sábado, 29 de enero de 2022

MEMORIAS DE JEAN BAPTISTE BOUSINGAULT, 1824. Paso de la Cordillera Central por el Quindío.

 




MEMORIAS DE JEAN BAPTISTE BOUSINGAULT, 1824.

Paso de la Cordillera Central por el Quindío.


Notable viajero y navegante francés,que pasó el Camino del Quindio consigna las impresiones de su viaje por el Quindío, para llegar al valle del Cauca.

Había cruzado la cordillera por el Nare y Marinilla, a 6° de latitud norte; luego un grado más al sur, por Herveo, yendo de Mariquita a Supía. En 1827 tuve la ocasión de pasar el Quindío rumbo a Cartago y de esta ciudad a la Vega de Supía, donde acababa de ser nombrado superintendente con la misión de organizar y de ampliar la explotación de minas de oro. Se utilizarían materiales y personal traídos de Inglaterra para trabajar en un sitio en donde no existía ningún recurso. Al penetrar al Cauca por el Quindío podía llevar a cabo reconocimientos en Cartago y Río Sucio, caminando por la Cordillera Central en forma paralela al río. El paso del Quindío es la vía preferida para el transporte de las telas bastas fabricadas en el Socorro, que tienen gran consumo en las provincias del sur.

Me instalé en Ibagué con el fin de preparar mi expedición, lugar donde se consiguen los cargueros y allí reposé algunos días de las fatigas que había sufrido en mis repetidos viajes por la meseta de Cundinamarca. Ibagué goza de un clima delicioso y no sin tristeza deja uno ese gran pueblo. Es un oasis de agradable temperatura en el centro de las regiones ardientes del valle del Magdalena y de los lugares fríos de las montañas que alcanzan la altura de nieves perpetuas, sobre los nevados de Tolima, Santa Isabel y Ruiz. En Ibagué se dispone de víveres en abundancia y cantidades considerables de agua limpia. En el momento cuando iba a internarme en el Quindío, recibí la orden de vender un aprovisionamiento de alimentos en conserva, destinados a una expedición que debía haber llevado a Santiago de Veragua, al oeste de Panamá, pero que fue suspendida. En consecuencia, abrí un almacén, después de haber hecho anunciar por medio de tambor que se procedería a la venta de conservas, de jamones y de lenguas ahumadas, a precio fijo. El botánico señor Goudot se ocupó del mostrador y yo me mantuve detrás de la puerta, con una gran caña de azúcar a la que había retirado sus hojas. A la hora señalada los compradores se presentaron: eran indios, mestizos y todos rechazaban con desdén las conservas en sus cajas de metal, pero sí apetecían los jamones; desgraciadamente comenzaron a regatear. Fue entonces cuando salí de mi escondite y apliqué a esos compradores un buen golpe de mi caña, diciéndoles: “¿Ah, conque regateando, no?” Al día siguiente ya no había clientes; parte de los víveres los llevamos a la selva y el resto fue enviado a los oficiales de las minas de Santa Ana.

Tan pronto supieron que yo iba a entrar en la montaña, los cargueros me ofrecieron sus servicios; por casualidad tengo a mano una lista del personal que enganché y que reproduzco como documento interesante, porque allí se encuentran los precios que se pagaban a los que transportaron nuestros equipajes […] Para el transporte de una persona, un carguero exige 16 piastras y la comida; “el sillero” debe tener un paso suave, pues su carga viva está sentada sobre una silla de caña, suspendida por una banda que lleva sobre la frente el portador. El transportado debe permanecer inmóvil, mirando hacia atrás y con los pies reposando en un travesaño; en los sitios escabrosos como al atravesar un torrente sobre un tronco a manera de puente, el sillero recomienda al patrón que tiene sobre la espalda, cerrar los ojos. Es cierto que nunca sucede un accidente, pero da lástima ver al carguero sudando gruesas gotas a la subida y oírlo respirar, emitiendo un silbido tremendo; a pesar de las ofertas que me hizo un sillero de los más reputados preferí pasar la cordillera a pie. El bastimento que debíamos llevar consistía en tiras de carne seca de res, bizcochos de maíz, huevos duros, azúcar en bruto (panela), chocolate, ron, pedazos de sal que se conocen con el nombre de “piedras” y resisten a la humedad, y cigarros. Yo debía alimentar solamente a los cargueros que llevaban los víveres, la cama y las hojas de bijao; los otros llevaban su propia alimentación o sea “tasajo”, panela, chocolate, arepas y sobre todo “fifí”, bananos verdes secados al horno, cortados en tajadas longitudinales, todavía harinosos al punto que adquieren la dureza y la consistencia del cuerno; para comer “fifí” en vez de pan, se le rompe con una piedra y se remoja en agua esta curiosa preparación, que no he visto hacer sino por los cargueros de Ibagué, es absolutamente resistente al ataque de los insectos y una ración pesa la cuarta parte de lo que habría pesado fresca.

En mi equipaje llevaba la suma de 45.000 francos en onzas de oro e indico esta circunstancia porque, lejos de disimularla, recomendé el precioso metal a la atención de los cargueros que iban a llevarla; yo no tenía ni la menor sombra de duda sobre la probidad de estos hombres y sin embargo íbamos a pasar días y noches en la selva, lejos de toda habitación y de cualquier socorro. He tenido la ocasión de cruzar tres veces el paso del Quindío, y daré detalles del diario de esta primera experiencia, reservándome el hacer conocer, como complemento, los incidentes sobrevenidos en el curso de los otros dos viajes.

El 29 de mayo encontramos que el terreno para llegar de Cruzgorda al río Quindío era un pantano; en 3 horas de marcha llegamos a la orilla (altitud 1.816 metros, temperatura 16°) y pasamos el río sin accidente. En seguida subimos hasta el alto de Lara Ganao (altitud 2.067 metros), luego seguimos hasta El Roble (altitud 2.114 metros, temperatura 16°). Al salir de allí me picó cruelmente en el pie una avispa brava; un carguero me trató por medio de la aplicación de tabaco mascado sobre la picadura y el alivio fue inmediato; pude continuar la marcha. Acampamos en el Socorro (altitud 1.880 metros, temperatura 17°). El 30 de mayo fui a desayunar a Buenavista (altitud 1.837 metros, temperatura 17°). Allí comienza la peor parte del camino; uno camina en los guaduales expuesto a las espinas de esas gigantescas gramíneas y en un barro que llega a las rodillas; en camino me refrescaba con el agua que se obtiene de las guaduas, practicando una abertura por encima de uno de los nudos de la vara; con una sola punción obtuve 1/4 de litro de líquido; agua clara, fresca y como lo demostró después el análisis, casi pura. Este es un gran recurso para los que atraviesan los largos guaduales y calman su sed con agua límpida; allí donde no hay en el suelo sino agua barrosa que es necesario esperar que decante.

Por la tarde llegué cansado, mojado y cubierto de barro al sitio de La Balsa (altitud 1.279 metros, temperatura 22°). Me alojé en una cabaña en donde esperé la llegada de mis cargueros; la mayor parte de ellos estaban retrasados y es fácil imaginar que con sus cargas, en una estación de lluvias, no me podían seguir por lenta que fuera mi marcha. Llegaron el 1o. de junio, pero faltaba el que traía los 45.000 francos en oro. Envié a dos de mis hombres a buscarlo y regresaron pronto con el tesoro; el pobre diablo a quien se lo había confiado tuvo que regresar a Ibagué porque lo habían atacado las fiebres. El 2 de junio, muy temprano me puse en camino hacia Cartago, al oeste, suroeste de La Balsa. El camino fue pésimo hasta el río de La Vieja o del Quindío, en donde me detuve a mediodía, (altitud 972 metros, temperatura 26°). Este río recibe la quebrada de Piedramoler y es cerca de su unión donde se le atraviesa: existe confusión de nombres, ya que cada uno le da el suyo, pero en definitiva es la unión de las aguas que bajan de la vertiente Oeste del Quindío. Para llegar del Magdalena al Cauca, remontamos el lecho del río San Juan y llegados al punto culminante del camino, al páramo, bajamos por el lecho del río del Quindío. Ya lo he dicho: las rutas naturales para atravesar una cadena de montañas son los torrentes que bajan de sus picos.

Llegué a Cartago por la tarde con la más extraña vestimenta que había ideado para evitar la lluvia: parecía un individuo que saliera de un baño de barro; mi ayudante, a quien había enviado adelante, había tomado en alquiler una casa espaciosa de estilo morisco, con galerías interiores que daban sobre el patio; las habitaciones que daban a la calle estaban ocupadas por personas encantadoras entre ellas una sirena de ojos azules.

Del páramo a Cartago, midiendo con cadeneros la distancia, se encontró que hay 12 leguas de 6.660 varas y yo había necesitado 9 días para recorrer esta distancia. Me limitaré a contar algunos incidentes: En enero de 1830 pasé el Quindío montado sobre una mula con tiempo muy favorable. En esta época, una división del ejército colombiano regresaba del Perú; el general Bolívar que la había precedido me dio algunas indicaciones.

El 26 de enero fui de Ibagué a las Tapias, el 27 pasé la noche en el Tambo del Toche; cerca de Aguacaliente encontré un sillero muerto por los golpes que le había dado un miserable oficial para obligarlo a andar; ¡nadie se preocupó de este asesinato! A las 3 llegué a la fuente de agua gaseosa. El 28 de enero llegué al punto culminante de páramo; durante la subida encontré una compañía de lanceros, camino de Ibagué, y los oficiales y soldados, andando a pie, quedaron muy sorprendidos de verme montado; cuando los dejé, entré en uno de esos caminos sombreados que ya he descrito, cuando de repente mi mula dio un salto prodigioso a tal punto que con mucha suerte pude agarrarme de una rama y mantenerme suspendido, mientras que mi asistente lograba hacer pasar a la bestia el sitio en donde se había espantado; el animal había metido su pata en el abdomen de un soldado enterrado y de allí había salido un gas de extrema fetidez; fue la jornada de las tristes aventuras. Al llegar allí, donde termina la vegetación arborescente, noté una fosa que había sido tapada recientemente y observé que la tierra se movía por debajo: inmediatamente salté de la mula y, con la ayuda de mi asistente, me dediqué a desenterrar el muerto que se agitaba; apenas habíamos comenzado, lo vimos sentarse; era un granadero, tenía los ojos fijos y volteaba lentamente la cabeza a izquierda y a derecha; lo apoyamos contra un arbusto y acerqué a sus labios mi cantimplora que contenía ron, pero no tuvo tiempo de tomarlo porque cayó otra vez pesadamente; su pulso ya no se sentía y lo volvimos a colocar en su tumba sin cubrirlo de tierra. Pasé la noche cerca de él en el Paramillo, en donde sentimos frío: el termómetro bajó a 8º. El 29 de enero pasé la noche en el Araganal (Arrayanal). El 30 estaba en La Balsa, el 31 entré a Cartago a las 2 de la tarde. Montado en una mula había pasado el Quindío en 5 días y medio.

Cartago es una de esas poblaciones de las regiones calientes hermosas, bien construidas, con sus calles centrales que la dividen en manzanas y bordeadas de casas cubiertas de paja. Una plaza espaciosa, una iglesia y altas palmeras que dominan las construcciones. No hay movimiento por su escasa población poco activa y que vive de poca cosa, pero es uno de los centros comerciales del Cauca. Comunica por el Norte con la Vega de Antioquia, por el Sur con Cali y Popayán y por el Oeste con el Chocó. Hice pocas relaciones con los habitantes, a excepción de un francés, Gabriel de la Roche Saint-Andre, cuya fe de bautismo tengo y quien era administrador del estanco de tabaco; había servido con los guerrilleros realistas de Vendeé de Francia y emigró, durante la revolución, siendo de los pocos que pasaron a América; en Cartago se había casado con la hija de un señor Marisinluma, orgulloso de la nobleza de su familia y tuve a la vista todos los títulos, escudos, sellos, etc. La señora de la Roche, cuando la conocí, era todavía una belleza, aun cuando ya era madre de 5 o 6 niños, pero carecía de la más elemental educación. Yo dudo, inclusive, de que supiera leer y se pasaba la vida confeccionando cigarros. El interior de la casa del señor de la Roche puede dar una idea de la vida en América meridional: construida en adobe y recubierta de teja, no tenía sino un piso, con una sala inmensa, sin cielo raso, en donde no había sino una mesa, algunos sillones macizos, recubiertos de cuero de Córdoba, un tinaja gigantesca colocada en corriente de aire, en donde el agua por efecto de la evaporación, tenía constantemente una temperatura inferior —en varios grados— a la de la atmósfera; dos alcobas en las extremidades de la sala, cuyas puertas se abrían sobre el patio interior. La señora y sus hijos andaban descalzos; no se usaban las medias sino para ir a la iglesia, seguidos de un esclavo que llevaba un tapete para sentarse a la manera oriental. Las señoras llevaban, todo el día, flores en sus magníficas cabelleras. El marido comía solo en la mesa, servido por un niño. El resto de la familia tomaba sus alimentos en la cocina, en el suelo, cerca del fogón. En cuanto a la alimentación, era la misma que yo tenía en la selva: tasajo, bananos, tortillas de maíz y chocolate y agua clara para beber, la cual se obtenía en el río de La Vieja que baja de los nevados del Tolima.

Cartago se halla sobre la orilla derecha del Cauca y un poco por encima de su nivel, cuya altura es 978 metros, la temperatura es de 24,5°. En distintas oportunidades he permanecido bastante tiempo en esta ciudad que cuenta con algunos millares de habitantes, hacendados y comerciantes; los esclavos eran muy numerosos. Allí la vida es fácil y ociosa para los blancos.  Conocí poca gente, la mayoría en los vecindarios de la casa donde vivía. Las mujeres graciosas más que bonitas, agradables con sus cabellos entremezclados de flores. Este adorno puede tener inconvenientes; yo tenía muy buena amistad con una muchacha joven, fresca, gordita, con hoyuelos al sonreír y bellos ojos negros y que tenía la increíble facultad de ver, sin anteojos, el primer satélite de Júpiter. Un día iba yo a cenar a una hacienda a algunas leguas de Cartago y le di un abrazo a mi bonita amiga, como era costumbre y luego monté a caballo. Por la tarde, al regreso, le di otro abrazo, cuando de pronto se enojaron todos conmigo y se alejaron como si yo fuese un leproso, haciendo unas expresivas muecas, como las saben hacer las mujeres de las tierras calientes. Pregunté la razón de esta acogida tan singular y la respuesta fue la siguiente: —“¿Usted abrazó a Gabrielita?” — “¿Y cómo lo sabe?” — “Lo sabemos, porque usted huele a las flores que ella usa en sus cabellos”. Me fue imposible negarlo. Luego vino una curiosa recomendación: —“Después de comida no le daremos café”. —‘‘¿Por qué?” —“Porque no”. Debo callar la razón, pues parece que el efecto atribuido al café está generalmente admitido por las señoras de la América meridional. Las señoritas del Valle del Cauca son excelentes bailarinas, como lo son las damas españolas. Hay que verlas, dentro de un vestido liviano, con su talle esbelto sin que esté aprisionado por un corsé, bailando un bolero, un fandango, un molé-molé, sin otra música que la de un negro que agita su alfandoque, un tubo de bambú que contiene piedritas, improvisando al mismo tiempo canciones, algunas veces eróticas o historietas escandalosas; para refrescarse, ron, del que rara vez se abusa. No es fácil describir la animación de las bailarinas, ni la vivacidad de las jóvenes en estas reuniones nocturnas: es algo así como una embriaguez. Si se exceptúa la compañía siempre agradable de las mujeres, la ciudad no ofrecía ningún otro recurso.

Yo me ocupé en las observaciones meteorológicas; el estudio geológico de los Viajeros en la Independencia terrenos habría tenido muy poco interés si no me hubiesen llamado la atención algunos raros depósitos silíceos. El suelo del Valle del Cauca entre Cartago y Anserma Nuevo, es un relleno depositado en el fondo de un lago. Llaman la atención sobre toda la llanura, montículos aislados formados de estratos de arena y de arcilla arenosa con la superficie recubierta por 30 centímetros de una sustancia blanca, la “tierra blanca”, utilizada para blanquear las casas cuando se ha disuelto en agua, previamente hecha pegajosa por medio de la savia de algunas plantas, casi siempre el cacto. Esta tierra, muy liviana y quebradiza es un sílice impalpable, casi puro, parecido al que depositan las aguas calientes del Quindío y no es improbable que también tengan un origen termal; la extensión superficial de este yacimiento de sílice es considerable y su espesor es muy pequeño. Yo utilizaba como combustible en las lámparas de mi laboratorio portátil un aceite extraído del fruto de una palmera “palma real”, obtenido por medio de la ebullición. Este aceite tiene un sabor agradable, se usa para freír y podría conseguirse en cantidades considerables; es el aceite cosmético que las bellas caucanas ponen en su pelo.

Entre los personajes originales que conocí en Cartago, citaré dos: el uno era un joven sacerdote, quien en su infancia había caído desde lo alto del campanario de Anserma Nuevo y se había desplazado la mandíbula en tal forma que la boca se encontraba en el sitio de la oreja, de manera que cuando comulgaba parecía que se ponía la hostia detrás de la cabeza. El otro era un fiscal acusador público quien había perdido la razón a consecuencia de un hecho trágico: gracias a su requisitoria un asesino había sido condenado a muerte y cuando el hombre iba a ser ejecutado, una columna española entró en la provincia; el condenado era un realista exaltado que esperaba ser puesto en libertad por el comandante ibérico, contando como único motivo que la sentencia había sido proferida por un tribunal republicano; el acusador público estaba persuadido de que sería acusado ante los españoles y por ende perseguido y condenado y estaba tan convencido de ello que llegó a la cárcel y mató al prisionero de un lanzazo así que el juez se convirtió en verdugo. La impresión que tuvo fue tremenda y perdió la razón sin poderla recobrar jamás; ¡el pobre hombre era un alucinado! Cada vez que me encontraba preguntaba si no había cumplido con su deber matando al asesino juzgado por el tribunal. Naturalmente yo siempre aprobaba su resolución para tranquilizarlo, pero era en vano; el miserable a quien había matado se convirtió en un espectro que lo persiguió por todas partes.

Anotaré dos incidentes que me sucedieron durante mi permanencia en Cartago: estaba en casa del señor de la Roche, mi compatriota, cuando el señor Durán, su vecino, llegó todo asustado con una taza de chocolate en la mano, dentro de la cual había una cuchara de plata ennegrecida; su cocinera, una negra esclava, acababa de servirle el chocolate, cuando notó la alteración que había sufrido el metal y no fue difícil reconocer que el brebaje contenía sublimado corrosivo: habían tenido la intención de envenenarlo. El señor Durán hizo aplicar 25 fuetazos sobre las grandes nalgas de la negra y todo terminó. Estoy convencido de que los casos de envenenamiento son muy frecuentes en América meridional, especialmente en las localidades aisladas donde el criminal está seguro de la impunidad. El otro incidente tuvo un carácter político: era en 1830 y acabábamos de enterarnos de la muerte del Libertador, la cual me causó grande pena. El partido demagógico se alegró de este triste suceso y sus miembros no tuvieron vergüenza de ofrecer un baile, actitud que me hirió, lo mismo que a uno de mis camaradas, además de que tuvieron la frescura de invitarnos. Por la tarde nos pusimos nuestros uniformes con una banda negra en el brazo para ir a la invitación; una vez dentro de la sala y habiendo dado francamente nuestra opinión sobre la inconveniencia de esta fiesta en un día de duelo público, desenfundamos nuestras espadas y apagamos las velas. Las mujeres se pusieron a llorar y los caballeros a gruñir, pero en un instante la sala quedó evacuada. ¡Acabábamos de cometer una imprudencia que podía habernos costado la vida, pero no hay nada como la audacia! Dejé a Cartago para ir al distrito de la Vega de Supía por la selva que bordea la orilla izquierda del Cauca; éste es un trayecto difícil puesto que hay que atravesar torrentes impetuosos y barrizales y además es el camino de las recuas de mulas que van de la Provincia de Popayán a la de Antioquia. Río Sucio, a donde se llega saliendo de la selva, estaría en línea recta a 12 o 13 leguas al norte de Cartago. Sin embargo, son tales las dificultades que presenta el camino, que en mula se gastan de 5 a 8 jornadas. El punto más elevado de la ruta es el alto del Aguacatal, cerca de Río Sucio de Engurumí. Los numerosos cursos de agua que se encuentran bajan de la Cordillera Occidental. Se pasa a poca distancia de su desembocadura en el Cauca y si el camino no está más cerca a este río es con el objeto de evitar los guaduales, los barrizales y también para encontrar vados que los cargamentos puedan pasar sin demasiado peligro. La impetuosidad de los torrentes es tal que arrastra a una mula cuando el agua le llega a la cincha; el animal da una vuelta sobre sí mismo y no siempre puede ser salvado. Algunas veces sucede que el viajero debe demorar varios días debido a las crecientes del Cañaveral, del Apía, del Sopinga y del Opirama. Las rocas que se pueden observar son aquellas de las que ya hablé en la Cordillera Central y la Vega: esquistos, sienitas y grünstein porfídico. Las observaciones geológicas, por consiguiente, no presentan sino un mínimo interés; nada tan monótono como el recorrido de esta gran selva que cubre los contrafuertes de la Cordillera Occidental; el viajero se encuentra en la soledad, luchando contra los torrentes y los pantanos, cerca de Anserma Viejo y del Quindío. Anserma Viejo “el dueño de la sal” fue en otro tiempo una localidad importante. Los caciques hacían explotar sus aguas saladas que salían de las rocas porfídicas; de allí también se extraía oro de la Mina Rica, cuyo rastro se perdió; allí me alojé en casa de un alcalde indígena, quien me dio lo que vanamente había buscado hasta allí, es decir, la fecha de la famosa lluvia de cenizas que venían del Este y que cayó también en Cartago y en el Chocó: 14 de marzo de 1805, entre la 1 y las 3 de la tarde, cuando el cielo, de una gran pureza se oscureció de pronto. En Anserma se esperaba una lluvia muy fuerte, pero lo que cayó fue una ceniza negra de olor sulfuroso, lanzada por un volcán del páramo del Ruiz que cubrió toda la región. Dos años después, en 1807, se transfirió la Anserma fundada durante la Conquista, al sitio en donde se encuentra hoy día con el nombre de Anserma Nuevo. Los indios de raza pura permanecieron en la antigua localidad; Quinchía, cerca de Río Sucio, estaba habitado por tribus antropófagas, de acuerdo con la tradición.

En la travesía de la selva me sucedieron algunos incidentes: yo había salido de Cartago con una recua de mulas que portaban equipajes, víveres, etc. Después de un desayuno en el río Apía, se estableció el campamento cerca de la quebrada de las Coles, en un claro que ofrecía muy buen pastaje a las bestias. El cielo estaba magnífico, el aire tranquilo y me sorprendió oír llover abundantemente en la selva; podría decir que veía caer la lluvia: veía escurrir el agua, a la luz de la luna, desde la superficie de las hojas; era un fenómeno curioso que he observado varias veces al acampar en las selvas de las regiones cálidas. Es el efecto del enfriamiento ocasionado por la radiación nocturna, un rocío de abundancia excepcional. En la selva llovía fuertemente y a unos pocos metros de allí, donde acampábamos en el Contadero de las Coles, no caía ni una gota de agua. He sido testigo de una fuerte aparición de rocío inclusive fuera de la selva: era en el litoral del océano Pacífico, en una zona donde no llueve jamás. Un poco antes de la salida del sol el rocío caía y se podía recoger en suficiente cantidad, de las hojas de un plátano; los habitantes de la región creían que la planta extraía el agua del suelo, pero ésta es una condensación de vapor de la atmósfera por medio de las hojas que se enfrían y que además tiene el papel importante de contribuir a formar los ríos. A una cierta altitud en las montañas, gracias al agua condensada y por su extensión, los pantanos que se hallan en la base de los páramos del Quindío y de Herveo, son realmente las fuentes de estos torrentes. Las regiones boscosas al tiempo que llevan a la tierra la humedad que las hojas sustraen al aire, atenúan también la evaporación con su sombra. Así dan nacimiento y conservan el agua de los meteoros que han caído al suelo. Tuve necesidad de ir de Cartago a la Vega de Supía en tiempo lluvioso y fue necesario superar varios obstáculos, además de tener encuentros bastante inesperados. Desde mi salida de Anserma Nuevo no había dejado de llover y al entrar en lo más espeso de la selva, las mulas avanzaban con dificultad: tomé la delantera acompañado de mi asistente; al llegar al río Cañaveral apresuré la marcha con la esperanza de arribar al río Apia antes de una creciente; caminaba lentamente en los barrizales de Villalobos bajo una especie de techo de guaduas gigantescas, cuando vi a un hombre acurrucado cocinando alimentos; se enderezó y se dirigió a mí, manteniendo en la mano un largo cuchillo; yo desenfundé la “aguja” y colocándome en posición le ordené detenerse si no quería que le tumbara el brazo; bajó entonces su arma y permaneció inmóvil: era un anciano de barba blanca, un europeo o un mestizo; me contó que venía de Cartagena hacia Popayán, le di una moneda y un cigarro y le advertí que tuviera cuidado con mi asistente; el infeliz volvió a su marmita; se sospechó que fuera un galeote, evadido de prisión.

En Marmato monté un laboratorio para las pruebas de oro y de plata, provisto de todos los utensilios necesarios y una fundición para convertir el oro en polvo y en lingotes. Una de mis 75 Viajeros en la Independencia principales ocupaciones fue la de asegurar el agua necesaria para el servicio; el riachuelo de que disponíamos no era muy abundante; afortunadamente contábamos con una caída de cerca de 1.000 metros, diferencia de nivel entre el río Cauca y la acequia del Agua del Obispo, lo que me permitió superponer las norias y los lavaderos. Me ocupé en hacer limpiar el lecho del río Obispo, cerca del filo de la montaña y procedí a efectuar captaciones importantes. Durante estos trabajos sobrevino un derrumbe de tierra mueble que nos enterró hasta las rodillas; esto no presentaba peligro inminente, pero Davy, un buen galés constructor de molinos, sufrió un susto tal que le produjo un “volvulos” (obstrucción de los intestinos). El doctor Jervis, a quien llamé inmediatamente, juzgó desesperado el estado si el enfermo no consentía en dejarse operar. El pobre hombre se rehusó y el mal hizo rápidos progresos: expiró llamando a su mujer y a sus hijos que había dejado en su país; fue una triste escena y me reprocharé siempre no haberlo hecho operar sin su consentimiento. En mi situación yo podía actuar como lo considerara mejor; no lo hice y procedí mal. Creo que ya he dicho cómo era el trabajo ejecutado por los negros para extraer el oro de la pirita; un lavado y una trituración con molino movido por rueda de canjillones, luego el mineral en un estado de pulverización era arrojado en una especie de canal de madera que recibía un débil chorrito de agua; el lavador devolvía la pirita hacia la cabeza del canal hasta que la juzgaba suficientemente concentrada y enriquecida y entonces se extraía el oro en polvo, lavando en pequeñas cantidades en un plato cónico de madera llamado batea. ¿Cuál era la pérdida del oro en este proceso de una lentitud desesperante? Es imposible saberlo; algunas de las tentativas que hice para enterarme dieron resultados que no inspiraban ninguna confianza. Para tomar de nuevo el asunto en las manos, esperé a que una trituradora estuviera terminada y conduje entonces una larga y penosa serie de investigaciones hasta que, independientemente de la trituradora, instalé un laboratorio bien organizado, provisto de sus instrumentos de precisión, de manera que pudiera llevar a cabo los ensayos de oro y plata con la misma exactitud con que lo hacían en los laboratorios de las casas de moneda. Consignaré ahora los sucesos acaecidos durante mi residencia en el distrito de la Vega de Supía y las observaciones que pude hacer sobre la meteorología de esta región, una de las más húmedas de América meridional. 76 Las tempestades son frecuentes y se manifiestan sobre todo en las épocas cuando a mediodía, el Sol pasa casi al cenit, es decir, cuando la declinación boreal es de 5° a 7°. Las descargas eléctricas ocasionan graves accidentes; el ruido del trueno es formidable y prolongado, efecto que se debe a los ecos de las montañas, como lo admiten los físicos. Tuve la prueba a principios de septiembre, en el curso de una tempestad espantosa que estalló a mediodía: el ruido del trueno persistía durante 10, 15 y 20 segundos. Al fin el tiempo aclaró y por la noche el cielo estaba lleno de estrellas. Entonces hice disparar algunos tiros de fusil que produjeron un ruido igual de prolongado al del trueno: se oyeron perfectamente las explosiones de las armas en Río Sucio de Engurumí, situado muy por arriba de La Vega; eran las 9 y el termómetro marcaba 16° y el higrómetro de cabello 84°. Cerca de la Vega de Supía se señala un sitio conocido por la frecuencia de las caídas de rayos: es Tumbabarreto, sobre el camino de la mina de Botafuego, cerca de Quiebralomo. Aseguran que muchos habitantes habían perdido allí la vida y yo tuve la triste ocasión de dar fe sobre esta opinión: al pasar por Tumbabarreto me sorprendió una tempestad a mitad de camino; tronaba fuertemente y yo estaba rodeado de rayos por todos lados; mi caballo ya no obedecía cuando vi caer a un joven negro que me precedía a pocos pasos; me desmonté inmediatamente para socorrerlo, pero todo fue inútil; había quedado fulminado. Al llegar un poco más lejos a una casa, envié gente para recoger al infeliz y hacerlo enterrar. En la Vega de Supía el rayo cayó una noche sobre mi residencia e incendió el techo de paja; María, una esclava negra, murió en su cama; la pobre muchacha iba a ser liberada al día siguiente y tenía en sus brazos a su hijo de 3 años, quien se hallaba bien y profundamente dormido sobre el cadáver de su madre. En El Rodeo, en el curso de una tempestad que estalló a las 5 de la tarde, el rayo cayó a 200 pasos de mi habitación, sobre unos matorrales: yo me hallaba precisamente en mi puerta, admirando el espectáculo; durante 10 minutos oí claramente, entre trueno y trueno, un chasquido que recuerda el de las chispas que salen de una poderosa máquina eléctrica. En el Valle del Cauca las tempestades llegan a tener proporciones grandiosas y aterradoras, desde Popayán hasta Antioquia, en donde los siniestros causados por el rayo son muy comunes. La cantidad de personas que mueren a causa de las tempestades es verdaderamente considerable si se tiene en cuenta la poca densidad de la población. En una oportunidad me encontraba en Marmato y la lluvia no había dejado de caer desde hacía 15 días; tronaba continuamente y el Cauca había crecido en tal forma, que el ruido de sus aguas que arrastraban enormes bloques de piedra, no nos dejaba dormir a pesar de que estábamos a más de 700 metros por encima de la hacienda de Maraga. 77 Viajeros en la Independencia Las oscilaciones de la tierra son tan frecuentes que puedo afirmar que de las montañas de California a las de Chile, la tierra está en un estado de agitación incesante. Las trepidaciones fuertes son las que se notan, porque son las únicas que se perciben claramente; pero la aguja imantada, suspendida de hilos de seda no trenzados, evidencia los movimientos de la tierra casi todos los días, como lo observé al ver las variaciones magnéticas diurnas con una brújula de Gambey, instalada primero en El Rodeo y luego en Marmato. Únicamente mencionaré dos temblores de tierra notables por su duración y su intensidad: ya describí la terrible situación en que me encontré cuando inspeccionaba los trabajos de las minas de oro de El Salto, en donde tuve la buena suerte de lograr mantener el orden y de sacar a la superficie a unos 100 mineros, aterrados, haciéndolos pasar, uno a uno por una estrecha galería de 300 metros de largo donde habrían muerto todos si yo no hubiera podido disipar el terror que les causaban los bramidos siniestros y los ruidos subterráneos a los cuales se unían los clamores, los rezos y los cantos fúnebres de una multitud enloquecida. Un temblor de tierra, en una mina, es todavía más aterrador al considerar que uno está rodeado y envuelto por una masa de rocas en movimiento; ¡el minero tiene ante sí la imagen de la tumba donde quedará sepultado! Los dos temblores de tierra de que hablaré ahora fueron observados por mí, en La Vega, en plena tranquilidad, ya que mi casa estaba cubierta con pamiche y no corría ningún peligro. El primero tuvo lugar el 10 de octubre de 1827 a las 4:25; la sacudida fue instantánea y sumamente fuerte; el movimiento parecía venir del sureste al noroeste; el segundo se presentó el 16 de noviembre del mismo año, a las 6 de la tarde. Yo me hallaba escribiendo y mi casa se remeció; como el movimiento continuaba salí y vi a mis sirvientes rezando y entonando el famoso cántico: “Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, líbranos de todo mal...”. Regresé a la casa y comencé a contar el tiempo en mi cronómetro; la tierra todavía tembló durante 3 minutos; no creo exagerar diciendo que las oscilaciones horizontales de sureste a noroeste duraron 6 minutos en total. Después supe que en Bogotá, a la misma hora, había temblado, durante 8 minutos. Existen pocos ejemplos de temblores de tierra tan prolongados y la circunstancia de haber podido seguir la aguja de un cronómetro es suficiente para establecer, de la manera más precisa, que el fenómeno tuvo una duración anormal. Mientras la tierra temblaba, tuve la oportunidad de observar varios animales: dos cabras permanecieron tranquilamente echadas, dos mulas y 78 un caballo siguieron pastando, un perro cuyo triste fin pronto contaré, continuó durmiendo y un gato que aprovechó el desorden, robó de la cocina un pedazo de carne destinado para la comida. Anoté estos detalles porque siempre se ha pretendido que los animales se asustan durante los temblores de tierra. Un jinete me aseguró que el caballo que montaba se había parado cuando tembló; nada similar sucedió a mi alrededor el 16 de noviembre. Apenas había llegado, un sirviente me pidió que saliera porque el cielo producía un ruido que no era de trueno. Efectivamente oí detonaciones parecidas al ruido lejano del cañón, pero secas. No se veía ningún resplandor; el intervalo de tiempo entre dos detonaciones era muy regular: alrededor de 30 segundos, conté 10 detonaciones y la gente que estaba afuera, había oído 6 antes de que yo las oyese; el cielo estaba despejado. El correo que llegó del Sur el 25 de noviembre me informó que el temblor de tierra había sido muy fuerte en Cartago, Buga y sobre todo en Popayán. De Cartago me escribieron que cada detonación sonaba como un cañonazo de 24. Más al sur, la intensidad del sonido fue menor y no hubo señales de erupción en el volcán de Pasto. La causa de estos ruidos en el aire no ha sido explicada. Prometí contar la triste historia del perro que dormía durante el temblor de tierra. Hela aquí: es el primer caso de rabia canina que yo haya visto: Azor había acompañado una partida de mineros que venía de Inglaterra y había remontado el Río Grande de la Magdalena y atravesado la Cordillera Central por la ruta del páramo de Herveo; era un magnífico danés amarillo, muy manso, que se había convertido en el amigo de todo el mundo, pero vivía especialmente conmigo y tenía gran cariño por mi caballo. Un día lo encontré acostado bajo un banco en mi casa de El Rodeo: lo llamé y el animal de ordinario tan obediente, no se movió; quise entonces echarlo afuera y se abalanzó furioso contra mí, mordiendo el palo de que me había servido y lo hizo tan fuertemente que pude alzarlo y arrojarlo con todo y palo; mi buen caballo se hallaba afuera, como de costumbre, esperando que le permitiera entrar al comedor porque cuando yo estaba solo cenábamos juntos y él se comía todo el postre. Azor se botó sobre la pobre bestia mordiéndola cruelmente en el cuello, luego perro y caballo desaparecieron a toda velocidad; por el camino el primero mordió a un niño negro y a varias vacas que pacían en la pradera. Yo había dado orden de matar al perro, lo que hizo un minero inglés. Visité al pobre negrito, quien murió de la rabia al cabo de algunos días, lo mismo que varias vacas; 79 Viajeros en la Independencia a mi excelente caballo no lo volví a ver y solamente a los 2 meses se encontraron sus restos, que pudimos identificar por ser el único caballo herrado en la región y las herraduras estaban entre sus huesos. De este suceso se concluye que la rabia se había desarrollado probablemente en forma espontánea en el perro, único que existía en los alrededores; digo probablemente porque el animal podía haber sido mordido en Europa o durante el viaje y se sabe con qué lentitud, algunas veces, el virus rábico se insinúa en el organismo. La rabia se manifestó en el caballo, en el negrito y en las vacas inmediatamente después de la mordedura. Se afirmaba que antes de desaparecer, el caballo había mordido a varias vacas; si el hecho hubiera sido bien observado, lo que dudo, resultaría que la rabia se comunica del caballo a la especie bovina […] Los trabajadores bajo mis órdenes eran negros esclavos, negros libres, mulatos y mestizos, lo cual, en mi aislamiento, me daba un gran sentido de seguridad: gentes sobrias, sumisas y leales que mantenían a respetuosa distancia los 150 obreros europeos, hombres turbulentos, aficionados al licor en su mayoría. Con ellos tuve dos asuntos desagradables: en una oportunidad los ríos crecidos en la cordillera de Herveo impidieron que llegasen a tiempo los correos que traían los fondos enviados desde Bogotá, para el pago de los obreros. Los mineros y los obreros ingleses se declararon en huelga y me enviaron una delegación para reclamar su dinero; en ese momento me encontraba en El Rodeo y los vi subir la pendiente que los llevaba a mi casa; los recibí en ropa de casa y les pedí que se detuvieran y botaran los palos en los que se apoyaban, lo cual obedecieron. Expliqué entonces a su portavoz, una mala persona, la causa de la demora en el pago y se retiraron murmurando que no volverían al trabajo hasta que se les pagara. Los fondos llegaron dos días después del reclamo y en el momento del pago se les retuvo lo correspondiente al tiempo durante el cual se habían ausentado de sus trabajos […] Terminaré lo que concierne a mi administración del distrito de la Vega de Supía, dando cuenta de una misión que me fue encargada para enganchar indios del Chocó para trabajar en las minas. Por esta misión comenzaron mis relaciones con los indios Chamí. Después de haberme puesto de acuerdo con el cacique y el cura de la misión, me enviaron tres delegados chami, quienes durante dos días se instalaron en Marmato, cerca de los molinos; permanecían sentados en el suelo, mirando con la apatía particular de la raza cobriza todas las operaciones que llevaban a cabo nuestros obreros. En la mañana del tercer día, los indios me encontraron 80 y uno de ellos me dijo: “no queremos trabajar, nos vamos”. Me pareció que era gente sensata al preferir su existencia de grandes señores que gastaban su tiempo en caza y pesca; los despaché con una buena ración de sal, el mejor regalo que se les pudiera ofrecer. Jamás se ha logrado que un indio trabaje en las minas, a menos que sea por medio de la violencia, como lo hicieron los conquistadores. En diciembre de 1830 dejé la Vega de Supía para no regresar a pesar de la insistencia del gobierno y de las ventajas pecuniarias que me fueron ofrecidas. Cuento aquí un incidente: cuando se decidió mi salida una vieja negra de nombre Juana me contó que quería comprar su libertad; era la esclava de una congregación y pasaba su vida sentada en una silla; la mantenían bien sin pedirle el menor trabajo; me pidió que la evaluara de acuerdo con la ley de manumisión que permitía recomprarse a todo esclavo; la evalué en 5 piastras, pero le aconsejé permanecer en donde estaba, pues era libre de hecho, pero la vieja no quiso aceptar. Después de haber puesto el grito en el cielo sobre el poco valor que le atribuía, me dijo que una vez que yo me hubiese ido, no quería quedarse con los ingleses heréticos. Le entregué su carta de libertad.

Por: Alvaro Hernando Camargo Bonilla.

Fuente: VIAJE POR LA REPUBLICA DE COLOMBIA EN 1823 BIBLIOTECA POPULAR DE CULTURA COLOMBIANA BOGOTA. Publicaciones del Ministerio de Educación de Colombia

martes, 25 de enero de 2022

DE EDOUARD ANDRE EN SU TRAVESÍA POR EL CAMINO DEL QUINDIO EN 1876

 

 

TRAVESÍA POR EL CAMINO DEL QUINDIO DE EDOUARD ANDRE EN 1876

André viajó en nuestro país a fines del siglo XIX, comisionado

por el gobierno francés en una misión especial por la América Equinoxial.


EDOUARDANDRE nació en Bourges (Departamento del Cher), el 17 de julio de 1840, desde muy temprana edad desarrolló su amor por las plantas. Visitó a Colombia por los años de1875 a 1876.

Cruzó la cordillera por el  famoso Paso del Quindío, donde contempló y describo con lujo de detalle su travesía, en especial lo referido con la biodiversidad y  las Palmas de Cera (Ceroxylon). Fue el primer científico viajero que notó la existencia de dos especies diferentes de esta palma, una en cada vertiente del Quindío.

 

Capitulo XI Pág. 672.

Travesía de las montañas del Quindío (Cordillera central de Colombia).-La hacienda de las Cruces.-Don Ramón Cárdenas.-Cultivos Agrícolas á tres mil metros superoceánicos.- Cacería del jaguar.- El culmen del Quindío. – Consideraciones geográficas. — Salento Boquia. —Los Antioqueños.- La bordadora.- Una iglesia de palmeras. — Ranchos, miseria y barriales.Las Pavas, la Cuchilla de Mejilla, Novilleros y Tambores.- Los cargueros.-El bosque de bambúes.— Piedra de Moler y travesía del rio de la Vieja . - Vista del valle del Cauca.-Llegada á Cartago.

-Para  atravesar el Quindío, desde Ibagué á Cartago, necesitarán ustedes siete días-. Esto es lo que nos dijeron antes de partir; y sin embargo, invertimos diez-.

Bastaron cuatro días de reposo para hacer los preparativos de marcha hacia los pasos del Quindío, pues sin que la caravana fuese muy brillante podía afrontar los peores caminos.

En el año 1801, Humboldt y Bonpland hicieron esta ruta á pié o llevados á cuestas por los cargueros; pero en el día, el camino construido durante el mando del presidente don P. de Alcántara Herrán, es casi practicable en la buena estación. Y como por otro lado la certidumbre de ver cosas buenas y el afan de contemplar de cerca una naturaleza tan extraña como variada aguijoneaban mi curiosidad de un modo extraordinario, acabé por decir para mí que bien podíamos hacer lo que otros habían hecho antes que nosotros.

Antes de emprender la marcha, mandé ocho pesos al general Córdoba, precio convenido por El arriero Manuel Gómez había de recibir este dinero de manos del presidente, caso de que llegara al término del viaje.

El pobre Juan volvió a sentirse atacado de vómitos y calenturas, por cuyo motivo tomé un guía hasta Salento por cinco pesos y dos más de gratificación si se portaba bien. Las seis mulas y los dos bueyes formaban un total de ocho bestias de carga: Ignacio y Timoteo, el guía y el arriero y nosotros tres, constituíamos un total de siete hombres válidos, prontos a cualquier contingencia que pudiese sobrevenir y habituados de sobra á los azares y miserias anexas á todo viaje por Colombia.

El dia 6 de marzo de 1876, á las nueve y media de la mañana, salíamos en buen orden por la carretera, al Este de Ibagué. Las huertas cercadas con empalizadas de bambú, dentro de las cuales se veían naranjos, árboles de pan (Artocárpeas incisa) y nísperos (Sapota Achras), prolongaban el arrabal, formando una amena avenida.

Al pié de la primera cuesta, en el punto donde se atraviesa el rio Combeima por un largo puente cubierto, se ven altos grupos de chontaduro (Astrocaryum), que encorvan sus elegantes plumas ; y al más leve soplo de la brisa se balancean los prolongados nidos de cásicos colgados en la cúspide de los bambúes más  altos. El cásico (Cassicus Alfredi) es un ave común en la comarca, donde es conocida con el nombre de gulungo. En el Cauca le llaman indistintamente rabo amarillo y oropéndola.

A medida que la cuesta va subiendo aparece el granito; y á los mil setecientos ochenta metros de altura, se vuelven á ver la datura arbórea y luego la Bocconia frutescens, hermosa papaverácea muy digna de ser notada, por ser la señal evidente de la altura de una región.

Desde este punto se divisa por última vez la ciudad de Ibagué y la llanura que se prolonga hasta el Magdalena.

Al subir las resbaladizas gradas que dominan el rio Coello, encontramos la cabaña llamada Palmilla; y cerca del Moral los esquistos micáceos reemplazan al granito. A nuestra izquierda se oía el infernal concierto de los monos chillones; y á no mucha distancia de allí es donde se encontraron pepitas de oro y donde los terrenos de transición que forman la masa de la Cordillera central, revelan la existencia de venas de diversos minerales.

Pusimos fin á la primera etapa de nuestro viaje en Mediación, acampando en un mísero rancho, rodeado de una vegetación frondosa, variada у rica.

A partir de Ibagué las zonas de la vegetación van sucediéndose rápidamente; al principio las vertientes de césped y los bosquecillos de arbustos conservan su carácter uniforme; pero desde Mediación los esquistos se truecan en estrases rojos y en el camino que sigue por la cresta de las montañas se ve con claridad la formación geológica del terreno.

Atravesamos la quebrada de Buenavista, entrando en seguida en la de Aguacaliente, llamada así por un copioso manantial de agua termal que brota del suelo. El agua conserva una temperatura de treinta y cinco grados al resbalar por los guijarros.

La quebrada del Azufral se anuncia por un fuerte olor á hidrógeno sulfurado que ataca la garganta. Ganamos por fin el alto de San Juan, en cuyo punto se encuentra la mina de azufre que el año 1827 estudió nuestro compatricio Boussingault sobre el mismo terreno, compuesto de esquistos yacentes directamente sobre la traquita. Distintas veces se ha tratado de beneficiar el azufre de este criadero; pero ha tenido que desistirse siempre, puesto que el gas sulfhídrico que de allí se desprende contiene sólo un cinco por ciento de aire respirable, y amenaza seriamente la vida de los mineros. Envuelta en denso vapor se desarrolla allí una vegetación sumamente espléndida, en la cual se destacan los primeros Ceroxylones, reinando como señores sobre una tribu de helechos arbóreos; tacsonias; lindas orquídeas pertenecientes al género Brassia, cuyas flores blancas están salpicadas de verde; estanópeas, una acantácea que produce grandes flores azules, varias Caraguatas y líquenes diversos de pintorescas cabelleras.

En Pié de San Juan, á donde llegamos rendidos de cansancio, hallamos una hospitalidad que nada tenia de escocesa, pues no había nada que comer, y por todo refugio una mala cabaña, sin más lecho que el duro suelo. A no ser por el frio, hubiéramos preferido dormir al raso.

Echamos mano de las conservas, encendimos lumbre y aderezamos una sopa, sin que el señor Ramírez, dueño de la barraca, se ofreciera á ayudarnos.

Al partir de Pié de San Juan se continúa remontando la orilla izquierda del rio Coello, encajonado en la vaguada de las montañas que se levantan á seiscientos metros de la corriente.

Al breve rato atravesamos el riachuelo de San Juan que baja del Noroeste y nos dirigimos en derechura hacia Toche y Gallego, sin por eso salir durante algun tiempo del fondo del valle.

Al volver á tomar las vertientes, empezaron las aventuras. Después de dos o tres subidas y otras tantas bajadas á cual más rápida, nos encontramos metidos en unos malos pasos llamados en el país camellones ó caminos almohadillados. El camino hundido en un suelo enteramente mojado y en declive para mayor delicia, presenta una serie de hoyos trasversales o surcos profundos que van alternando con matemática regularidad con otros tantos caballones elevados , separados entre sí el paso de una mula y que tienen , en efecto, notable parecido con almohadones. Cuando los hoyos tienen sólo la anchura regular, menos mal, pues las mulas los atraviesan hundiéndose á veces hasta la barriga; pero al fin los atraviesan. En cambio si por allí han pasado bueyes antes que las mulas, la regularidad se va al traste, y sólo por milagro se puede salir de semejantes atascaderos.

Por fin, se presentan ante nosotros las palmeras de cera (Ceroxylon Andicola), hundido el pié en el agua y la copa en las nubes, formando extensos bosques (palmares) de columnas que vistas á distancia parecen blancas como el marfil, y coronadas por un haz de admirables palmas de cinco, seis y más metros de longitud. Esos bosques van desapareciendo de día en día, pues caen á millares esos árboles que los siglos han nutrido y que un cuarto de hora bastaría para destruirla para siempre. La cera que destila el tronco es raspada, recogida y ensacada con destino  a Bogotá, donde se emplea para la fabricación de cerillas y bujías.

Los árboles de tamaño secundario que abundan en esta región, abrigan una verdadera población de fucsias, sifocánfilas, budlejas, helechos arbóreos, salvias, eupatorias, y una espesa alfombra de guneras de anchas hojas y pedículos encarnados. La planta trepadora de la América tropical, la Mutisia grandiflora, suspende de trecho en trecho sus guirnaldas de enormes flores de color escarlata y de belleza incomparable. A la sombra de una gran morela, bajo la cual nos sentamos para comer, vimos gallardear sobre nuestras cabezas los graciosos tubos sonrosados del Passiflora longipes.

A través de esta vegetación rica en prodigios, llegamos a la hacienda de las Cruces, donde el inteligente y emprendedor don Ramón Cárdenas, tenia plantada, á tres mil metros de altura, su tienda en la cual debía concedernos cariñosa hospitalidad. Llegamos á las Cruces el día 8 de marzo, á las cinco de la tarde, sucios, rendidos de cansancio y llenos de harapos.

El día 8 de marzo de 1876, á las cinco de la tarde, al penetrar en la hacienda de las Cruces, no sólo íbamos molidos, cubiertos de barro y andrajosos, sino que estábamos también muertos de hambre tanto los jinetes y los peones, como las cabalgaduras . Bajo el colgadizo de la habitación, que estaba á unos treinta pasos, sobre una pequeña eminencia cubierta de césped y cercada de una rústica empalizada , se hallaba el dueño de la finca, don Ramón Cárdenas, de partiendo con sus jornaleros que volvían del trabajo. Era el tal un tipo muy característico: de mediana estatura, bien formado, y ancho de hombros; su pié combado calzaba alpargatas; llevaba un poncho, aunque poco aristocrático, sumamente cómodo, y el sombrero hacia atrás; tenia la frente espaciosa, los ojos negros y penetrantes: en suma, su tipo revelaba resolución, audacia y energía. Nos recibió con suma cordialidad sin parar mientes, al parecer, en el estado en que nos habían puesto los caminos que conducían á su hacienda. Pregúntale ante todo si tenía algo para cenar. -A mala hora llegan ustedes.  Respondió; —precisamente hoy hemos concluido la sementera, y no queda un grano en casa. Con todo, nos partiremos como buenos hermanos unas cuantas patatas y un poco de arroz... y mañana será otro día. Nada nos quedaba que replicar á este lenguaje franco y expresivo.

Ramón Cárdenas

Mientras los guías quitaban los arreos á las cabalgaduras, colocando las sillas y los bultos bajo los cobertizos, se habló algo de agricultura del país, hasta que el operario Pedro que hacia las veces de cocinero, se presentó con una olla humeante, dentro de la cual estaba contenida toda la cena. Triste pisto hay! del cual en un instante dieron buena cuenta seis estómagos famélicos. La cena concluyó con una taza de agua de panela, té económico compuesto de un poco de melaza disuelta en agua caliente. El refrigerio fue breve, y á falta de postres hubo cuentos, y se trató de emprender al otro día la caza de un jaguar que, según se nos dijo, había aparecido en la quebrada de los Pajaritos, que está á dos tiros de fusil de la casa, ofreciéndose á acompañarnos el huésped señor Cárdenas .

El frio me despertó á las dos de la madrugada. Consulté el termómetro y vi que marcaba + 20. Me levanté y eché á andar á grandes pasos por el corredor externo abrigado por el colgadizo de hojas de palma , hasta que volví á sentirme fatigado, y envuelto en el cobertor, me eché sobre un montón de hojarasca y me dormí en seguida sin curarme poco ni mucho de la temperatura.

Los primeros albores del día me despertaron: eran cerca de las seis é iba á amanecer. En Europa hay la costumbre de empezar las cacerías muy de madrugada; pero en la selva virgen de la América del Sur se procede de distinto modo, pues se necesita la plena luz del día para franquearse un camino a través de los espesos matorrales, bajo una bóveda de verdura impenetrable á la luz del sol. Toda partida, pues, empieza después de almorzar, invirtiéndose la mañana en preparar los arreos de caza, armas de fuego, venablos, cuerdas, etc., etc.o el cuidado de mis armas á nuestro huésped y á Fritz, que no quiso confiar a nadie su carabina Devisme, tomé dos o tres hombres para ir á derribar unas cuantas palmeras de cera, de las cuales quería recoger frutos y estudiar sus flores. Dos árboles colosales cayeron con estrépito á los repetidos hachazos, partiéndose en varios fragmentos y poniendo de manifiesto su médula blanca y esponjosa. Medí uno de sus troncos que tenia sesenta metros de longitud y una circunferencia de un metro veinticuatro centímetros en la base, y de setenta y cinco centímetros en la cúspide, notable ejemplo de esbeltez y buena proporción. Las fibras leñosas, arrancadas por la violencia del choque, se alzaban en el tocón que había quedado en pié, negras, finas y duras como hilos de acero bruñido. La capa leñosa, colocada en la periferia, al revés de las demás dicotiledóneas, tenia cinco centímetros de espesor, y todo el resto, particularmente el centro, era blanca y ofrecía la consistencia del corcho. Entre las hojas destrozadas, de cinco á seis metros de longitud, blancas por arriba у verdes por debajo, se veían los racimos de fruta que a pesar de parecernos tan pequeños desde abajo, no median menos de dos metros. Las bayas de color anaranjado, de pulpa dulce y del tamaño de los granos de uva albilla, yacían esparcidas por el suelo y medio aplastadas. Las recogí en gran número y las expedí para Europa, junto con algunas hojas y espatos y dos rodajas del tronco. Según mis cálculos aquellos árboles debían contar unos doscientos años.

La recolección de la cera se verifica de dos modos distintos. El primero, tan bárbaro como expeditivo, consiste simplemente en derribar el árbol y raspar la corteza á riesgo de hacer des aparecer la especie en la comarca.

El segundo sistema, el único racional y honrado, consiste en raer la cera, encaramándose á los árboles, al modo de los salvajes del rio del Amazonas cuando recogen el vino de las palmeras Enocarpus. Al efecto cualquier hábil trepador se pasa una correa por la cintura y la fija en el tronco, en el cual apoya las piernas, y al bajar va recogiendo en un delantal la cera que raspa por medio de una rasqueta.

El espesor de la capa cerosa, cubierta a veces por una rojiza capa de liquen, varía entre un tercio de milímetro y medio milímetro.

Cada árbol da de ocho á diez kilogramos de cera blanca ó amarilla, y un operario puede recoger de ocho á diez arrobas de cera en un mes, cuyo precio en venta en Ibagué, donde la emplean para la fabricación de cerillas, viene á ser de unos siete pesos sencillos la arroba, o sean dos francos cuarenta y cinco céntimos el kilógramo. En las Cruces tuve ocasión de examinar la luz producida por la cera del ceroxylon, que es muy pura é intensa, da poco humo y despide un perfume agradable: creo además que á poco coste podría ser clarificada.

Fiado en lo dicho por Humboldt у otros viajeros, en un estudio que publiqué sobre el Ceroxylon andicola hube de indicar que este árbol se cría á una altitud variable entre mil sete cientos cincuenta y dos mil ochocientos veinticinco metros. Hoy debo corregir estas cifras en virtud de mis propias observaciones. Recorriendo las vertientes orientales del Quindío no encontré el árbol en cuestión antes de llegar á dos mil metros de altura, desde cuyo punto lo fui siguiendo hasta pasados los tres mil. Los palmares más abundantes están situados en las cercanías de camino, entre el alto de Toche y la Ceja alta, y yendo hacia Ibagué se los encuentra hasta cerca de Mediación. La zona en que  abundan no se extenderá más allá de quince á veinte kilómetros á vista de pájaro, de Norte á Sur, desde la mesa de Herveo á la mole del Quindío, y ya no se les ve más, ni cerca de Manizales, ni en el camino de Popayán a Guanacas, que son otros dos pasos de la misma cordillera, opuestos al Tolima en sentido desigual. En vano busqué los bosques de encinas (Quercus Humboldti) que según dijo el célebre viajero alemán eran la compañía obligada de la palmera de cera. Las encinas á que se refiere Humboldt crecen en un terreno cuya altura no excede de mil ochocientos metros; las he visto ya en Fusagasugá y en Viotá y corresponden por tanto a la tierra templada y no á la tierra fría. Temo por estas razones que Humboldt confundiría la verdadera Ceroxylon andicola, es decir la de las Cruces, con otra especie, poco conocida aún (C. ferrugineum) caracterizada principalmente por sus bayas arrugadas, la cual abunda en los Andes, principalmente al Oeste de la Cordillera occidental y hasta la república del Ecuador. Pero volvamos ya a don Ramón Cárdenas, al almuerzo y á la cacería del jaguar.

Todo estaba preparado. La sopa, compuesta de un caldo de patatas, arracachas y tasajo y espesada mediante la adición de algunos puñados de arroz, y las arepas, panecillos de harina de maíz amasada con leche, constituyeron la refeccion, durante la cual uno de los mozos del señor Cárdenas iba destraillando los perros. Luego don Ramón se colgó la carabina en bandolera, se ciñó el cinturón, tomó el machete, pólvora y balas y por último empuñó un venablo, compuesto de una punta de acero bien templada de unos dos pies de longitud, clavada sólidamente en un fuerte mango de espino, hecho lo cual pronunció la palabra sacramental: adelante, y nos lanzamos todos por las empinadas vertientes que descienden hasta el rio Tochecito.

El camino al principio era practicable y serpenteaba a través de los matorrales de fucsias, budlejas, melastomáceas y helechos; pero en breve nos encontramos metidos en una espesura de árboles entrelazados con bejucos que crecían en pendientes de cuarenta á sesenta grados de inclinación, cuando no en escarpaduras poco menos que verticales del todo. Empezó a jugar el machete pero a medida que avanzábamos, era el bosque más espeso, de suerte que a cada paso nos veíamos cogidos entre una vegetación inextricable, llena de zarzas que desgarraban nuestras ropas y de ramas que nos azotaban el rostro. Después de seguir así por espacio de algunas horas, tuvimos que retirarnos sin resultado ninguno en nuestra excursión pues el jaguar que perseguíamos, rápido como una centella, atravesó la quebrada y desapareció en dirección del Coello. La rica flora de las cercanías resarció con creces al botánico de la mal andanza del cazador, de modo que cuando al día siguiente salimos de las Cruces, llevaba mis cajas y herbarios llenos de riquezas vegetales.

Juan y los peones se quedaron atrás para dar cima al embalaje y expedir los cajones á Guataqui y Honda, con objeto de remitirlos desde allí á Europa, y como quiera que podíamos prescindir de guía, por no ofrecer el camino dificultad alguna, emprendimos la marcha, Fritz y yo, con el intento de franquear la cresta de la Cordillera y llegar antes de anochecer a la aldea de Salento, situada en la vertiente occidental del Quindío.

La mañana era fría, pero hermosa; la temperatura muy baja al despuntar el día, subió algunos grados, sin exceder empero de nueve, después de la salida del sol. A poca distancia de las Cruces, reconocí al paso las dos o tres barracas de gallego, mas luego el camino está desierto. Bajo las altas palmeras de cera y entre las espesuras predominan las gúneras de enormes hojas arrugadas y espinosos pedúnculos.  Allí vi también una graciosa orquídea de las alturas, el Oncidium cucullatum, ostentando su labelo purpúreo y puntuado. Altramuces, tibodias, una especie de ojiacanto fragante (Osteomeles), grandes bonvarones arborescentes, redules (Coriara ruscifolia), de los cuales se extrae una tinta de color violeta, agracejos y hasta la fresa común, la misma que se ve en los Alpes y que no es rara en Colombia, recuerdan por sus formas la vegetación europea. El carácter tropical no se encuentra más que en las matas de bromeliáceas epífitas. Y sin cesar las soberbias columnas de marfil de los ceroxilones mecen su elegante copa verde clara, que vistas á distancia se asemejan á hilos de plata des tacándose sobre el fondo sombrío de los cerros.

Escalados algunos centenares de metros, los arbustos que se encuentran son más endebles, rechonchos y encorvados por el viento de los páramos y aparecen envueltos en una bruma densa. Luego el camino es cada vez más abominable y los escalones de barro con sus camellones tienen una extensión y una profundidad inconcebibles. A medio día el sol nos abrasaba, y las mulas molestadas por los tábanos, al igual de lo que sucede en las regiones graníticas de Europa, caracoleaban llenas de coraje. Después, las brumas tornaban á envolvernos у la brisa era más penetrante así que alguna nube velaba la luz del sol. En la Ceja del Monte y Volcancitos, puntos  apenas habitables, y aun así provistos cada uno de una mísera cabaña, alcanzábamos casi la cresta de la Cordillera.

Por fin, á las dos echábamos pié á tierra en el punto culminante del paso de Quindío, á tres mil cuatrocientos ochenta y cinco metros de altura. Aquella cresta forma la línea divisoria de las aguas, entre los valles del Magdalena y del Cauca. La cadena de montañas que atravesábamos corre en línea recta de Norte á Sur, para reunirse en el nudo de Pasto con las otras dos Cordilleras que se confunden en el caos gigantesco de los volcanes del Ecuador.

Nos hallábamos por consiguiente en medio de las cumbres más elevadas de la Cordillera central. Hacia el Sur se levanta el pico del Huila, que mide cinco mil setecientos metros; sobre nuestras cabezas, el Nevado de Quindío, que tiene cinco mil ciento cincuenta; á veintidós kilómetros de allí, á vista de pájaro, el pico de Tolima, que alcanza cinco mil seiscientos diez y seis, y finalmente, más hacia el Norte, el Nevado de Ruiz eleva hasta cinco mil tres cientos metros sus poderosas masas de traquita, cubiertas de nieves desde la época del levantamiento de los Andes. Las nieves que cubren los demás picos ya citados, son también perpetuas.

Los estribos de la Cordillera se extienden hasta perderse de vista, perpendiculares á su eje principal, abrigando en sus valles las corrientes, de las cuales unas, como el rio Coello, se dirigen á engrosar el cauce del Magdalena, y las otras al Oeste, como el rio del Quindío, pagan tributo al Cauca. Los flancos escarpados del Pan de Azúcar yerguen bruscamente sus bloques de traquita, tostados por el sol y jaspeados por las agallas de los líquenes, los cuales contrastan vivamente con la vegetación abundante de los páramos.

La soberbia hermosura del panorama nos retuvo más tiempo de lo regular en la cresta de la Cordillera, de modo que al reanudar la marcha, declinaba el sol , y una espesa niebla que se trocó en menuda lluvia fué acompañándonos con persistencia , dificultando mucho las observaciones de aquella parte de la montaña. La vegetación presentaba igual aspecto uniforme; pero a partir del punto donde el barómetro marca dos mil ochocientos metros de altura, empiezan a dominar los árboles mayores, apareciendo gigantescas encinas , mezcladas ahora con la otra especie de palmera de cera, de que he hablado poco ha , ó sea el Ceroxylon ferrugineum .

La noche, pero una noche negra, nos sorprendió a la altura de las cabañas de Barcinal. El camino, abierto en las crestas de los cerros, cubierto de arcilla plástica de un color rojizo, era en extremo resbaladizo, inclinado y peligroso, por lo que hubimos de apearnos, llevando a las mulas de las riendas, y después de resbalar á cada paso y de caernos un sin fin de veces en el barro, llegamos á Salento, á las nueve de la noche, chorreando agua y sin haber comido nada desde las ocho de la mañana.

En la población todo el mundo dormía, menos algunos perros que al entrar nos acometieron de una manera poco hospitalaria. Hubimos de echar mano al machete para defendernos, y en esto asomó á una ventana una cabeza llena de azoramiento y nos preguntó si estábamos locos yendo por el mundo á tales horas.

-No estamos locos, ni mucho menos-respondí, —sino hambrientos, derrengados y calados hasta los huesos. ¿Podría usted indicarnos dónde está la posada de Liborio Arango?

-Al extremo de la plaza, á mano derecha, —respondió el indígena, y desapareció refunfuñando.

Una escena idéntica se reprodujo en la posada al despertar al señor Liborio, el cual no quiso abrirnos sino después de haberse enterado de una carta recomendatoria que nos había facilitado don Ramón , carta que fue una especie de talismán, pues desarrugó el ceño del apacible durmiente y nos valió una acogida calurosa. La esposa del señor Liborio se levantó también, reavivó la lumbre del hogar, y se puso en vías de confeccionar - ¡oh estupefacción! una tortilla, sí, señores, una tortilla sabrosísima, bien aderezada, en la cual no se echaba de menos ni el cebollino que se usa en Europa. Unas cuantas patatas asadas al rescoldo, manteca, pan, pero verdadero pan de trigo, y una buena taza de chocolate, á la cual el molinillo sacó espuma en un tris, constituyó el menú de esa cena inesperada, y acogida con verdadero entusiasmo. Además, la sala en que nos hallábamos tenia el piso enladrillado, el techo era regular, y entre los muebles se veia una cama con pabellón, una mesa de madera cepillada, bancos y escabeles confortables, de modo que presentaba un aspecto aseado que nos regocijó en extremo. El cubierto se componía de platos de loza, cucharas y tenedores de estaño bien acicalados, tiras de lienzo crudo á guisa de servilletas y copas de cristal llenas de agua trasparente. Todo ello revelaba un estado de civilización absolutamente distinto del que habíamos observado hasta entonces.

Al manifestar la extrañeza que esto me producía al señor Liborio, -Somos antioqueños,—me dijo con cierto orgullo.

Y la explicación era muy natural. Los habitantes de esta parte de Colombia son, en efecto, superiores á los que habitan en los otros Estados del país, distinguiéndose por su amor al trabajo, su aseo, su industria y su buen gusto.

Acostados sobre excelentes colchones y entre verdaderas sábanas, dormimos de un tirón hasta el día siguiente á las seis de la mañana. Un examen detenido del menaje de Liborio Arango confirmó plenamente la primera impresión que me había producido, y por los detalles que allegué luego acerca del carácter industrioso de los habitantes de Antioquía, estos acabaron de hacérseme simpáticos.

El matrimonio, á falta de hijos, había adoptado á una linda muchacha, la cual bordaba en un tambor, y gracias a ella vi esta operación por primera vez.

El dia siguiente era domingo; el tiempo había mejorado y Juan vino á reunirse con nosotros. Mandé cuidar las acémila maltrechas, saldé la cuenta de los guías, despedí el ganado suplementario y me puse en situación de hacer tranquilamente las debidas observaciones sobre el país y sus habitantes.

Dediqué mi primera visita al cura párroco, el cual, en espera de la hora de decir misa, me puso de manifiesto algunos documentos interesantes.  Salento es una aldea de formación reciente que cuenta á lo sumo doscientos habitantes.

Hace sólo doce años que tiene el nombre que lleva, pues antes se llamaba Boquia. Su distrito cuenta unos dos mil habitantes diseminados, que ocupan algunos millares de hectáreas de у viven del producto de la cría de algún ganado, así como de las cosechas de trigo y maíz, cuyos granos van á vender al Cauca ó se consumen en el país. El rio Cauca, que pasa por la parte baja de la aldea, imprime movimiento á un molino, cosa rara en aquellas comarcas. Un poco más lejos su corriente toma el nombre de rio Boquia y sus ondas mezcladas corren hacia el Oeste hasta unirse al rio de la Vieja, afluente del Cauca.

La iglesia de Salento, construida por los años de 1850, es un edificio único en su género, pues desde la base á la techumbre está hecha de madera de Ceroxylon andicola, de modo que bastaría raspar las columnas de la nave de ese modesto edificio para recoger la cera necesaria para los cirios del altar. Pobre es su interior; pero bajo su techumbre se reúnen los fieles animados de una fe viva y sincera. Aquel día mismo tuve una prueba de ello. El párroco decía misa, y como quiera que la iglesia fuera incapaz para contener á todos los feligreses llegados de las cercanías, un gran número de estos permanecían en la plaza hablando en alta voz con los vendedores allí instalados; pero cuando se tocó  a alzar, callaron todos y se prosternaron en el suelo, sin faltar uno, quitándose los sombreros. Con el último campanillazo todos se levantaron, los que  antes hablaban reanudaron el interrumpido coloquio, y la muchedumbre recobró la animación y el movimiento, cual si fuesen escolares en ausencia del maestro.

Durante los tres días que hube de pasar en Salento, para coleccionar, dibujar, escribir, y empajar, etc. , etc., ni un solo instante se desmintió el buen proceder de nuestro huésped y de su esposa , á los cuales les quedo en extremo agradecido.

El día 13 de marzo, á las diez, nos poníamos nuevamente en marcha, con un tiempo magnífico, muy bien humorado, con las bestias rehechas y la esperanza de ver trocados los lodazales horribles por el suelo firme del valle del Cauca. Íbamos descendiendo rápidamente hacia el rio del Quindío, cuyas aguas torrenciales, que chocan y se estrellan contra los asperones y traquitas rodadas, franqueamos luego. El accidentado valle que á la sazón atravesábamos estaba sembrado de guijarros, lo cual me dejaba presentir un cambio propicio en el afirmado del camino que íbamos a seguir. ¡Ilusoria esperanza! Desde la primera cuesta empezaron los barrizales y con ellos nuestro tormento. A cada instante la carga de las mulas se desprendía, las acémilas caían de la peor manera y las mataduras de sus lomos, recién cicatrizadas, quedaban abiertas de nuevo tres cuartos de hora después de la partida. De esta suerte hubimos de andar leguas y más leguas con barro hasta la barriga de las mulas, recorriendo sin tregua ni descanso tan doloroso calvario. Recuerdo que en un mal paso probé a encaramarme sobre la escarpa del camino, manteniendo en ella la cabalgadura; pero le faltó un pié y se cayó en un hoyo de unos dos metros de profundidad, más angosto que su cuerpo, dejándome á mí encima y sin saber cómo sacarla de allí. Lógrelo tras mil penosos esfuerzos, y cien pasos después teníamos que bregar con nuevos obstáculos. Resolviendo en el acto y como mejor podíamos tales problemas, que a cada instante se renovaban, sin dejar al propio tiempo de recoger ejemplares de historia natural y en medio de una espantosa borrasca que dejó rezagado el resto de la caravana , llegamos á un miserable rancho llamado Novilleros , donde decidimos pasar la noche .

A nuestro paso habíamos dejado otras cabañas apenas columbradas, conocidas con el nombre del Roble y Portachuelo y plantadas en medio de los cenagales, que no habían cesado un instante desde que salimos de Salento.

La colonia de Novilleros contaba por únicos habitantes una mujer sorda y un niño. Al pedirles hospitalidad se mostraron muy azorados; pero luego hicieron cuanto estuvo de su parte para prepararnos una pobre pitanza, y una vez puesto en orden lo recolectado durante el día, colgamos las hamacas de unos postes y pasamos la noche bastante bien.

La etapa del día siguiente debía ser larga, sobre todo por poco que los malos caminos continuaran. A las siete y media cabalgábamos ya subiendo y bajando cuestas. El tiempo había abonanzado y la temperatura variaba entre los diez у ocho y los veinticuatro grados.

Entrábamos en la zona templada, entre mil seiscientos y mil ochocientos metros de altura, clima delicioso, cuando el cielo está raso, una vez terminada la estacion lluviosa. La flora de Quindío, que se ostenta en toda su variedad, me dejó atónito por su riqueza. En las mismas orillas del camino, sobre la misma zona de terreno cortada por el desmonte que tenia unos diez metros de anchura, los árboles desmochados y las especies herbáceas de grandes hojas presentaban proporciones desusadas y una elegancia sin igual. ¡Qué admirable colección de plantas de hojas ornamentales propias para agregar á las que han conquistado ya el público favor en los paseos y jardines parisienses! Las que más me llamaron la atención por su extraordinario desarrollo pertenecen a los géneros Artanthe, Solanum, Cecropia, Xanthosoma, Ficus, Pionandra, Bocconia, Laportea, á las melastomáceas, helechos, escitamíneas, etc., etc. Dos palmeras, nuevas para mí, la Syagrus Sanchona, de tronco anillado y pedículos encarnados, y un Astrocaryum armado de temibles púas y cubierto de frutos ovoideos, amarillos y sabrosos, reemplazaron a los ceroxilones, los cuales desaparecieron cuando llegamos a la altura de mil ochocientos metros. La última cabaña, en la cual ví troncos de esta especie empleados como madera de construcción, lleva el nombre de Pavas y está situada cerca de los ranchos de San José y de Buenavista. Dichos troncos forman la totalidad de la construcción, inclusa la techumbre, de la cual sólo la parte superior está revestida de follaje.

A medio día llegamos a la Cuchilla de Mejilla, situada á mil seiscientos diez y ocho metros de altura. Tomamos por todo almuerzo una taza de mazamorra hervida con harina de maíz, que reemplaza la chicha y el guarapo. Los bambúes anuncian la proximidad de tierra caliente. Todas las barracas estaban rodeadas de frondosos plátanos y papayos cubiertos de fruta.

Mientras se calentaba el pisto claro que nos estaba destinado, saqué un dibujo de la mísera cabaña. Sentado Fritz en el tronco que servía de umbral, derrengado por aquella carrera matutina en medio de baches y cenagales continuos, lleno de barro hasta el cogote y apoyada la frente en las manos, parecía la estatua de la desolación. Para el acarreo de agua, aparte de las tarras ó jarras de bambú formadas con un trozo de caña comprendido entre dos nudos, se emplean también tubos de dicha caña compuestos de varios entrenudos cuyos tabiques están agujereados en toda su longitud, excepto uno de los extremos, estando el otro tapado.

Esos tubos llevados en hombros por la harapienta señora de la casa y su progenie, se colocan todas las mañanas en un rincón del rancho, á modo de tinaja, y sirven para el abastecimiento cotidiano.

Mientras se guisa el tasajo acierta á pasar por en frente de la casa una comitiva de cargueros. Los detuve un momento y mediante un trago de anisado, obtuve de ellos algunos in formes útiles.

-Los antiguos portadores del Quindío - dijome uno de ellos—se llaman indistintamente cargueros ó silleros, tomando el nombre de la silleta ó silla de mano. Antiguamente la silla era distinta de la que se usa en la actualidad, que es una especie de baste ó albarda hecha a propósito para llevar mercancías. Componíase entonces de un marco ó bastidor hecho con cuatro cañas de bambú y con un asiento que podía bajarse ó levantarse según mejor conviniera, y un travesaño, también movible, para poner los pies, de modo que venia a formar una verdadera silla en la cual se sentaba el pasajero, apoyando la espalda contra la del portador.

La caza abunda en aquellos andurriales. Precisamente mientras estaba departiendo con los cargueros , salió del bosque un apuesto mozo llevando unas pavas, magníficas aves , que acababa de matar, en las cuales reconocí una especie de Penélope peculiar de la comarca , que no es más que la Parracúa de Goudot (Ortalida Goudot, Less) . Su tamaño excede al del faisán común y tiene las plumas de la espalda de un color casi negro con reflejos brillantes de un color verde oscuro, las del cuello grises, rubias en las extremidades , y azules y muy hermosas en la región temporal . La carne de esta ave es deliciosa.

Al salir de la Cuchilla de Mejilla, se ofreció á mi vista un nuevo espectáculo, pues por espacio de muchas leguas y sin la menor interrupción anduvimos a través de espesos bosques de bambúes que formaban sobre nuestras cabezas verdaderas bóvedas de verdura. Misteriosa penumbra reinaba bajo aquellos tallos rectos y altos, cubiertos de ramas de un color verde claro y de aspecto elegantísimo. Luego en un claro reapareció la caña dulce, anunciando la tierra caliente. Según una observación que verifiqué, estábamos á una altura de mil trescientos cincuenta metros. A fin de apresurar la marcha, dejamos la casa llamada la Balsa, y en medio de un infernal concierto de monos aulladores llegamos a la vista de la cabaña del negro Vicente Garcés, de Tambores.

Después de haber sorbido, haciendo de tripas corazón, un inmundo puchero de mazamorra, recorrí los terrenos desmontados alrededor del rancho, que contenían una pequeña  plantación de yuca, algunos plátanos, maíz, y un campo de tabaco.

-Esta planta por sí sola — dijo Garcés-me da lo necesario para sostener à la familia.

¿Quiere usted saber cómo se cultiva aquí en la comarca? Se siembra la simiente después de la cosecha de maíz, y tres meses más tarde se hace la primera cosecha de hoja, tras de la cual se poda el tallo por el pié, y se obtiene una segunda cosecha á los tres meses. Luego se plan tan en el terreno arracachas, plátanos ó yucas. En cuanto a la hoja del tabaco, secada á la sombra por espacio de tres semanas, vienen a comprarla los mercaderes de Cartago, que suelen pagarla á real la libra (un franco el kilogramo ) .

Para ir de Tambores á Piedra de Moler, en cuyo punto el camino atraviesa el rio de la Vieja, bastan tres horas de marcha á caballo, cuando el camino está sólo medio practicable.

A las ocho y media salimos de la choza de los negros. La vegetación dominante en esta parte del camino está representada por una euforbiácea arborescente, que a menudo alcanza una altura de veinticinco metros y se distingue además por el color ceniciento del follaje. El espesor de la capa vegetal era tan considerable allí que, a partir de Salento, no vi una sola piedra en toda la región, de suerte que ignoro en absoluto la composición geológica de ese reverso del Quindío. La roca está cubierta por todas partes de bancos de arcilla y humus mezclados con partículas arenosas. Sólo por excepción, debajo de Tambores, á mil dos cientos cincuenta metros, se ven unos asperones de color rojizo que no tienen nada de común con la arenisca roja é implican una formación mucho más remota , desconocida en América.

A las once y media y con una temperatura de veintiséis grados llegamos á orillas del rio de la Vieja, y en el punto conocido por Piedra de Moler aguardamos al barquero sentados á la sombra de unos calabaceros cubiertos por una linda orquídea (Ionopsis pulchella), que Humboldt y Bonpland recogieron en el mismo paraje, ochenta años atrás. El rio, sumamente torrentoso allí, tiene una anchura de unos cien metros, corre hacia el Norte antes de hacer un brusco recodo, cual si de nuevo se encaminara á Cartago, y más abajo se une al Cauca.

Despachado el almuerzo rápidamente, y después de capturar algunos insectos, recoger lindas plantas y sacar un croquis del paso del rio, ya no nos quedó más que franquear la última serie de colinas compuesta de greda compacta y cantos rodados. El suelo está cubierto de una vegetación espesa; y los árboles, menos elevados, se caracterizan principalmente por la presencia de una gran papilionácea, que ya habíamos observado en Pandi, la Erythrina corallodendron, adornada de hermosas flores encarnadas.

Desde la cúspide de estas colinas hacia Occidente se divisa todo el vasto valle del Cauca que contemplamos por primera vez. El color de esmeralda que predomina en esta inmensa llanura cuajada de prados, cultivos y bosques, tras de los cuales circula el rio que le da nombre, forma un contraste risueño con los tonos violáceos y brumosos de la Cordillera occidental que limita esta vasta extensión de territorio. A nuestros pies se ven los tejados de Cartago, donde estaremos dentro de tres horas, en los cuales reverbera la luz del sol, y las empalizadas de bambú que marcan las líneas divisorias de las propiedades. Por fin, penetramos en una región en la cual hemos de encontrar un grado de civilización muy distinto del que hasta aquí hemos visto. El terreno de las colinas, arenoso, sano y cubierto de pequeños fragmentos de sílice negra, que resbalan al contacto de los cascos de nuestras cabalgaduras, indica la presencia de una región seca . Los árboles y arbustos ofrecen también un aspecto distinto. En el tronco de aquellos echo de ver una de las orquídeas más bellas de cuantas conozco, la Cattleya Triana, cuyas flores sonrosadas, con labelo de color morado, son anchas como la palma de la mano. De todas las ramas penden guirnaldas de bromeliáceas multicolores, entre las cuales sobresalen las espigas blancas, coloradas y verdes con estrías negras del Guzmania tricolor, tan encantadoras, que no puedo resistir á la tentación de formar con ellas un gran ramo.

Nótase una particularidad interesante en esta parte seca del país. Los troncos de los árboles situados al borde de los pedazos de bosque desmontado, á los ocho días se vuelven blancos del lado que les da el sol, cuyo color se destaca sobre el fondo verde oscuro del follaje, contraste que se acentúa aún más, poniendo en parangón su blancura con el color negruzco que presentan los demás troncos á la sombra y entre la atmósfera húmeda de los bosques.

Por fin, dejamos atrás el Quindío, y al valle del Magdalena sucede el del Cauca, al cual me dirijo con el propósito de estudiar su topografía, historia y producciones, así como los usos y costumbres de sus moradores, remontando el rio á pequeñas jornadas en una extensión de trescientos kilómetros , es decir, casi desde su origen. Esta comarca es una de las más ricas y hermosas del universo, tanto, que habiendo un colombiano preguntado á Humboldt qué le parecía, éste contestó:-Es un paraíso terrenal; —añadiendo á renglón seguido: —habitado por fieras. Alusión un tanto dura, pero justa por otra parte, á las guerras civiles que en distintas ocasiones han desolado el país y despertado el encarnizamiento de sus habitantes.

En lo sucesivo, el hombre tendrá una parte más importante en el presente relato, no en verdad porque la naturaleza deje de reservarnos aquí también espectáculos nuevos y curiosos, sino en razón de que la civilización ha echado fuertes raíces en el Cauca desde los primeros tiempos de la conquista , y no considero desprovisto de interés un estudio de su desarrollo , períodos de paralización , y estado actual , bosquejando á la par una hipótesis sobre el porvenir reservado á este valle sin igual , que podría sustentar cincuenta millones de habitantes, y no cuenta en el día más allá de quinientos mil.


Embargado el ánimo por estas reflexiones, recorrimos de un galope y en breve tiempo, los tres ó cuatro kilómetros que quedaban de camino a través de las praderas cortas del Cauca, para entrar en Cartago, en cuyas calles empedradas con cantos rodados, resonó el día 15 de marzo á las cuatro de la tarde, el choque de los cascos de nuestras cabalgaduras. [1]


Por: Alvaro Hernando Camargo Bonilla.


[1] AMÉRICA PINTORESCA DESCRIPCION DE VIAJES AL NUEVO CONTINENTE

por los mas modernos exploradores CARLOS WIENER, DOCTOR CREVAUX , D , CHARNAY, ETC. , ETC , BARCELONA MONTANER Y SIMON , EDITORES CALLE DE ARAGON, NÚMEROS 309 Y 311 1884 EDICION ILUSTRADA CON PROFUSION DE GRABADOS