vieja y noble familia de los Peñaranda pasó por
allí ese día.
Lo malo es que toda esta tremenda subida es innecesaria; la
ruta sigue siempre el curso del Tochecito, pero por la montaña, quizá debido a
la aversión española e indígena a construir caminos en las laderas. Sin
embargo, todo quingo en realidad está construido en laderas, porque a un lado
del camino hay barranco y al otro precipicio.
Me había detenido a ver trabaj ar a unos presidiarios y a
conversar con el jefe de la guardia, cuando observé un espectáculo nuevo para
mí: por primera vez vi a un ser humano como bestia de carga llevando a otro a
su espalda. Habíamos llegado al sitio donde estaban trabajando los presidiarios
y de allí en adelante había trechos muy malos por donde deberían pasar las dos
señoras. El dibujo muestra la escena del día siguiente, durante el primer gran
descenso al Valle del Cauca, pero sirve para ilustrar lo que voy a describir.
El sillero no es hombre de contextura muy atlética. Desnudo
de la cintura para arriba, lleva bien arremangados los pantalones, en especial
cuando hay mucho barro. Todo su equipo consiste en una rústica silla de guadua,
con un pedazo de tela blanca de algodón para proteger al viaj ero hasta donde
se pueda del sol y de la lluvia. La silla se amarra al cuerpo del sillero por
medio de dos correas que le cruzan el pecho y otra que le pasa por la frente.
El pasajero tiene que permanecer completamente quieto, porque si el sillero se
resbala o tropieza, cualquier movimiento del pasajero 10 hará caer inevitablemente.
Por tanto es mucho mejor y más seguro viajar dormido. La primera vez que vi los
silleros iban por un camino tan terriblemente escarpado, que estoy seguro que
una señora norteamericana yendo por él, se desmontaría y seguiría a pie por
consideración al caballo. Y aquí algunas veces se demuestran sentimientos semejantes. Una señora me contó que la primera vez que se vio obligada a utilizar
ese sistema de transporte, se negó en un principio, pero no teniendo otra
alternativa dadas sus condiciones físicas, tuvo que acceder llorando
amargamente. El coronel Hamilton, embajador británico, llegó a Ibagué
descalzo, con los pies sangrando y acompañado por dos silleros a quienes pagó
generosamente pero que nunca utilizó. Nuestras dos amigas tomaron las cosas con
mucha más naturalidad. La señora s,e durmió en seguida y la señorita se puso a
leer tranquilamente.
SILLEROS
Una bajada increíble, seguida por una subida moderada, nos
llevaron a Gallego, donde habíamos pensado llegar anoche, pero después de ver el
sitio, me alegré de no haber pernoctado allí. Es un tambo abierto, un simple
techo sobre cuatro palos sin un pedazo de muro ni protección lateral o
cualquier clase de comodidad para el viajero. Y el paisaje es lúgubre porque
no hay más vegetación que palmas de cera, Ceroxylon andicola. Los tallos altos
y delgados (que en Nova Genera de Humboldt aparecen demasiado bajos) se elevan
por todas partes. Los troncos cilíndricos tienen de doce a quince pulgadas de
diámetro, son tan derechos como el fuste de una columna, crecen a una altura de
aproximadamente cincuenta pies y están coronados por un penacho de hojas
enormes. El tronco, que como el de todas las palmas no tiene corteza, está
cubierto por una capa bastante gruesa de cera, o más bien de resina, según se
cree. Sería buen negocio recogerla y venderla, ya que gran parte de la cera que
se utiliza en las iglesias es importada y cuando se vende en forma de cirios es
carísima, casi a $ 3,00 la libra.
Nueve meses después de que estuvimos sentados aquí, comiendo
dulce y tomando agua, pasé otra vez pero en circunstancias muy diferentes y el
sitio estaba muy cambiado. Los presidiarios le habían levantado paredes al
tambo y habían construido dos chozas y un cobertizo. Todavía quedaba un hombre
en una de las chozas y esa noche cuando llegué caía una lluvia lenta y helada
que hacía el paisaje todavía más lúgubre. Venía herido y sangrante y con
dificultad logré apearme. La última comida la había hecho por la mañana del día
anterior y me había mantenido vivo con un poco de chocolate y pan, pero ni
siquiera eso me había servido de gran cosa, pues por la mañana había mordido
imprudentemente una baya que resultó tener un sabor tan desagradable que me
hizo vomitar lo poco que había comido una hora antes. Había creído que se
trataba de una pasiflora pero resultó ser una cucurbitácea.
Esa vez venía del occidente y antes de llegar al punto más
alto del Quindío empezó a lloviznar, por lo cual para que no se mojara la
montura me monté en el caballo. Las manos las tenía llenas de plantas que había
cogido y encima llevaba el encauchado que es todo un estorbo en una emergencia.
Iba en un caballo grande y torpe y por un camino escarpadísimo. Hacía un
momento que había escampado y estábamos en la última subida.
En diez minutos habríamos dejado atrás el valle del Cauca,
cuando se cayó el caballo. Salté para que éste se incorporara más fácilmente e
intenté caer en un montón de arbustos que había en el camino, pero me di cuenta
demasiado tarde que donde iba a caer era en los matorrales que crecían en un
despeñadero. Entonces me agarré de la montura en el preciso momento en que el
caballo se levantaba, lo jalé y por un instante vi al animal patas arriba y
encima de mÍ. N o me explico cómo no me aplastó. Sorprendido lo vi caer hasta
el pedazo de camino por donde acabábamos de pasar, es decir, rodó de un quingo
al otro.
Miré a ver qué había sucedido. La montura estaba entera, la
bolsa con naranjas y el paquete con las plantas sanas y salvas. Solamente se
habían dañado las últimas que había recogido y esas las boté. Pero en el
momento en que iba a subir otra vez al caballo me di cuenta que tenía herida la
pierna, y no me monté por miedo de desmayarme del dolor. Le entregué el caballo
y el encauchado al peón y caminé muerto del dolor media hora. El accidente
sucedió al medio día, y por la noche, en medio de la lluvia, llegué al tambo de
Gallego, donde el terreno plano es insuficiente para que quepan las dos chozas.
Pernocté en una que queda quince pies más alta que el tambo y a una distancia
de unos veinte pies. Los caminos estaban cubiertos de barro y era casi
imposible caminar sin resbalarse
Afortunadamente el hombre que vivía en esas soledades había
matado un oso negro y nos vendió carne, y como los sirvientes no tenían con qué
dañarla, tuve una cena deliciosa alrededor de las ocho y a pesar del dolor y de
la sangre que todavía escurría por la pierna. Después, con gran dificultad,
logré conseguir agua para lavar la herida, la vendé con un pañuelo de seda,
puse las plantas tan difícilmente conseguidas en papel, guindé la hamaca y
hacia las diez ya estaba dormido. Cuarenta y ocho horas después del accidente
llegué a Ibagué, me quité el pañuelo, conseguí agua tibia y lavé la arena de la
herida enconada. Si por desgracia me hubiera quebrado una pierna, no habría
podido conseguir atención médica en menos de una semana ni avanzando ni
retrocediendo en el camino. Pero este episodio estaba todavía muy lej os; ahora
estábamos sentados en el piso comiendo mermelada y tomando agua, que entonces
me pareció tan deliciosa y fresca y luego encontraría tan helada.
En otro sitio, en un contadero, vi un monumento como la
lápida de una tumba que debió haber costado muchísimo traer hasta aquí. Tenía
una inscripción de la que no entendí sino una sola palabra, el honroso nombre
de Caldas, el cual me recordó al siempre lamentado sabio granadino. El
monumento se erigió en honor de la misa que celebró en este sitio un obispo
Fulano de Tal hace varios siglos, según cuenta el señor Caldas, quien mientras
descansaba en el lugar, escribió su nombre en el monumento por falta de algo
mejor para hacer.
Más adelante pasamos por muchas fuentes cuyas aguas corren
hasta el Tochecito que todo el tiempo teníamos a la izquierda, y luego vino el
gran descenso hasta el río. A todo lo largo del camino crece una enredadera
cucurbitácea con un fruto de consistencia elástica. Por fin llegamos al fondo y
estoy seguro que desde Toche hasta este sitio se hubiera· podido construir un
camino más corto, sin tantas subidas y bajadas y lo suficientemente plano para
que pudieran transitar carretas. Además, quizá costaría menos de lo que el
gobierno gastará en el camino actual cuando vengan a repararlo los hombres del
presidio. Cruzamos a la margen derecha del Tochecito que aquí apenas es un
arroyo y comenzamos el gran ascenso
Para combatir el tedio del camino me puse a traducir al
español el Excélsior de LongfeIlow, y le pedí a un señor que no tenía ni idea
de la diferencia que hay entre la b y la v que me explicara la diferencia entre
la bandera y lavandera, el pobre terminó agotado y me parece que fue una mala
jugada mía ponerlo en todo ese trabajo.
Cerca a la cima está el tambo de Yerbabuena, llamado así por
la abundancia de Mentha piperita que crece en el lugar. Nos detuvimos en
Volcancito, un tambo rodeado de postes que era el mejor que había en todas las
montañas. Por el techo se colaba la luz, las paredes dejaban soplar el viento
libremente y el piso era de tierra floja. Como llegamos temprano tuve tiempo de
darme gusto recogiendo diferentes especies de Fuchsias, de Begonias y de otras
plantas tropicales, así como un Epilobium que me recordó mi país.
Una cosa es el clima de Volcancito por la mañana y otra por
la noche. Al atardecer se me empezaron a helar los pies y tuve que cambiar los
alpargates por medias y pantuflas que eran mi única alternativa, porque en esos
días no habíamos abierto baúles. Por primera vez desde que llegué a Sur América
me pareció que el agua estaba demasiado fría al lavarme los pies. Empecé a
prepararme para la noche, primero me puse una franela gruesísima, después la
camisa de dormir, una camisa de lana y encima una chaqueta gruesa de cazador. A
mi mitad inferior, por donde la sangre había circulado tan bien desde que salí
de Ibagué, la dejé a merced de un par de calzoncillos de franela y unos
pantalones de corduroy. Estas fueron las medidas extraordinarias que tomé, las
ordinarias las empecé inmediatamente después de la cena. En Ibagué, donde hay
noches frías, había estudiado el arte de dormir abrigado en una hamaca y corno
ni siquiera en la Nueva Granada se conoce bien este arte, lo describiré a
espacio. Primero tomé dos cobijas gruesas por una punta, doblándolas juntas y
poniéndolas en una estera en el suelo. Después las puse a través de los pies de
la hamaca y luego me subí con ayuda porque estaba muy alta. Después tomé las
cobijas por el extremo por donde las había cogido antes y las jalé para
cobijarme. Luego metí los bordes de las cobijas dentro de la hamaca. Hasta aquí
no hay misterio, es lo que hace todo el mundo, pero debajo lo único que hay es
la tela de algodón de la hamaca y se necesita algo que proteja la retaguardia,
y es ahora cuando entra en juego mi secreto. Primero me deslizo del centro de
la hamaca hacia atrás, es decir hacia la cabecera, y pongo los extremos de la
cobija debajo de mí, en tal forma que se crucen, empezando por los pies y
terminando en los hombros, donde la operación es difícil, pero se puede llevar
a cabo resbalando el cuerpo hacia abaj o. Después solo resta situarse
diagonalmente en la hamaca, de manera que la cabeza y los pies queden menos
elevados. Recuérdese que todo esto debe hacerse estando sostenido por una
cuerda floja.
Todo el mundo tenía frío. Consideré que era el momento de
que llegara un Mark Tapley que nos hiciera reír y le pedí al señor que nos
contara un cuento, a lo cual él accedió gustoso. Contó uno que me mostró un
aspecto nuevo de un idioma en el que no existen palabras indecentes, o que si
las tiene, no hay peligro de que las utilicen. Afortunadamente para mí, sabía
que el carácter de todos los presentes estaba por encima de cualquier sospecha,
así que el cuento que podría situarse en la Inglaterra de Carlos II no me
asustó, simplemente me sorprendió. Del relato
me intrigó otro aspecto, no sé si desde el punto de vista etnológico o
psicológico. Quizá porque había oído otra versión del mismo en inglés y cuando
tenía diez años. ¿ Cómo saberlo con seguridad? ¿ Podría algún miembro de la
Percy Society informarme si existe algún cuento de hace siglos sobre dos
personas que pasan la noche en un árbol y tiran una mesa o una puerta que cae
en la cabeza de unos ladrones que se estaban repartiendo el botín? Si es así,
los cuentos infantiles deben ser más viejos y más conocidos de lo que yo pensaba,
y este cuento tan tonto debe conocerse en toda Europa occidental y en las dos
Américas.
Desafortunadamente para mí me había acomodado demasiado bien
en la hamaca y un calorcito agradable empezó a extenderse por todo el cuerpo,
ablandándome el corazón. Me puse a observar en qué condiciones se encontraban
los demás. La señorita estaba muerta de frío y sin posibilidades de dormir en
toda la noche. Entonces me pregunté: "¿ Puedo darme el lujo de prescindir
de la cobija más delgada ?", y mi blando corazón contestó: "Para una
j oven y amable dama, a quien estimo y quien está sufriendo el frío más intenso
que ha conocido en su vida, ;:,Í puedo prescindir de ella". Pero luego me
di cuenta de que, como la última pluma que le quebró el lomo al camello, esa
era la cobija que necesitaba yo para protegerme del frío y no pude pegar los
ojos en toda la noche. Ensayé una posición nueva volviéndome sobre el lado
derecho, al derecho de la hamaca y cobijándome con el otro pedazo de hamaca.
Quedé como un enorme floculo, o hablando en términos zoológicos como un
bivalvo, manteniendo cerrado el caparazón con las manos, con la rodilla y con
la cabeza que tenía recostada en el borde doblado de la valva superior. El
método falló y cuando ya era demasiado tarde para dormir, recogí la hamaca y la
cobija, las junté a la manta de uno de los señores que estaba tratando de
dormir en el suelo, y me acosté a su lado para descongelarme.
Por la mañana vi el chal de la señorita en la cama del joven
abogado que se había acostado a sus pies. También ella tenía corazón y en un
momento en que su mano izquierda no sabía lo que hacía la derecha, le prestó el
chal antes de que yo le prestara a ella mi cobija. Este descubrimiento me hizo
reír de buena gana y hasta hoy en día la sola mención de Volcancito parece
causarle a la señorita una impresión muy especial.
BOQUIA
El desayuno que tomamos antes de
partir fue escaso y rápido. Estábamos en el límite del páramo donde a veces el
suelo se cubre de nieve hasta por una semana. En estas alturas le puede ocurrir
algo muy extraño al viaj ero, el cual sin sufrir demasiado por el frío pierde
de pronto toda energía y finalmente la vida. A esto lo llaman emparamarse,
algunos de mis amigos han estado en peligro de que les suceda y en dos o tres
ocasiones yo he tenido que cuidarme de correr esa suerte. Pero ese día no había
nada que temer, hasta volví a ponerme el vestido liviano y tuvimos un día muy
agradable. Pasamos muchos arroyos que fluyen todos hacia la izquierda y en la
orilla de uno encontré un magnífico ejemplar de "cola de caballo" de
cinco o seis pies de altura. Desafortunadamente no guardé una muestra, porque
me aseguraron que en el valle encontraría otros igualmente grandes y también
por la dificultad de guardar las muestras en estos caminos solitarios.
En una o dos horas llegamos a la
sierra divisoria y seguimos por ella durante un rato. Al empezar a bajar, el
camino se vuelve pésimo, aunque no es nada malo en comparación con esas zanjas
semi-subterráneas por las que viajó Cochrane a caballo y por las que el gordo
Hamilton caminó, sin que la cabeza le llegara nunca al nivel del terreno. Esos
callejones bordeaban el camino como trampas de mula o a veces se abrían a un
lado como si fueran la entrada de una mina abandonada. Si a Hamilton y a
Cochrane les hubiera gustado exagerar, no habrían tenido necesidad de hacerlo
al describir esos callejones. Este fue el escenario de la catástrofe que
sufriría meses más tarde y que ya les relaté, y también de una historia, quizá
verdadera, de un oficial español que tenía derecho a utilizar silleros gratis.
Alguna vez el español resolvió usar en el sillero unas de esas horrorosas
espuelas para mulas y el pobre indio, aguijoneado más allá de toda paciencia,
lanzó al bruto al precipicio. El español se mató en la caída y el indio huyó al
monte y no regresó nunca.
Las señoras que en la última
parte del ascenso después de Toche no habían utilizado mucho las sillas, ahora
se instalaron cómodamente en ellas casi todo el día. La señora se qued6
dormida, la señorita se puso a leer y los ~ilIeros caminaban como si llevaran
la silla vacía. Nadie parecía ser consciente de que por ese camino uno podría
desnucarse.
A las dos llegamos a Barcinal, la
primera casa que encontramos desde que salimos de Toche y la sexta que hay en
setenta y dos horas de camino. Allí vivía una familia antioqueña que 'nos dio
mazamorra. La mazamorra es el plato favorito de los habitantes de esa apartada
provincia. La hacen de maíz pilado y hervido y le añaden leche al servirla. A
mí me gustan los antioqueños y las antioqueñas, así como sus sombreros [1], pero lo
que no me gustaría sería tomar mazamorra con mucha frecuencia
Entre Barcinal y Toche que están
a dos días de distancia no hay un sitio bueno para pernoctar. A fin de remediar
esta solución lo mej or sería construir un camino que pudiera transitarse aun
en mal tiempo. Si la segunda noche hubiéramos seguido hasta Gallego, es posible
que habríamos llegado a Barcinal al día siguiente, ahorrándonos la mala noche
de Volcancito.
Por un camino escarpado y malo
bajamos a Boquía en las márgenes del Quindío. Boquía es cabeza de un distrito
de la provincia del Cauca. La población tiene algunas casas relativamente
buenas y una aceptable posada; están comenzando a construir la iglesia, hay un
molino de trigo que vi funcionar y un puente cubierto sobre uno de los brazos
del Quindío. Algunas veces los viajeros pueden aprovisionarse en Boquía.
Después de pasar el Quindío que en este sitio es un río bastante grande, de
casi dos pies de profundidad, nos esperaba un ascenso por un camino hermoso y
luego otro tan empinado que las señoras tuvieron que recurrir nuevamente a las
sillas. Finalmente llegamos a El Roble, donde nos detuvimos, precisamente a
tiempo de evitar la lluvia, que sorprendió a los arrieros antes de que hubieran
terminado de levantar la tienda. El Roble no es tan alto como Volcancito y esa
noche la pasamos como cristianos, comiendo sentados a la mesa, durmiendo en una
casa, y para la señorita hubo hasta cuarto aparte, nominalmente, porque no
había seguridad de que no se le entrara nadie.
Salimos de El Roble el viernes
por la mañana, y una bajada suave de tres millas nos llevó hasta la casa de
otra familia antioqueña, en Portachuela, sitio agradable para descansar. Aquí
probé las arepas y descubrí que son iguales a los Johnny-cakes que habían
rechazado en Nueva Inglaterra y a los hoe-cakes, al pan de maíz y corn-dodgers
de Illinois.
Más adelante nos detuvimos en un
contadero llamado Lagunetas desde donde mandamos a los peones a que nos traj
eran agua. Me imagino que, como su nombre lo indica, la encontraron en huecos y
lagunas. Viajando hacia el occidente, recomiendo tomar agua en este sitio o
traerla desde Portachuela.
De Lagunetas en adelante la
lluvia había dejado el camino muy liso. Este último era almohadillado y las
bestias metían las patas profundamente en el barro en esas gradas para mulas.
Desgraciadamente yo hice lo mismo en una ocasión y la pierna se me hundió hasta
la rodilla con no poco detrimento para mi apariencia personal. Pronto me
adelanté y perdí de vista a mis amigos. En todo el día ]0 único que encontré
para beber fue un poco de leche, ni una gota de agua. En el camino me alcanzó
un hombre que se proponía ir de Boquía a Cartago en día y medio, mientras que
nosotros haremos ese trayecto en dos o tres días. El tipo se había asegurado
una punta de la ruana en un bolsillo del que salía la cabeza de un pollo vivo
que le llevaba de regalo a una señora de Cartago.
Alrededor de las dos llegué a La
Balsa donde había proyectado darme un buen baño en el río, pero al llegar
encontré que no había río y francamente que no puedo explicarme cuál puede ser
el origen de tal nombre. Casi no encuentro agua para lavarme los pies. Esperé
una o dos horas al resto de la comitiva y cuando llegó decidimos que ese día no
viajaríamos más.
Desde que se deja a Ibagué, La
Balsa es el único sitio que merece llevar un nombre. Se dice que la población
del distrito es de 199 y la de Boquía 198, pero la población de ambas está
diseminada en más de 100 millas cuadradas. N o me explico la razón de la
existencia de una población en este lugar; lo que sí sé es que para nosotros
fue bueno llegar a ella. En La Balsa hice el gran descubrimiento de que sí me
gustan los plátanos cocinados. Son tan pocas las veces que los dejan madurar,
que no sabía cómo sabían maduros. Este es el primer lugar que he visto donde se
cultiva en abundancia. Los nevan a vender a Cartago. A uno de los caballos que
conducían de cabestro le dieron de comida un racimo de plátanos verdes.
Almorzamos sentados en el suelo y
como iba a llover no pude recoger plantas; en cambio conocÍ el zancudo, que de
allí en adelante sería compañía constante y nada agradable, y que al examinarlo
detenidamente vi que simplemente es un mosquito. En todo el viaj e de Honda
hasta aquí no había visto ninguno, y aun en este sitio son tan escasos que solo
oí volar dos o tres.
El sábado por la mañana ya estaba
con deseos de que terminara el viaje, en especial porque habían empezado las
lluvias. Me puse el encauchado y aunque hubiera podido cabalgar todo el día,
preferí continuar firme en mis dos pies, cosa que no pudo hacer el sillero de
la señora quien dejó caer su preciosa carga cuatro veces en la mañana. Yo
estaba conversando con ella cuando se cayó la primera vez y la acompañé hasta
que se volvió a subir en la silla, que se había quebrado y había que
arreglarla. Mientras tanto el sillero descargó la señora en un tronco enorme de
tres pies de diámetro. Había que protegerla de la lluvia y lo único que había a
mano era la punta de mi encauchado. Debimos haber presentado un cuadro muy
divertido, pero no había espectadores que se rieran de la representación.
La señorita estuvo más afortunada
y no se cayó ni una vez cruzando la montaña. En una ocasión el sillero que la
llevaba se resbaló más de una yarda, pero ella es menos miedosa que su hermana
y no se movió; en cambio, dos silleros se cayeron con la señora.
Más abaj o de la desembocadura
del Quindío en el río La Vieja, se cruza este último en Piedra de Moler. Cada
uno de nosotros pagó l,ln impuesto de 80 centavos a la provincia del Cauca. En
realidad no es peaje porque el gobierno de esta no lo invierte en carreteras.
Con la excepción de un pedazo de territorio al occidente del Cauca, donde la
vía que va a lo largo del río pertenece a la provincia, el resto de los caminos
son nacionales y muy rara vez la provincia o la nación gastan algo en su
mantenimiento. En nueve meses que permanecí en el Cauca solo recuerdo haber
visto construir un puente peatonal y nunca vi que se invirtiera ningún dinero o
se trabajara en el sostenimiento de caminos.
Esta vez no nos demoramos mucho
en el paso del río. Nos detuvimos un momento a ver cruzar las bestias a nado,
cosa que es muy interesante, y fuimos luego a la casa del barquero, donde
comimos huevos y plátanos asados antes de continuar el camino, dejando que el
equipaje nos siguiera en dos tandas. Había escampado pero amenazaba lluvia,
así que consideré prudente conservar mis instrumentos de defensa contra el mal
tiempo. Solo nos restaba subir y baj ar una loma inmensa, porque Cartago queda
a orillas del río La Vieja.
En la subida vi la Heliconia
Bihai, una hierba cannácea, cuyas hoj as servían de abrigo al viajero antes de
que se construyeran los tambos. Las hojas Henenesa forma característica de la
canna de nuestros jardines y de la mata de plátano, y de uno a dos pies de
largo; son blancuzcas por debajo y para hacer el techo de un rancho las
cuelgan de un nudo en el peciolo de las cuerdas horizontales que pasan por los
palos del techo. Antes todos los peones y cargueros tenían que llevar su
porción de Bihai cuando viajaban al oriente, y el caminante dormía durante casi
quince días bajo ese techo transportable.
Desde la cima tuve por primera
vez una vista panorámica del valle del Cauca. Este no es completamente plano
sino ondulado, como dicen en el Oeste, y el color verde vivo es maravilloso
después de las llanuras secas de Ibagué y El Espinal. No creo que haya un
espectáculo más hermoso que esta vista del valle del Cauca, rodeado todavía por
las ,ásperas montañas del Quindío, mientras que en la distancia se divisan las
de Caldas, que posiblemente no cruzaré nunca. La escena sería todavía más bella
si se viera el Cauca, pero como la margen derecha está cubierta de pantanos y
bosque, el río no se ve sino entrando en el valle. El día anterior, poco
después de salir de Lagunetas, habíamos divisado el valle por entre un claro de
los árboles.
Poco después de tener ante
nuestros ojos el valle, terminaron las funciones de los silleros y en el primer
charco que encontramos, los hombres arreglaron su apariencia personal lo mejor
que pudieron para entrar a Cartago. Sacaron camisas de donde las traían
guardadas, se pusieron sombrero y una ruana sobre el sencillo vestido, quedando
ataviados como cualquier campesino granadino.
Finalmente llegamos al valle,
pero no puedo decir en qué punto el suelo se vuelve aluvial; creo inclusive que
esa línea sea muy difícil de determinar porque los dos suelos son
parecidísimos. Tampoco puedo decir cuánto costó el viaje exactamente. Las
bestias $ 5,20 cada una, incluyendo el servicio del peón; los gastos de
subsistencia quizá hayan sido la mitad de esa suma, pero no llevamos las
cuentas separadamente. Es posible que el costo haya sido menor de lo que en
promedio cuesta cruzar el Quindío, en especial si no se incluyen las pérdidas
por robo. A mí se me perdieron una hachuela de doble filo que se guardaba
dentro del mismo mango, una toalla diferente a la del cuento, y como es
natural, todas las cuerdas y lazos de los que pudieron echar mano los peones.
se demoró hasta después de la
misa del domingo. Cartago es una población de aproximadamente el mismo tamaño
de Ibagué, pero mucho más baja y caliente, aunque ni allá me molestó el frío
ni aquí el calor, pero para alguien que tenga que trabajar al sol, el clima de
Ibagué es preferible al de esta región del valle del Cauca. La altitud más baj
a que he registrado en el valle es de 2.880 pies y la temperatura más alta a la
sombra 85°, en La Paila, a las cuatro de la tarde el 11 de junio de 1853, lo
cual no es demasiado; y la más alta al sol 127°. En Nueva York he conocido
temperaturas mayores. Por lo demás en el Apéndice se pueden apreciar otras
observaciones sobre el clima del valle del Cauca.