AMÈRICA PINTORESCA
DESCRIPCION DE VIAJES AL NUEVO
CONTINENTE
por los mas moderos exploradores
CARLOS WIENER, DOCTOR CREVAUX, D,
CHARNAY, ETC, ETC.
EDICION ILUSTRADA CON PROFUSION DE
GRABADOS
B A R C E L O N A
MONTANER Y SIMON, EDITORES
CALLE DE ARAGON, NÚMEROS 309 Y 311
18S4
Cap.X
Partida para el Cauca.— El camino del Quindío.—Palmilla.— La mina de
azufre.— El Moral.— El bosque de Mediación.— Pie de San Juan y el rio Coello.—
La palmera de cera ( Ceroxylon A n d íc o la ).— La hacienda de las Cruces. M. Carder, recolector de plantas, cuyas huellas encontraremos más tarde
entre los bosques de palmeras de Quindío, en circunstancias bastante extrañas.
Se acercaba la estación de las lluvias, debíamos franquear aún la
Cordillera central, el terrible pasaje del Quindío nos estaba aguardando, y era
preciso sustraerse de una vez á toda suerte de seducciones.
Bastaron cuatro días de reposo para hacer los preparativos de marcha
hacia los pasos del Quindío, pues sin que la caravana fuese muy brillante podía
afrontar los peores caminos. En el año 1801, Humboldt y Bonpland hicieron esta
ruta á pié ó llevados a cuestas por los cargueros; pero en el día, el camino
construido durante el mando del presidente don P. de Alcántara Herran, es casi
practicable en la buena estación. Y como por otro lado la certidumbre de ver
cosas buenas y el afán de contemplar de cerca una naturaleza tan extraña como
variada aguijoneaban mi curiosidad de un modo extraordinario, acabé por decir
para mí que bien podíamos hacer lo que otros habían hecho antes que nosotros.
Para atravesar el Quindío, desde Ibagué á Cartago, necesitarán Vds.
siete días.
Esto es lo que nos dijeron antes de partir; y sin embargo, invertimos
diez.
Antes de emprender la marcha, mandé ocho pesos al general Córdoba,
precio convenido por los dos bueyes de carga que debían acompañarnos hasta Cartago.
El arriero Manuel Gómez había de recibir este dinero de manos del presidente,
caso de que llegara al término del viaje. Tomé un guía hasta Salento por cinco
pesos y dos más de gratificación si se portaba bien.
Las seis mulas y los dos bueyes formaban un total de ocho bestias de carga:
Ignacio y Timoteo, el guía y el arriero y nosotros tres, constituíamos un total
de siete hombres válidos, prontos a cualquier contingencia que pudiese
sobrevenir y habituados de sobra a los azares y miserias anexas á todo viaje
por Colombia.
El día 6 de marzo, a las nueve y media de la mañana, salíamos en buen
orden por la carretera, al Este de Ibagué. Las huertas cercadas con empalizadas
de bambú, dentro de las cuales se veían naranjos, árboles de pan (Artocarpus
incisa) y nísperos (Sapota Ackras), prolongaban el arrabal, formando una amena
avenida.
Al pie de la primera cuesta, en el punto donde se atraviesa el rio Combeima
por un largo puente cubierto, se ven altos grupos de chontaduro (Astrocaryum),
que encorvan sus elegantes plumas; y al más leve soplo de la brisa se balancean
los prolongados nidos de cásicos colgados en la cúspide de los bambúes más
altos. El cásico (Cassicus Alfredi) es un ave común en la comarca, donde es
conocida con el nombre de gulungo. En el Cauca le llaman indistintamente rabo
amarillo y oropéndola.
A medida que la cuesta va subiendo aparece el granito; y a los mil
setecientos ochenta metros de altura, se vuelven a ver la datura arbórea y luego
la Bocconia frutescens, hermosa papaverácea muy digna de ser notada, por ser la
señal evidente de la altura de una región.
Desde este punto se divisa por última vez la ciudad de Ibagué y la
llanura que se prolonga hasta el Magdalena.
Al subir las resbaladizas gradas que dominan el rio Coello, encontramos
la cabaña llamada Palmilla;
y cerca del Moral
los esquistos micáceos reemplazan al granito. A nuestra izquierda se oía el infernal concierto de los monos
chillones; y á no mucha distancia de allí es donde se encontraron pepitas de oro y donde
los terrenos de transición que forman la masa de la Cordillera central, revelan la existencia de
venas de diversos minerales.
Pusimos fin a la primera etapa de nuestro viaje en Mediación, acampando en
un mísero rancho, rodeado de una vegetación frondosa, vanada y rica.
A partir de Ibagué las zonas de la vegetación van sucediéndose
rápidamente: al principio las vertientes de césped y los bosquecillos de
arbustos conservan su carácter uniforme; pero desde Mediación los esquistos se truecan en
estrases rojos y en el camino que sigue por la cresta de las montañas se ve con
claridad la formación geológica del terreno.
Atravesamos la quebrada de Buenavista, entrando en seguida en la de Aguacalíente, llamada así por un copioso
manantial de agua termal que brota del suelo. El agua conserva una temperatura
de treinta y cinco grados al resbalar por los guijarros.
La quebrada del Azufral
se anuncia por un fuerte olor a hidrógeno sulfurado que ataca la garganta. Ganamos
por fin el alto de San
Juan, en cuyo punto se encuentra la mina de azufre que el año 1827 estudió nuestro
compatricio Boussingault sobre el mismo terreno, compuesto de esquistos
yacentes directamente sobre la traquita. Distintas veces se ha tratado de beneficiar
el azufre de este criadero; pero ha tenido que desistirse siempre, puesto que
el gas sulfhídrico que de allí se desprende contiene sólo un cinco por ciento
de aire respirable, y amenaza seriamente la vida de los mineros. Envuelta en
denso vapor se desarrolla allí una vegetación sumamente
espléndida, en la cual se destacan los primeros
Ceroxylones, reinando como señores sobre una tribu
de helechos arbóreos; tacsonias; lindas orquídeas pertenecientes al género Brassia, cuyas
flores blancas están salpicadas de verde; estanópeas, una acantácea que produce
grandes flores azules, varias Caraguatas y liqúenes diversos de pintorescas cabelleras.
En Pie de San Juan, a donde llegamos rendidos de cansancio, hallamos una hospitalidad que
nada tenía de escocesa, pues no había nada que comer, y por todo refugio una
mala cabaña, sin más lecho que el duro suelo. A no ser por el frio, hubiéramos
preferido dormir al raso.
Echamos mano de las conservas, encendimos lumbre y aderezamos una sopa,
sin que el señor Ramírez, dueño de la barraca, se ofreciera a ayudarnos.
Al partir de Pie de San Juan se continúa remontando la orilla izquierda
del rio Coello,
encajonado en la vaguada de las montañas que se levantan á seiscientos metros
de la corriente.
Al breve rato atravesamos
el riachuelo de San Juan que baja del Noroeste y nos dirigimos en
derechura hacia Toche y
Gallego, sin por eso salir durante algún tiempo del fondo del valle.
Al volver a tomar las vertientes, empezaron las aventuras. Después de
dos o tres subidas y otras tantas bajadas a cual más rápida, nos encontramos
metidos en unos malos pasos llamados en el país
camellones o caminos almohadillados. El
camino hundido en un suelo enteramente mojado y en declive para mayor delicia,
presenta una serie de hoyos trasversales o surcos profundos que van alternando
con matemática regularidad con otros tantos caballones elevados, separados
entre sí el paso de una mula y que tienen, en efecto, notable parecido con
almohadones. Cuando los hoyos tienen sólo la anchura regular, menos mal, pues las
mulas los atraviesan hundiéndose a veces hasta la barriga; pero al fin los
atraviesan. En cambio sí por allí han pasado bueyes antes que las mulas, la
regularidad se va al traste, y sólo por milagro se puede salir de semejantes
atascaderos.
Por fin, se presentan ante nosotros las palmeras
de cera (Ceroxylon Andícola), hundido el pie en el agua y la copa en las
nubes, formando extensos bosques (palmares) de columnas que vistas a distancia
parecen blancas como el marfil, y coronadas por un haz de admirables palmas de
cinco, seis y más metros de longitud. Esos bosques van
desapareciendo de día en día, pues caen a millares esos árboles que los siglos
han nutrido y que un cuarto de hora basta a destruir para siempre. La
cera que destila el tronco es raspada, recogida y ensacada con destino a
Bogotá, donde se emplea para la fabricación de cerillas y bujías.
Los árboles de tamaño secundario que abundan en esta región, abrigan una
verdadera población de fucsias, sifocánfilas, budlejas, heléchos arbóreos, salvias,
eupatorias, y una espesa alfombra de guneras de anchas hojas y pedículos
encarnados. La planta trepadora de la América tropical, la Mutisia grandiflora,
suspende de trecho en trecho sus guirnaldas de enormes [1]
flores de color escarlata y de belleza incomparable. A la sombra de una gran
morela, bajo la cual nos sentamos para comer, vimos gallardear sobre nuestras
cabezas los graciosos tubos sonrosados del Passiflora longipes.
A través de esta vegetación rica en prodigios, llegamos a la hacienda de las Cruces, donde
el inteligente y emprendedor don Ramón Cárdenas,
tenía plantada, a tres mil metros de altura, su tienda en la cual debía
concedernos cariñosa hospitalidad. Llegamos a las Cruces el día 8 de marzo, a las
cinco de la tarde, sucios, rendidos de cansancio y llenos de harapos.
Capitulo XI
Travesía de las montañas del Quindío (Cordillera central de Colombia). —
La hacienda de las Cruces. — Don Ramón Cárdenas.— Cultivos agrícolas a tres mil
metros superoceánicos.— Cacería del jaguar.— El culmen del Quindío.— Consideraciones
geográficas. — Sálenlo- Boquía. — Los Antioqueños, — La bordadora. — Una
iglesia de palmeras. —Ranchos, miseria y barriales. — Las Pavas, la Cuchilla de
Mejilla, Novilleros y Tambores. — Los cargueros. — El bosque de bambúes. —
Piedra de Moler y travesía del rio de la Vieja. — Vista del valle del Cauca. —
Llegada á Cartago.
El fiel lector que se haya tomado la molestia de seguirnos en nuestra
rápida carrera a través de la Nueva Granada, extrañará sin duda la pasmosa variedad
de climas y productos que ofrece esta región quebrada y alterosa. En efecto,
primero el inmenso valle del bajo Magdalena ha desplegado ante nosotros el
soberbio panorama de sus bosques vírgenes apenas decentados por el cultivo; luego,
escalando las vertientes de la Cordillera oriental, hemos pasado de la zona
tórrida a las sabanas en que se dan el trigo y el heno, a dos mil seiscientos
metros sobre el Océano; después hemos atravesado los páramos y las brumas
glaciales que los envuelven, a una altura que excede de tres mil cuatrocientos
metros. Al cabo de muy pocos días se desplegaban ante nuestros ojos asombrados
los llanos de San Martin o del Meta, cuyo mar de verdura se prolonga hasta el
Orinoco, donde la civilización aportada allí por las misiones católicas, ha
vuelto a hacer plaza á las tribus indias retrogradadas de nuevo al salvajismo.
Hemos vuelto á atravesar la Cordillera oriental hasta encontrarnos
delante de dos de las maravillas más grandes de la América del Sur, o sean la cascada del Tequendama y
la sima de Icononzo;
hemos hallado de nuevo a nuestro paso el Magdalena en Guataquí, junto á las abrasadas sabanas de Piedras, y emprendemos ahora, por
fin, la ascensión del Quindío, montaña ilustrada por los estudios y
trabajos de dos naturalistas célebres: Humboldt y Boussingault.
Hétenos de nuevo en la región fría. Ante nosotros se levanta, a tres mil cuatrocientos
ochenta y cinco metros, el pasaje o boquerón del Quindío, línea
divisoria de las aguas del Cauca y del Magdalena, y más arriba se divisa el majestuoso cono del
Tolima, alzando con arrogancia a cinco mil seiscientos diez y seis
metros de altura sus nieves eternas.
El día 8 de marzo de 1876, a las cinco de la tarde, al penetrar en la hacienda de las Cruces, no sólo íbamos
molidos, cubiertos de barro y andrajosos, sino que estábamos también muertos de
hambre tanto los jinetes y los peones, como las cabalgaduras. Bajo el colgadizo
de la habitación, que estaba a unos treinta pasos, sobre una pequeña eminencia
cubierta de césped y cercada de una rústica empalizada, se hallaba el dueño de la finca,
don Ramón Cárdenas, departiendo con sus jornaleros que volvían del
trabajo. Era el tal un tipo muy característico: de mediana estatura, bien
formado, y ancho de hombros; su pie combado calzaba alpargatas; llevaba un
poncho, aunque poco aristocrático, sumamente cómodo, y el sombrero hacia atrás;
tenía la frente espaciosa, los ojos negros y penetrantes: en suma, su tino
revelaba resolución, audacia y energía. Nos recibió con suma cordialidad sin pararmientes,
al parecer, en el estado en que nos habían puesto los caminos que conducían á
su hacienda. Preguntóle ante todo si tenía algo para cenar.
— A mala hora llegan Vds. — respondió; — precisamente hoy hemos
concluido la sementera, y no queda un grano en casa. Con todo, nos partiremos
como buenos hermanos unas cuantas patatas y un poco de arroz.... y mañana será
otro dia.
Nada nos quedaba que replicar a este lenguaje franco y expresivo.
Mientras los guías quitaban los arreos á las cabalgaduras, colocando las
sillas y los bultos bajo los cobertizos, se habló algo de agricultura del país,
hasta que el operario Pedro que hacía las veces de cocinero, se presentó con
una olla humeante, dentro de la cual estaba contenida toda la cena. Triste
pisto ¡ay! del cual en un instante dieron buena cuenta seis estómagos
famélicos. La cena concluyó con una taza de agua de panela, té económico
compuesto de un poco de melaza disuelta en agua caliente. El refrigerio fue
breve, y a falta de postres hubo cuentos, y se trató de emprender al otro día
la caza de un jaguar que, según se nos dijo, había aparecido en la quebrada de los
Pajaritos, que está a dos tiros de fusil de la casa, ofreciéndose a
acompañarnos el huésped señor Cárdenas.
El frio me despertó a las dos de la madrugada. Consulté el termómetro y
vi que marcaba + 2o. Me levanté y eché a andar a grandes pasos por el corredor
externo abrigado por el colgadizo de hojas de palma, hasta que volví a sentirme
fatigado, y envuelto en el cobertor, me eché sobre un montón de hojarasca y me
dormí en seguida sin curarme poco ni mucho de la temperatura.
Los primeros albores del día me despertaron: eran cerca de las seis e
iba á amanecer.
En Europa hay la costumbre de empezar las cacerías muy de madrugada;
pero en la selva virgen de la América del Sur se procede de distinto modo, pues
se necesita la plena luz del día para franquearse un camino a través de los
espesos matorrales, bajo una bóveda de verdura impenetrable a la luz del sol.
Toda partida, pues, empieza después de almorzar, invirtiéndose la mañana en
preparar los arreos de caza, armas de fuego, venablos, cuerdas, etc., etc.
Dejando el cuidado de mis armas a nuestro huésped y á Fritz, que no
quiso confiar a nadie su carabina Devisme, tomé dos o tres hombres para ir a derribar unas cuantas
palmeras de cera, de las cuales quería recoger frutos y estudiar sus flores.
Dos árboles colosales cayeron con estrépito a los repetidos hachazos,
partiéndose en varios fragmentos y poniendo de manifiesto su médula blanca y
esponjosa. Medí
uno de sus troncos que tenía sesenta metros de longitud y una circunferencia de
un metro veinticuatro centímetros en la base, y de setenta
y cinco centímetros en
la cúspide, notable ejemplo de esbeltez y buena proporción.
Las fibras leñosas, arrancadas por la violencia del choque, se alzaban en el tocón
que había quedado en pie, negras, finas y duras como hilos de acero bruñido. La capa leñosa,
colocada en la periferia, al revés de las demás dicotiledóneas, tenía cinco centímetros
de espesor, y todo el resto, particularmente el centro, era blanco y
ofrecía la consistencia del corcho. Entre las hojas destrozadas, de cinco a seis
metros de longitud, blancas por arriba y verdes por debajo, se veían los racimos de
fruta que a pesar de parecemos tan pequeños desde abajo, no median menos de dos
metros. Las bayas de color anaranjado, de pulpa dulce y del tamaño de
los granos de uva albilla, yacían esparcidas por el suelo y medio aplastadas.
Las recogí en gran número y las expedí para Europa, junto con algunas hojas y
espatos y dos rodajas del tronco. 1) Estos objetos figuran hoy en el Museo de
historia natural de París.
Según mis cálculos aquellos árboles debían contar unos doscientos años. La
recolección de la cera se verifica de dos modos distintos. El primero, tan
bárbaro como expeditivo, consiste simplemente en derribar el árbol y raspar la
corteza a riesgo de hacer desaparecer la especie en la comarca. El segundo
sistema, el único racional y honrado, consiste en raer la cera, encaramándose á
los árboles, al modo de los salvajes del rio de las Amazonas cuando recogen el
vino de las palmeras Cenocarpus. Al efecto cualquier hábil trepador se pasa una
correa por la cintura y la fija en el tronco, en el cual apoya las piernas, y
al bajar va recogiendo en un delantal la cera que raspa por medio de una
rasqueta. (Véase el grabado de la pág. 673.) El espesor de la capa cerosa,
cubierta a veces por una rojiza capa de liquen, varía entre un tercio de
milímetro y medio milímetro.
Cada árbol da de ocho a diez kilógramos de cera blanca o amarilla, y un
operario puede recoger de ocho a diez arrobas de cera en un mes, cuyo precio en
venta en Ibagué, donde la emplean para la fabricación de cerillas, viene a ser
de unos siete pesos sencillos la arroba, o sean dos francos cuarenta y cinco céntimos
el kilógramo. En las Cruces tuve ocasión de examinar la luz producida por la
cera del ceroxylon, que es muy pura e intensa, da poco humo y despide un perfume
agradable: creo además que a poco coste podría ser clarificada.
Fiado en lo dicho por Humboldt y otros viajeros, en un estudio que
publiqué sobre el Ceroxylon andícola (1) hube de indicar que este árbol se cría a
una altitud variable entre mil setecientos cincuenta y dos mil ochocientos
veinticinco metros. Hoy debo corregir estas
cifras en virtud de mis propias observaciones. Recorriéndolas vertientes orientales
del Quindío no encontré el árbol en cuestión antes de llegar a dos mil metros
de altura, desde cuyo punto lo fui siguiendo hasta pasados los tres mil.
Los palmares más abundantes están situados en las cercanías
de Cermes, entre
el alto de Toche y la Ceja alta, y yendo hacia Ibagué se los encuentra hasta cerca de
Mediación. La zona en que abundan no se extenderá más allá de quince a veinte kilómetros a vista de pájaro, de
Norte a Sur, desde la
mesa de Herveo á la mole del Quindío, y ya
no se les ve más, ni cerca de Manizales, ni en el camino de Popayán á Huanacas, que son otros dos pasos de la misma
cordillera, opuestos al Tolima en sentido desigual.
En vano busqué los bosques de encinas ( Quercus Htimboldti) que según dijo el célebre viajero alemán eran la compañía obligada de la
palmera de cera. Las encinas a que se refiere
Humboldt crecen en un terreno cuya altura no excede de mil ochocientos metros:
las he visto ya en Fusagasugá y en Viotá y
corresponden por tanto a la tierra templada y no a la
tierra fría. Temo
por estas razones que Humboldt confundirla la verdadera Ceroxylon andícola, es
decir la de las Cruces, con otra especie, poco conocida aún (C.ferrugineum) caracterizada
principalmente por sus bayas arrugadas, la cual abunda en los Andes,
principalmente al Oeste de la Cordillera
occidental y hasta la república del Ecuador. Pero volvamos ya a don Ramón Cárdenas, al almuerzo y a la cacería
del jaguar.
Todo estaba preparado. La sopa, compuesta de un caldo de patatas, arracachas y
tasajo y espesada mediante la adición de algunos puñados de arroz, y las arepas,
panecillos de harina de maíz amasada con leche, constituyeron la refección,
durante la cual uno de los mozos del señor Cárdenas iba desatraillando los
perros. Luego don Ramón se colgó la carabina en bandolera, se ciñó el cinturón,
tomó el machete, pólvora y balas y por último empuñó un venablo, compuesto de
una punta de acero bien templada de unos dos pies de longitud, clavada sólidamente
en un fuerte mango de espino, hecho lo cual pronunció la palabra sacramental:
adelante, y nos lanzamos todos por las empinadas vertientes que descienden
hasta el rio Tochecito. El camino al principio era practicable y serpenteaba a
través de los matorrales
de fucsias, budlejas, melastomáceas y helechos; pero en breve nos encontramos metidos
en una espesura de árboles entrelazados con bejucos que crecían en pendientes
de cuarenta a sesenta grados de inclinación, cuando no en escarpaduras poco menos
que verticales del todo. Empezó a jugar el machete; pero a medida que
avanzábamos, era bosque más espeso, de suerte
que a cada paso nos veíamos cogidos entre una vegetación inextricable, llena de zarzas que desgarraban nuestras ropas y de
ramas que nos azotaban el rostro. Después de
seguir así por espacio de algunas horas, tuvimos que retirarnos sin resultado
ninguno en nuestra excursión, pues el jaguar que
perseguíamos, rápido como una centella, atravesó la
quebrada y desapareció en dirección del Coello. La rica flora de las cercanías
resarció con creces al botánico de la malandanza
del cazador, de modo que cuando al día siguiente salimos de las Cruces, llevaba mis cajas
y herbarios llenos de riquezas vegetales. Juan y los peones se quedaron atrás para dar
cima al embalaje y expedir los cajones á Guataquí y Honda, con objeto de
remitirlos desde allí a Europa, y como quiera que podíamos prescindir de guía, por no ofrecer el camino dificultad alguna, emprendimos la marcha, Fritz y yo, con el intento de franquear la cresta de la Cordillera y llegar antes de anochecer a la aldea de Salento, situada en la vertiente occidental del Quindío.
La mañana era fría, pero hermosa: la temperatura muy baja al despuntar
el día, subió algunos grados, sin exceder empero de nueve, después de la salida
del sol. A poca distancia de las Cruces, reconocí al paso las dos o tres barracas de Gallego, más luego el camino está desierto. Bajo las altas
palmeras de cera y entre las espesuras predominan las gúneras de enormes hojas
arrugadas y espinosos pedículos. Allí vi también una graciosa orquídea de las
alturas, el Oncidhmi cucullatum, ostentando su labelo purpúreo y puntuado. Altramuces,
tibodias, una especie de ojiacanto fragante (Osteomeles), grandes bonvarones
arborescentes, redules ( Corlara ruscifolia), de los cuales se extrae una tinta
de color violeta, agracejos y hasta la fresa común, la misma que se ve en los
Alpes y que no es rara en Colombia, recuerdan por sus formas la vegetación
europea. El carácter tropical no se encuentra más que en las matas de
bromeliáceas epífitas. Y sin cesar las soberbias columnas de marfil de los
ceroxilones mecen su elegante copa verde clara, que vistas a distancia se
asemejan a hilos de plata destacándose sobre el fondo sombrío de los cerros.
Escalados algunos centenares de metros, los arbustos que se encuentran son
más endebles, rechonchos y encorvados por el viento de los páramos y aparecen
envueltos en una bruma densa. Luego el camino es cada vez más abominable y los
escalones de barro con sus camellones tienen una extensión y una profundidad
inconcebibles. A medio día el sol nos abrasaba,
y las mulas molestadas por los tábanos, al igual de lo que sucede en las
regiones graníticas de Europa,
caracoleaban llenas de coraje. Después, las brumas tornaban a envolvernos y la brisa
era más penetrante así que alguna nube velaba la luz del sol. En la Ceja del Monte
y Volcancitos,
puntos apenas habitables, y aun así provistos cada uno de una mísera cabaña, alcanzábamos
casi la cresta de la Cordillera.
Por fin, a
las dos echábamos pie á tierra en el punto culminante del paso de Quindío, á tres
mil cuatrocientos ochenta y cinco metros de altura. Aquella cresta forma
la línea divisoria de las aguas, entre los
valles del Magdalena y del Cauca. La cadena de montañas que atravesábamos corre en línea recta de Norte a Sur,
para reunirse en el nudo de Pasto con las otras
dos Cordilleras que se confunden en el caos gigantesco de los volcanes del
Ecuador.
Nos hallábamos por consiguiente en medio de las cumbres más elevadas de
la Cordillera central. Hacia el Sur se levanta el pico del Huila, que mide
cinco mil setecientos metros; sobre nuestras cabezas, el Nevado de Quindío, que
tiene cinco mil ciento cincuenta; á veintidós kilómetros de allí, á vista de
pájaro, el pico de Tolima, que alcanza cinco mil seiscientos diez y seis, y
finalmente, más hacia el Norte, el Nevado de Ruiz eleva hasta cinco mil
trescientos metros sus poderosas masas de traquita, cubiertas de nieves desde
la época del levantamiento de los Andes. Las nieves que cubren los demás picos
ya citados, son también perpetuas.
Los estribos de la Cordillera se extienden hasta perderse de vista,
perpendiculares a su eje principal, abrigando en sus valles las corrientes, de
las cuales unas, como el rio Coello, se dirigen a engrosar el cauce del
Magdalena, y las otras al Oeste, como el rio del Quindío, pagan tributo al
Cauca. Los flancos escarpados del Pan de Azúcar yerguen bruscamente sus bloques
de traquita, tostados por el sol y jaspeados por las agallas de los líquenes,
los cuales contrastan vivamente con la vegetación abundante de los páramos.
La soberbia hermosura del panorama nos retuvo más tiempo de lo regular
en la cresta de la Cordillera, de modo que al reanudar la marcha, declinaba el
sol, y una espesa niebla que se trocó en menuda lluvia fue acompañándonos con
persistencia, dificultando mucho las observaciones de aquella parte de la
montaña. La vegetación presentaba igual aspecto uniforme; pero a partir del
punto donde el barómetro marca dos mil ochocientos metros de altura, empiezan á
dominar los árboles mayores, apareciendo gigantescas encinas, mezcladas ahora
con la otra
especie de palmera de cera, de que he hablado poco ha, ó sea el Ceroxylon
ferrugineum.
La noche, pero una noche negra, nos sorprendió a la altura de las cabañas de
Barsinal.
El camino, abierto en las crestas de los cerros, cubierto de arcilla
plástica de un color rojizo, era en extremo resbaladizo, inclinado y peligroso,
por lo que hubimos de apearnos, llevando a las mulas de las riendas, y después
de resbalar a cada paso y de caernos un sin fin de veces en el barro, llegamos a Salento, a
las nueve de la noche, chorreando agua y sin haber comido nada desde las ocho
de la mañana.
En la población todo el mundo dormía, menos algunos perros que al entrar
nos acometieron de una manera poco hospitalaria. Hubimos de echar mano al
machete para defendernos, y en esto asomó a una ventana una cabeza llena de
azoramiento y nos preguntó si estábamos locos yendo por el mundo a tales horas.
— No estamos locos, ni mucho menos— respondí,—sino hambrientos,
derrengados y calados hasta los huesos. ¿Podría V. indicarnos dónde está la
posada de Liborio Arango?
— Al extremo de la plaza, a mano derecha,— respondió el indígena, y
desapareció refunfuñando.
Una escena idéntica se reprodujo en la posada al despertar al señor
Liborio, el cual no quiso abrirnos sino después de haberse enterado de una carta
recomendatoria que nos había facilitado don Ramón, carta que fue una especie de
talismán, pues desarrugó el ceño del apacible durmiente y nos valió una acogida
calurosa. La esposa del señor Liborio se levantó también, reavivó la lumbre del
hogar, y se puso en vías de confeccionar— ¡oh estupefacción!— una tortilla, sí,
señores, una tortilla sabrosísima, bien aderezada, en la cual no se echaba de menos
ni el cebollino que se usa en Europa. Unas cuantas patatas asadas al rescoldo, manteca, pan,
pero verdadero pan de trigo, y una buena taza de chocolate, á la cual el
molinillo sacó espuma en un tris, constituyó el menú de esa cena inesperada, y
acogida con verdadero entusiasmo. Además,
la sala en que
nos hallábamos tenía el piso enladrillado, el
techo era regular, y entre los muebles se veía una cama con pabellón, una mesa de madera
cepillada, bancos y escabeles confortables, de modo que presentaba un
aspecto aseado que nos regocijó en extremo. El
cubierto se componía de platos de loza, cucharas y tenedores de estaño bien acicalados, tiras de lienzo crudo a guisa de
servilletas y copas de cristal llenas de agua trasparente.
Todo ello revelaba un estado de civilización absolutamente distinto del
que habíamos observado hasta entonces.
Al manifestar la extrañeza que esto me producía al señor Liborio, —
Somos antioqueños,—me dijo con cierto orgullo. Y la explicación era muy
natural. Los habitantes de esta parte de Colombia son, en efecto, superiores a
los que habitan en los otros Estados del país, distinguiéndose por su amor al trabajo,
su aseo, su industria y su buen gusto.
Acostados sobre excelentes colchones y entre verdaderas sábanas, dormimos
de un tirón hasta el día siguiente á las seis de la mañana. Un examen detenido
del menaje de Liborio Arango confirmó plenamente la primera impresión que me
había producido, y por los detalles que allegué luego acerca del carácter
industrioso de los habitantes de Antioquia, estos acabaron de hacérseme
simpáticos.
El matrimonio, a falta
de hijos, había adoptado a una linda muchacha, la cual bordaba en un tambor, y gracias a ella vi esta operación por primera vez.
El día siguiente era domingo: el tiempo había mejorado y Juan vino a
reunirse con nosotros. Mandé cuidar las acémilas maltrechas, saldé la cuenta de
los guías, despedí el ganado suplementario y me puse en situación de hacer
tranquilamente las debidas observaciones sobre el país y sus habitantes.
Dediqué mi primera visita al cura párroco, el cual, en espera de la hora de
decir misa, me
puso de manifiesto algunos documentos interesantes.
Salento es una aldea de
formación reciente que cuenta a lo sumo doscientos habitantes. Hace sólo doce
años que tiene el nombre que lleva, pues antes se llamaba Boquía. Su
distrito cuenta unos dos mil habitantes diseminados, que ocupan algunos
millares de hectáreas de terreno y viven del producto de la cría de algún
ganado, así como de las cosechas de trigo y maíz, cuyos granos van a vender al
Cauca o se consumen en el país. El rio Cauca, que pasa por la parte baja de la
aldea, imprime movimiento a un molino, cosa rara en aquellas comarcas. Un poco
más lejos su corriente toma el nombre de rio Boquia y sus ondas mezcladas corren hacia el Oeste hasta unirse al rio de la
Vieja, afluente del Cauca.
La iglesia de Salento,
construida por los años de 1850, es un edificio único
en su género, pues desde la base á la techumbre está hecha de madera de Ceroxylon
andícola, de modo que bastaría raspar las columnas de la nave de ése modesto
edificio para recoger la cera necesaria para los cirios del altar. Pobre
es su interior; pero bajo su techumbre se reúnen los fieles animados de una fe viva y sincera. Aquel día mismo
tuve una prueba de ello. El párroco decía misa,
y como quiera que la iglesia fuera incapaz para contener a todos los feligreses llegados de las cercanías, un gran número de estos permanecían
en la plaza hablando en alta voz con los
vendedores allí instalados; pero cuando se tocó a alzar, callaron todos y se
prosternaron en el suelo, sin faltar uno, quitándose los sombreros. Con
el último campanillazo todos se levantaron, los que antes hablaban reanudaron
el interrumpido coloquio, y la muchedumbre recobró la animación y el
movimiento, cual si fuesen escolares en ausencia del maestro.
Durante los tres días
que hube de pasar en Salento, para coleccionar,
dibujar, escribir, y empajar, etc., etc., ni un solo instante se desmintió el
buen proceder de nuestro huésped y de su esposa, a los cuales les quedo en
extremo agradecido.
El día 13 de marzo, a las diez, nos poníamos nuevamente en marcha, con un tiempo
magnífico, muy bien humorados, con las bestias rehechas y la esperanza de ver
trocados los lodazales horribles por el suelo firme del valle del Cauca. Íbamos
descendiendo
rápidamente hacia el rio del Quindío, cuyas aguas torrenciales, que
chocan y se estrellan contra los asperones y traquitas rodadas, el cual
franqueamos luego. El accidentado valle que a la sazón atravesábamos estaba
sembrado de guijarros, lo cual me dejaba presentir un cambio propicio en el afirmado
del camino que íbamos a seguir. ¡Ilusoria esperanza! Desde la primera cuesta empezaron
los barrizales y con ellos nuestro tormento. A cada instante la carga de las
mulas se desprendía, las acémilas caían de la peor manera y las mataduras de
sus lomos, recién cicatrizadas, quedaban abiertas de nuevo tres cuartos de hora
después de la partida. De esta suerte hubimos de andar leguas y más leguas con
barro hasta la barriga de las mulas, recorriendo sin tregua ni descanso tan
doloroso calvario. Recuerdo que en un mal paso probé á encaramarme sobre la
escarpa del camino, manteniendo en ella la cabalgadura; pero le faltó un pie y
se cayó en un hoyo de unos dos metros de profundidad, más angosto que su
cuerpo, dejándome á mí encima y sin saber cómo sacarla de allí. Logrólo tras
mil penosos esfuerzos, y cien pasos después teníamos que bregar con nuevos
obstáculos. Resolviendo en el acto y como mejor podíamos tales problemas, que a
cada instante se renovaban, sin dejar al propio tiempo de recoger ejemplares de
historia natural y en medio de una espantosa borrasca que dejó rezagado el resto de la caravana,
llegamos a un miserable rancho llamado
Novilleros, donde decidimos pasar la noche. A nuestro paso habíamos dejado
otras cabañas apénas columbradas, conocidas con el nombre del Roble y
Portachuelo y plantadas en medio de los cenagales, que no habían cesado un instante desde que
salimos de Salento.
La colonia de Novilleros contaba por únicos habitantes
una mujer sorda y un niño. AI pedirles hospitalidad se
mostraron muy azorados; pero luego hicieron cuanto estuvo de su parte para
prepararnos una pobre pitanza, y una vez puesto en orden lo recolectado durante
el día, colgamos las hamacas de unos postes y pasamos la noche bastante bien.
La etapa del día siguiente debía ser larga, sobre todo por poco que los
malos caminos continuaran. A las siete y media cabalgábamos ya subiendo y bajando
cuestas. El tiempo había abonanzado y la temperatura variaba entre los diez y
ocho y los veinticuatro grados.
Entrábamos en la zona
templada, entre mil seiscientos y mil ochocientos metros de altura, clima
delicioso, cuando el cielo está raso, una vez terminada la estación lluviosa. La
flora de Quindío, que se ostenta en toda su variedad, me dejó atónito por su
riqueza. En las mismas orillas del camino, sobre la misma zona de terreno
cortada por el desmonte que tenía unos diez metros de anchura, los árboles
desmochados y las especies herbáceas
de grandes hojas presentaban proporciones
desusadas y una elegancia sin igual. ¡Qué admirable colección
de plantas de hojas ornamentales propias para agregar a las que han conquistado
ya el público favor en los paseos y jardines parisienses! Las que más me llamaron la
atención por su extraordinario desarrollo pertenecen
a los géneros Artaníke, Solanum, Cecropia,
Xanthosoma, Ficus,' Pionandra; Bocconia,
Laportea, á las melastomáceas, helechos, escitamíneas,
etc., etc. Dos palmeras, nuevas para mí, la Syagrtis Sanchona, de tronco anillado y pedículos encarnados, y un Astrocaryum
armado de temibles púas y cubierto de frutos
ovoideos, amarillos y sabrosos, reemplazaron á los ceroxilones, los cuales
desaparecieron cuando llegamos la altura de mil ochocientos metros. La última
cabaña, en la cual vi troncos de esta especie
empleados como madera de construcción, lleva el nombre de Pavas[2]
y está situada cerca de los ranchos de San José y de Buenavista. Dichos troncos forman la totalidad de la construcción, inclusa la techumbre, de la cual
sólo la parte superior está revestida de follaje.
A medio día llegamos a la Cuchilla de Mejilla, situada a mil seiscientos
diez y ocho metros de altura. Tomamos por todo almuerzo una taza de mazamorra hervida
con harina de maíz, que reemplaza la chicha y el guarapo. Los bambúes anuncian
la proximidad de tierra caliente. Todas las barracas estaban rodeadas de
frondosos plátanos y papayos cubiertos de fruta.
Mientras se calentaba
el pisto claro que nos estaba destinado, saqué un dibujo de la mísera cabaña.
Sentado Fritz en el tronco que servía de umbral, derrengado por aquella carrera
matutina en medio de baches y cenagales continuos, lleno de barro hasta el
cogote y apoyada la frente en las manos, parecía la estatua de la desolación. Para el
acarreo de agua, aparte de las tarras o jarras de bambú formadas con un trozo
de caña comprendido entre dos nudos, se emplean también tubos de dicha caña
compuestos de varios entrenudos cuyos tabiques están agujereados en toda su
longitud, excepto uno de los extremos, estando el otro tapado.
Esos tubos llevados en
hombros por la harapienta señora de la casa y su progenie, se colocan todas las
mañanas en un rincón del rancho, a modo de tinaja, y sirven
para el abastecimiento cotidiano.
Mientras se guisa el tasajo acierta a pasar por en frente de la casa una
comitiva de cargueros. Los detuve un momento y mediante un trago de anisado, obtuve
de ellos algunos informes útiles.
— Los antiguos portadores del Quindío— díjome uno de ellos— se llaman
indistintamente cargueros ó silleros, tomando el nombre de la silleta o silla
de mano. Antiguamente la silla era distinta de la que se usa en la actualidad,
que es una especie de baste o albarda hecha a propósito para llevar mercancías.
Componíase entonces de un marco o bastidor hecho con cuatro cañas de bambú y
con un asiento que podía bajarse o levantarse según mejor conviniera, y un
travesaño, también movible, para poner los pies, de modo que venía a formar una
verdadera silla en la cual se sentaba el pasajero, apoyando la espalda contra
la del portador.
La caza abunda en
aquellos andurriales. Precisamente mientras estaba departiendo con los
cargueros, salió del bosque un apuesto mozo llevando unas pavas, magníficas
aves, que acababa de matar, en las cuales reconocí una especie de Penélope
peculiar de la comarca, que no es más que la Parracúa de Goudot (Ortalida
Goudot, Less). Su tamaño excede al del faisán común y tiene las plumas de la
espalda de un color casi negro con reflejos brillantes de un color verde
oscuro, las del cuello grises, rubias en las extremidades, y azules y muy
hermosas en la región temporal. La carne de esta ave es deliciosa.
Al salir de la Cuchilla de Mejilla, se ofreció a mi vista un nuevo
espectáculo, pues por espacio de muchas leguas y sin la menor interrupción
anduvimos a
través de espesos bosques de bambúes que formaban sobre nuestras cabezas
verdaderas bóvedas de verdura. Misteriosa penumbra reinaba bajo aquellos tallos
rectos y altos, cubiertos de ramas de un color verde
claro y de aspecto elegantísimo. Luego en un claro reapareció la caña dulce, anunciando la tierra
caliente. Según
una observación que verifiqué, estábamos á una altura de mil trescientos cincuenta
metros. A fin de apresurar la marcha, dejamos
la casa llamada la Balsa, y en medio de un infernal concierto de monos
aulladores llegamos á la vista de la cabaña del negro Vicente Garcés, de
Tambores.
Después de haber sorbido, haciendo de tripas corazón, un inmundo puchero
de mazamorra, recorrí los terrenos desmontados alrededor del
rancho, que contenían una pequeña plantación de yuca, algunos plátanos, maíz, y
un campo de tabaco.
— Esta planta por sí sola— dijo Garcés— me da lo necesario para sostener
a la familia.
¿Quiere V. saber cómo se cultiva aquí en la
comarca? Se siembra la simiente después de la cosecha de maíz, y tres meses más
tarde se hace la primera cosecha de hoja, tras de la cual se poda el tallo por
el pie, y se obtiene una segunda cosecha a los tres meses. Luego se plantan en
el terreno arracachas, plátanos o yucas. En cuanto a la hoja del tabaco, secada
á la sombra por espacio de tres semanas, vienen a comprarla los mercaderes de
Cartago, que suelen pagarla a real la libra (un franco el kilógramo).
Para ir de Tambores á Piedra
de Moler, en cuyo punto el camino atraviesa el rio de la Vieja,
bastan tres horas de marcha
caballo, cuando el camino está sólo medio practicable.
A las ocho y media salimos de la choza de los negros. La vegetación
dominante en esta parte del camino está representada por una euforbiácea
arborescente, que a menudo alcanza una altura de veinticinco metros y se
distingue además por el color ceniciento del follaje. El espesor
de la capa vegetal era tan considerable allí que, a partir de Salento, no vi
una sola piedra en toda la región, de suerte que ignoro en
absoluto la composición geológica de ese reverso del Quindío. La roca está
cubierta por todas partes de bancos de arcilla y humus mezclados con partículas
arenosas. Sólo por excepción, debajo de Tambores,
á mil doscientos cincuenta metros, se ven unos asperones de color rojizo que no
tienen nada de común con la arenisca roja é implican una formación mucho más
remota, desconocida en América.
A las once y media y con una
temperatura de veintiséis grados llegamos á orillas del rio de la Vieja, y en el punto
conocido por Piedra de Moler aguardamos al barquero sentados á la sombra
de unos calabaceros cubiertos por una linda orquídea (Ionopsis pulchella), que
Humboldt y Bonpland recogieron en el mismo paraje, ochenta años atrás. El rio, sumamente torrentoso allí, tiene una anchura de
unos cien metros, corre hacia el Norte antes de hacer un brusco recodo, cual si
de nuevo se encaminara á Cartago, y más abajo se une al Cauca.
Despachado el almuerzo rápidamente, y después de capturar algunos insectos, recoger lindas
plantas y sacar un croquis del paso del rio, ya no nos quedó más que
franquear la última serie de colinas compuesta de greda compacta y cantos rodados.
El suelo está cubierto de una vegetación espesa; y los árboles, menos elevados,
se caracterizan principalmente por la presencia de una gran papilionácea, que
ya habíamos observado en Pandi, la Erythrina corallodendron, adornada de
hermosas flores encarnadas.
Desde la cúspide de estas colinas hacia Occidente se divisa todo el
vasto valle del Cauca que contemplamos por primera vez. El color de esmeralda
que predomina en esta inmensa llanura cuajada de prados, cultivos y bosques,
tras de los cuales circula el rio que le da nombre, forma un contraste risueño
con los tonos violáceos y brumosos de la Cordillera occidental que limita esta
vasta extensión de territorio. A nuestros pies se ven los tejados de Cartago, donde
estaremos dentro de tres horas, en los cuales reverbera la luz del sol, y las empalizadas
de bambú que marcan las líneas divisorias de las propiedades. Por fin, penetramos en una región en la cual hemos de
encontrar un grado de civilización muy distinto del que hasta aquí hemos visto.
El terreno de las colinas, arenoso, sano y cubierto de pequeños fragmentos de
sílice negra, que resbalan al contacto de los cascos de nuestras cabalgaduras, indica
la presencia de una región seca. Los árboles y arbustos ofrecen también un
aspecto distinto. En el tronco de aquellos echo de ver una de las orquídeas más
bellas de cuantas conozco, la Catlleya Triance, cuyas flores sonrosadas, con
labelo de color morado, son anchas como la palma de la mano. De todas las ramas
penden guirnaldas de bromeliáceas multicolores, entre las cuales sobresalen las
espigas blancas, coloradas y verdes con estrías negras del Guzmania tricolor,
tan encantadoras, que no puedo resistir a la tentación de formar con ellas un
gran ramo.
Notase una particularidad interesante en esta parte seca del país. Los
troncos de los árboles situados al borde de los pedazos de bosque desmontado, a
los ocho días se vuelven blancos del lado que Ies da el sol, cuyo color se
destaca sobre el fondo verde-oscuro del follaje, contraste que se acentúa aún
más, poniendo en parangón su blancura con el color negruzco que presentan los
demás troncos a la sombra y entre la atmósfera húmeda de los bosques.
Por fin, dejamos atrás el Quindío, y al
valle del Magdalena sucede el del Cauca, al cual me dirijo con el propósito de
estudiar su topografía, historia y producciones, así como los usos y costumbres
de sus moradores, remontando el río á pequeñas jornadas en una extensión de
trescientos kilómetros, es decir, casi desde su origen. Esta comarca es una de las más ricas y hermosas del universo, tanto, que
habiendo un colombiano preguntado a Humboldt qué le parecía, éste contestó: — Es un
paraíso terrenal; — añadiendo a renglón seguido: — habitado por fieras.
Alusión un tanto dura, pero justa por otra parte, a las guerras civiles que en
distintas ocasiones
han desolado el país y despertado el encarnizamiento de sus habitantes.
En lo sucesivo, el hombre tendrá una parte más importante en el presente
relato, no en verdad porque la naturaleza deje de reservarnos aquí también espectáculos
nuevos y curiosos, sino en razón de que la civilización ha echado fuertes
raíces en el Cauca desde los primeros tiempos de la conquista, y no considero
desprovisto de interés un estudio de su desarrollo, periodos de paralización, y
estado actual, bosquejando a la par una hipótesis sobre el porvenir reservado a
este valle sin igual, que podría sustentar cincuenta millones de habitantes, y
no cuenta en el día más allá de quinientos mil.
Embargado el ánimo por estas reflexiones,
recorrimos de un galope y en breve tiempo, los tres o cuatro kilómetros que
quedaban de camino a través de las praderas cortas del Cauca, para entrar en
Cartago, en cuyas calles empedradas con cantos rodados, resonó el día 15 de
marzo a las cuatro de la tarde, el choque de los cascos de nuestras
cabalgaduras.
[1]
VIAJE Á LA AMÉRICA EQUINOCCIAL 671 AMÉRICA PINTORESCA
[2]
VIAJE Á LA AMÉRICA EQUINOCCIAL 681 Cabaña y palmeras ( Astrocaryon y Ceroxylon)
en las Pavas, Quindío