EL CONDE GABRIAC ALEXIS, Y SU PASO POR LA CORDILLERA DEL QUINDIO.
Diplomático y Viajero francés, autor del libro: Promenade à travers l'Amérique du sud: Nouvelle-Grenade, Équateur, Pérou, Bresil, publicado en 1868 en París por Michel Lévy et Frères.
Gabriac y su comitiva, con cartas de presentación de la Emperatriz dirigidas al presidente Mosquera, exploró la Nueva Granada, Ecuador, Perú y Brasil, acompañado del Visconde Blin de Bourdon, paso la cordillera del Quindío en su viaje a Quito.
El recorrido por la Nueva Granada, lo inició el 7 de julio de 1866, de Santa
Marta a Bogotá, de donde prosiguió a Ibagué, y pasó el Quindío, embarcándose en
Buenaventura, para dirigirse a el Ecuador.
Su viaje es narrado en el libro titulado: Promenade a travers L’Amérique du Sud- nuevelle – Grenade (Viaje a través de la América del Sur y Nueva Granada).
La sección correspondiente a su paso por la cordillera
del Quindío (Ascension du Quindiù), es relatada, de la pág. 80 a la 98, del
texto original, y traducida por Mathieu Barreau, con revisión de Milena
Bautista.
Su narración tiene un talante diferente a la de otros viajeros extranjeros, quienes orientaron sus indagaciones esencialmente al descubrimiento de los recursos naturales, en especial, lo alusivo con la mineralogía. Gabriac, a pesar de las dificultades geomorfológicas, enaltece la belleza y abundancia de biodiversidad descubierta en la ruta (flora y fauna), exuberancia de vida, que hacía latir su corazón más rápido, abstraído por la belleza natural desplegada por el espectáculo del paisaje que descubría en su marcha.
La presente narración, se constituye en herramienta para
el afianzamiento de la importancia del camino del Quindío, en la afianzamiento de
la historia del territorio y su Paisaje Cultural.
“A la una de la tarde nos trajeron las cinco mulas que habíamos alquilado para el paso del Quindiú* y salimos inmediatamente. Poco después de nuestra partida comenzamos a subir y pronto vimos, por última vez, la ciudad y la Savannah* desplegándose como un puerto junto al mar. Luego nos sumergimos en enormes bosques y comenzamos el arduo ascenso del Quindiú* que es, como ya he dicho, el paso más difícil de la Cordillera Central y la montana* más hermosa de Nueva Granada.
Se sabe que los españoles una vez dieron el nombre de montanas*, exclusivamente a montañas
cubiertas de bosques vírgenes, y llamaron cerros* a aquellos que se componen de rocas basálticas
desprovistas de vegetación.
Subíamos por caminos empinados, rodeados de hermosa
vegetación, soñando despiertos y cantando, a veces felices o melancólicos,
serios o alegres, conversando entre nosotros, hablando de Francia y echando de
menos a nuestros amigos. Sin embargo, cada paso nos acercaba, y este
pensamiento nos hacía felices, así que recuperando el valor caminábamos más
rápido. Al viajero le gusta viajar por las tierras lejanas, quiere conocer
hombres y cosas por sí mismo, pero estas ventajas sólo pueden ser alcanzadas con
duras privaciones. No estoy hablando del sufrimiento físico que debe
soportar uno continuamente, sino del sufrimiento del corazón, el más grande de
todos. ¡Uno cree que puede distanciarse impunemente de los que ama, y que
el tiempo logrará borrar sus remordimientos! Pero no es así, éste sólo los
multiplica.
El trabajo del viajero es similar al que se
impone en todas las carreras, hay que dar mucho para adquirir algo. — Al igual que el
diplomático, el sacerdote, el soldado, el marinero o el comerciante, a menudo tiene
que dejar a su familia, y si no tiene un corazón de mármol, sufrirá, pero
también volverá fortalecido por este sufrimiento y más amoroso que nunca; ¡él
volverá mejor, más educado y crecido con nuevos conocimientos!
Al hablar de estas y otras cosas, nuestro arriero nos llamó
a la vida actual declarando inesperadamente que no podía ir más lejos ese día,
ya que el compañero que estaba esperando aún no había llegado. Sin
embargo, con dos preciosas horas de luz del día que aún quedaban, era
importante no perderlas. Así que nos fuimos solos, rodeando y empujando
hacia adelante a los animales de carga, convencidos, por cierto, que nuestro arriero
pronto se uniría a ellos, lo que no pasó hasta llegar al día siguiente.
Así que aquí seguimos, aventurándonos en enormes
bosques, con un poco temor de ser atrapados por la lluvia o de ir por el camino
equivocado, pero salvamos nuestro principio.
Desafortunadamente, el camino que estábamos siguiendo estaba
en muy mal estado. De hecho, la tierra del Quindiú* es espesa y pegajosa, de modo que retiene el agua
indefinidamente y forma un fango inconmensurable y eterno, cuya reputación se
establece en toda América del Sur. En ningún otro país del mundo se pueden
encontrar tierras semejantes. Durante unas cincuenta leguas, estuvimos en
un verdadero pantano que rara vez tenía menos de un pie y medio de
profundidad. Las mulas se hundían constantemente hacia el pecho y no podían
salir sin hacer zanjas transversales de metro a metro, lo que daba al camino el
aspecto de una escalera, cuyos escalones serían charcos de barro, pero tiene la
inmensa ventaja de localizar este barro y ofrecer límites al deslizamiento de
las mulas.
Durante la temporada de lluvias fuertes, es
absolutamente imposible atravesar el Quindiú*; sólo
en la supuesta temporada seca, en la que teníamos suerte de encontrarnos, se puede
cruzar en seis o siete días.
Durante la mayor parte del año, la tierra está aún más empapada; así que se dan dos pasos hacia atrás para hacer tres hacia adelante, las bestias de carga caen a menudo; deben ser recargadas en cada momento, y como resultado se tarda doce o quince días para hacer el viaje, como además lo pueden demostrar el alto número de ranchos* que se encuentran por los lados del camino.
Aunque estábamos en la temporada correcta, tuvimos una
dificultad extrema para caminar. Para evitar las ramas, teníamos que
acostarnos constantemente sobre el cuello de nuestras mulas, agarrándolas por
la melena, para evitar que nuestras sillas de montar se deslizaran hacia
atrás. Estas pobres bestias, vadeando lo mejor que podían, nos volvían
ciegos salpicándonos de pies a cabeza. — Era un placer ver al
arriero corriendo de la una a la otra, jalando la primera, azotando la segunda
y acosándolas constantemente.
En cualquier momento bordeábamos precipicios, y un
paso en falso en esa dirección podía hacernos caer, sobre todo porque los
bordes del sendero eran poco firmes. Además, en muchos lugares, se veían
cadáveres de mulas caídas en estos abismos, lo que no ayudaba a
tranquilizarnos. Al fin llegó la noche, y en medio de estos gigantescos
bosques, la oscuridad era profunda, porque ninguna estrella podía traernos sus
rayos. Afortunadamente, sólo había un camino en el Quindiú* y no podíamos desviarnos; pero no sabíamos a qué
distancia estaba la primera choza de Chollos*
y, al no querer exponernos a pasar la noche en el bosque, nos vimos obligados a
caminar lo más rápido posible, sin prestar atención al peligro. En ese
momento estábamos bajando un primer contrafuerte, y aunque la cuesta fue pendiente
y la oscuridad compacta, empujábamos a nuestras mulas hacia adelante, lanzándonos
hacia el vacío, corriendo, deslizándonos, saltando, sin saber a dónde nos
llevaba cada paso. Definitivamente confiábamos en las piernas de nuestras
mulas, pero no podíamos ignorar que nuestra situación era muy
peligrosa. Sin embargo, intrépidamente, cantábamos y nos reíamos con todo
nuestro corazón.
Nunca antes habíamos experimentado tanta
alegría. ¿Era locura? — No lo sé. Tal vez estábamos en una especie de
sueño sonámbulo que nos sostenía. El hecho es que estábamos sometidos a la
embriaguez del peligro, uno de los mayores placeres que el hombre puede experimentar.
De repente, mi mula dio un paso en falso más acentuado
que los otros. Creyendo entonces que iba a caer en el precipicio cercano,
tuve lucidez para lanzarme en la dirección opuesta, pensando que era mejor caer
de inmediato en el barro que correr el riesgo de matarme por un segundo de
retraso.
Sin embargo, me sorprendió mucho descubrir que, a
pesar de mi buena voluntad, seguía a caballo, y no podía explicarme este
milagro. Fue simplemente mi enorme acicate el que me sirvió como escudo al
hundirse de una pulgada en el vientre de la pobre mula.
Andábamos así desde la mañana, cuando por fin llegamos
a una pequeña cabaña a la que entramos sin ceremonia. Tres hermanas vivían
allí solas y tranquilamente como las dríadas de Las Huntas*. Lejos del mundo, no tenían ninguna preocupación
y parecían muy felices.
Sólo se preocupaban por la preparación de sus comidas
y este cuidado les ocupaba todo su tiempo. La primera desgranaba el maíz, la
segunda aplastaba los granos entre dos piedras, y la tercera formaba pequeños
panes, que luego tostaría con un gran fuego en el medio de la habitación.
En la Cordillera central de Nueva Granada, por la
altitud tan considerable, las noches son frías a pesar de la proximidad del ecuador; así
que los Chollos* mantienen el
fuego encendido continuamente. Lo alimentan con tres grandes trozos de
madera que se tocan entre sí hacia las puntas y que se encargan de acercar de
vez en cuando. No hay ningún tipo de chimenea, pero en cambio hay humo
incesante. Para no sufrir demasiado, hay que tener cuidado de estar
siempre a barlovento.
El mobiliario de la choza donde nos encontrábamos
consistía en un solo tronco de árbol, y su decoración, de un mono y un racimo de
bananos.
Las diosas nos ofrecieron algunas de estas frutas y un
pan de maíz, que habría sido toda nuestra cena, si no fuera por las tabletas de
caldo que tuvimos la precaución de traer de Francia.
Mientras Fernando extendía nuestras hamacas, tuvimos
una conversación con nuestras anfitrionas.
Al día siguiente, poco después de salir de esta hospitalaria cabañita, nos encontramos en medio de un hermoso bosque de arecas. Estos árboles, — de la familia de las palmas, — tienen estípites delgados y pocas, pero muy elegantes, hojas. Generalmente, crecen en grandes cantidades en el mismo lugar y forman bosquecitos tupidos con un efecto muy artístico. El suelo del Quindiú* siendo muy accidentado, estas palmitas nos rodeaban por todos lados, mostrándonos al mismo tiempo sus tallos, sus copas y sus ramitas, mezclándose, retorciéndose entre sí y cruzando sus follajes con las frágiles heliconias y plátanos silvestres. No hay nada más pintoresco que este revoltijo, iluminado de forma desigual por los rayos del sol. Por aquí, alegre, animado, brillante y radiante de luz, por allí, oscuro y negro, ocultando a menudo, detrás de su inmovilidad, animales horribles y profundos abismos.
Cuando paso por sitios tan maravillosos, como los que
acabo de mencionar, sin haber podido describirlos, me siento con una
exuberancia de vida, mi corazón late más rápido, me estremezco, amo la
naturaleza, amo la vida, ¡amo a Dios!
Además de las bonitas palmitas que acabo de mencionar,
elegantes helechos arborescentes de ocho a diez metros de altura se erguían por
todos lados. Creo que el Quindiú*
es el único lugar en la tierra donde se pueden encontrar unos tan bellos. Estos
helechos tienen la forma general de las palmas, pero su follaje, admirablemente
ligero, se asemeja al encaje más fino. También se encuentra, en esta parte
de la Cordillera, un arbusto totalmente púrpura que suena como un inmenso ramo
de flores, pero no nos ha llamado tanto la atención como el cámbulo* (1) escarlata de
la Cordillera oriental, aunque desde un punto de vista artístico, su follaje
tiene tonos más armoniosos.
Hacia el atardecer, pasamos por una hermosa cascada
que intentamos dibujar, ¿pero qué pincel nos podría dar una idea? ¿Qué
colores harían sentir los tonos de estas flores inclinadas sobre nuestras
cabezas? ¿Cómo representar estos bejucos, estas plantas trepadoras que
corren por todos lados, agitadas por el aliento de la brisa, y estos vapores
ligeros refractando el resplandor del arco iris? ¿Cómo dar la sensación de
frescura que sentimos cuando después de un duro día de viaje, bajo un sol
tropical, llegamos de repente al borde de un claro arroyo iluminado por el
suave murmullo de una cascadita blanca? Sólo la música puede engendrar las
mismas impresiones. Escuchen la Sinfonía
Pastoral de Beethoven o el Sueño de la Noche de Verano de Mendelssohn, y habrán escuchado mi cascada.
Por la noche, nos detuvimos en una cabañita al borde
de un torrente. Montañas boscosas nos rodeaban por todos lados, y hasta
donde nuestra vista podía sumergir, veíamos enormes bosques. Es un
espectáculo nuevo para los europeos, ver altas montañas cubiertas de
árboles. Los Alpes, los Pirineos, el Atlas, el Líbano, los Taurus, son
pintorescos, pero áridos y salvajes; así que no nos cansábamos de
contemplar este magnífico panorama, donde lo gracioso se combina con lo
grandioso.
Al comienzo de nuestro viaje a Nueva Granada, la gente
se presumía siempre de la sabana de Bogotá y del Valle del Cauca, y por el
contrario sólo se sonrojaba al hablar sobre el magnífico Quindiú*. Estos granadinos,
descuidando el lado artístico, sólo se preocupaban por el supuesto valor
territorial de su país, y no veían más en el Quindiú* que el mal estado de sus caminos y la cantidad proverbial
de su barro. Es cierto que el camino que hicieron es terrible, pero al
sólo levantar la vista se ven por todos lados nuevas maravillas, tan numerosas
y notables que no se puede enumerarlas sin ser acusado de exageración. De
hecho, lo que acabábamos de ver era sólo el preludio de lo que nos esperaba.
El Valle de Tochecito*, al que pronto llegamos, nos reservaba cuadros aún más espléndidos. Allí, todas las plantas que acabo de señalar dan paso a una innumerable cantidad de palmas de cera, notables por la colosal altura de sus estípites y la resina de un blanco perlado de la que están cubiertas. Estos árboles están tan apretados que aplastan a todas las plantas vecinas así que es imposible abrir un camino entre ellos, incluso con el hacha en la mano, como lo hicimos en otras partes de la selva virgen. Además, aunque teníamos el mayor deseo de cazar tigres, de los cuales había muchos en este lugar, tuvimos que renunciar a esta empresa y recurrir a los monos y los loros, muchos de los cuales matamos sin dejar el camino. Pero el Quindiú* varía como un caleidoscopio sus fantásticos efectos.
A unas pocas leguas del Tochecito*, el bosque tiene un aspecto muy diferente. Allí,
árboles centenarios, que datan de las primeras edades del mundo, extienden
majestuosamente sus ramas cubiertas de líquenes, musgos y orquídeas
rojas. Todo está lleno de vegetación e incluso el camino que se abre a
machetazos se vuelve a cerrar rápidamente detrás de uno. Dondequiera que
miren, se ven bejucos blancos y flexibles, guirnaldados con los árboles o
estirados como las cuerdas de un barco.
Algunas soportan ligeros parásitos o se entrelazan con
plantas trepadoras y así forman adornos de una elegancia encantadora.
En el momento de nuestro paso, el cielo estaba puro y
el sol brillaba, pero su luz estaba atenuada por las hojas que sobresalían del
camino.
Mariposas de terciopelo color negro o azul iluminaban
este cuadro, y pájaros de todos los colores venían sin desconfianza saltando a
nuestros pies, picoteando flores o gorjeando sus canciones de amor. Aquí he
notado varios silbidos para demostrar que los pájaros del Nuevo Mundo combinan
el encanto del silbido con la belleza del plumaje. Sus voces son
generalmente precisas, fuertes y armoniosas, pero siempre melancólicas. ¿Pobrecitos
seres, serían infelices?
La última de estas melodías es la que cantan los
gallos de Tochecito*. Creo
que es único y lo suficientemente curioso como para merecer ser reproducido
aquí, aunque no tiene nada agradable.
Sin embargo, todavía no estábamos en la cima de la Cordillera
central.
Cansados de ver que estábamos constantemente pasando
por subidas cada vez más empinadas sin llegar a la cima, nos la pasábamos
preguntando a nuestros guías: "Es
aquí l'ultima montaña?*" Pero siempre respondían: No,
caballeros, todavía no, pero pronto!...
Un día, por fin, ¡el camino se volvió tan atroz que
nos llenó de esperanza! porque las cosas excesivas son de corta duración. Los
charcos de barro, de las que hablé, ya no tenían separación y se convertían en
piscinas de más de un metro de profundidad, en medio de las cuales a veces
temíamos ahogarnos.
Unos árboles caídos a través de la carretera
bloqueaban el camino, de modo que con cada paso teníamos que poner los pies en
el suelo y pasar por encima o por debajo mientras arrastrábamos, empujábamos y azotábamos
a las recalcitrantes mulas. Las ramas horizontales nos cegaban
constantemente y a veces nos golpeaban con fuerza. Unos viejos troncos se elevaban
lo suficientemente alto para golpearnos las rodillas, y las zarzas nos arañaban
por todos lados. Nuestra ropa estaba hecha jirones, nuestro cuerpo
ensangrentado, y sólo podíamos asegurarnos la cara cubriéndola con nuestros
enormes sombreros de paja como escudos.
Además, teníamos que estar preparados para caer en cualquier
momento, tomarlo con valentía y sólo pensar en hacerlo en las mejores
condiciones posibles. Así que pensaba en cada paso: Aquí me deslizaré, es
cierto, pero me tiraré sobre este montón de barro que me parece cómodo. Allí,
es muy probable que mi mula se rompa las patas delanteras, pero tendré cuidado
de inclinarme con exceso hacia atrás y sentarme con dignidad en su grupa, y así
sucesivamente. Cualquier pequeño claro a través del bosque nos enseñaba siempre
magníficas vistas, pero cada vez su precio era más alto. Finalmente, al llegar
a la cima, aún tuvimos que cruzar un lugar casi intransitable.
Cuando llegamos a este famoso callejón sin salida,
nuestros arrieros* nos bajaron
de la mula; luego, después de descargarlas a todas y quitarles la silla, las
llevaron por un camino desviado donde tuvieron que cruzar los pantanos nadando.
Mientras tanto, llegamos, no sin dificultad, a una
roca tan escarpada que fue imposible hacer la más mínima hendidura. Sólo unos
pocos rastros del paso de los indígenas nos indicaron donde poner los pies y
seguir adelante aferrándonos a los bejucos que colgaban sobre nuestras
cabezas. Pero una vez del otro lado, aún no habíamos terminado porque nos
faltaba también llevar nuestros baúles hasta aquí.
Para ello, Fernando ató uno con una cuerda y nos
arrojó el otro extremo, para que lo recuperáramos en caso de caída; luego
lo cargó sobre sus hombros y caminó como un bailarín de cuerdas. Su
equilibrio nos parecía muy problemático, así que me apreté contra la roca
levantando los brazos, para asegurar sus pies y evitar que se resbalara,
mientras que Blin, quien estaba abajo en un terreno más firme, me apoyaba de la
misma manera.
Repetimos esta operación varias veces, muy contentos que
no lloviera, lo que lo habría vuelto aún más difícil, todo nuestro equipaje fue
traído sucesivamente de esta manera. Es inconcebible que el gobierno no se
haya encargado en hacer trabajos de obra en este lugar. Con unas pocas minas
tiradas se abrirían por lo menos unas grietas que harían el paso mucho más
fácil. Afortunadamente, no nos pasó ningún accidente, y pronto llegamos a
la cumbre de Quindiú*. Esta
"ultima montana*" está marcada, según la
costumbre, por una cantidad de cruces colocadas en exvoto, en el punto más alto. Desde
allí, se disfruta de una vista espectacular, con las Cordilleras rodeándonos
por todos los lados en una extensión tan grande, que esta acumulación de picos nos
hace pensar en las olas del mar.
Mientras admirábamos este panorama, la tormenta rugía
a nuestros pies y pequeñas nubes blancas pasaban rápidamente sin elevarse a
nosotros.
La ladera de la montaña que acabábamos de escalar tenía
una fisionomía completamente diferente. El camino se volvió excelente, su pendiente
era suave y pareja, y por último los bosques, tan salvajes en el lado de Ibagué,
cambiaban por un aspecto más alegre y elegante. Parece que aquí un
trastorno colosal hizo descansar la naturaleza. No teníamos motivos para
quejarnos de esta transformación, porque desde entonces, en especial los
últimos cinco días, habíamos aguantado una vida muy dura. Las cabañas en
las que nos deteníamos eran cada vez más miserables y sufríamos mucho del
hambre.
En general, así es como ocurrían las
cosas. Cuando llegábamos a la puerta de una choza, preguntábamos si nos querían
vender huevos (lo único que se puede conseguir en este país): "Ay huevos? *" pero siempre nos respondían
en todas partes: "No ay*'"
con una impasibilidad indígena realmente desesperante. Así que nos habríamos
paso a la fuerza y poníamos todo patas arriba hasta encontrar comida. Casi
siempre encontrábamos un suministro de huevos escondido en algún hueco, y, al
no tener nada más, nos tragábamos unos quince entre los dos, pero sin pan, sin
sal, y con frecuencia totalmente crudos, cuando nos tocaba salir antes de alcanzar
a encender el fuego. En las chozas más ricas, había algo de carne seca,
pero estas desmenuzadas sin forma, asquerosas e indescriptibles nos inspiraban una
repugnancia que nuestros apetitos de los mejores días nunca pudieron
superar. En el fondo, los Chollos*
son hospitalarios por naturaleza, ofrecen voluntariamente sus hogares a los
viajeros, y si no dan lo poco que tienen, es porque lo necesitan para sus
propias familias. La mayoría de ellos, hay que decirlo, han sido abusados desde
tiempos inmemoriales por los españoles y los oficiales que se llevaban todo y
no pagaban nada. Así que son a estos últimos a los que hay que culpar si
hoy los indígenas muestran tan poca disposición hacia los extranjeros.
En las Cordilleras las noches son frías; no hay camas en ninguna parte y la hamaca es esencialmente fresca por naturaleza, por esto nos veíamos obligados a acostarnos totalmente vestidos, un ejercicio que, recurrentemente, termina siendo muy agotador. Además, las paredes de las cabañas, hechas simplemente de un entramado de cañas, dejan correr continuas ráfagas de viento, y los techos, hechos con unas pocas hojas de latania (2), dejan filtrar la lluvia por todos lados. Una noche, después de haber cenado, sentados en nuestros baúles, una de las comidas ligeras que acabo de mencionar, Fernando extendió nuestras hamacas entre varias otras que pertenecían a Chollos*, Negros, arrieros, mujeres, niños, Indígenas cazadores, formando un laberinto inextricable por estar tan cruzadas. A decir verdad, esta instalación no carecía de color local, pero también tenía algunos inconvenientes. Por mencionar sólo uno: me encontraba ubicado por debajo un tabique horizontal formando un entresuelo, donde dormía el padre lisiado de esta comunidad. Al principio de la noche todo iba bien; pero tan pronto estuve cediendo al sueño que sentí una granizada de polvo e insectos de todo tipo cayendo encima de mí y entrando en mis ojos. Cada vez que el viejo se daba la vuelta, la estera de cañas que le servía de cama, dejaba caer un diluvio de inmundicia que amenazaba con cegarme y envenenarme. Estando en la total imposibilidad de mover mi hamaca en medio de la oscuridad, tomé la decisión de abrir mi paraguas, gracias a lo cual pude alcanzar el día sin mayores inconvenientes.
Entre las magnificencias de la ladera occidental del Quindiú*, lo que más nos llamó la
atención fue un enorme bosque compuesto exclusivamente de bambús. He
recorrido unas cuarenta mil millas en los últimos quince años y nunca he visto
nada tan variado o espléndido como la montaña que estábamos atravesando. Tal
excursión no podría haber terminado mejor que con esta admirable avenida de bambús
desplegándose frente a nuestros ojos.
Estos arbustos crecen muy apretados, se elevan en
gavillas y se abren a medida que se inclinan como ligeros penachos. Sus copos,
suavemente verdes, resaltan armoniosamente sobre el oscuro fondo de la
vegetación tropical. El sauce llorón le daría al europeo sólo una ligera idea,
ya que su tronco es masivo y su grueso follaje baja hasta el piso, mientras que
el bambú, delgado como una caña, se eleva con vivacidad y se mezcla con el azul
del cielo, así como una elegante nubecita.
Nos habíamos prometido que llegaríamos a Carthago* el 30 de agosto, así que
ese día nos pusimos en marcha al amanecer. Por desgracia, después de
caminar durante trece horas sin parar, no llegamos al Rio Vieja* sino hasta la puesta del sol. Sin embargo, cruzar
un río es siempre una operación difícil en Nueva Granada, y por la noche se
hace casi imposible. El barquero - ellos son personas insoportables en
cualquier país- el barquero, digo, hizo su trabajo sólo por nuestras amenazas,
y de repente la noche nos invadió por completo, ya que en estas latitudes la
perpendicularidad de la eclíptica borra el crepúsculo.
A pesar de esto y aunque estábamos muy cansados, decidimos
seguir caminando las tres horas que nos separaban de Carthago*. Nuestros guías y arrieros* sostenían que era imposible; pero como teníamos
algunas razones para suponer que estaban poniendo mala voluntad, les obligamos
a caminar y salimos sin tomar ninguna cena y sin siquiera escuchar sus razones.
No podíamos mostrar más perseverancia, pero el destino
no hizo ningún caso de nuestra determinación.
O Fernando estaba en connivencia con los arrieros, y
nos llevó intencionadamente a callejones sin salida, o él tomaba caminos
equivocados, o estos eran realmente intransitables, el hecho es que cada paso
presentaba una nueva dificultad; — el camino era estrecho, las ramas
numerosas, las zarzas nos rasgaban las piernas, — y en estas tierras calientes
y húmedas, las serpientes eran numerosas y podían mordernos con mucha
facilidad, ya que a menudo nos veíamos obligados a poner los pies en el suelo
para arrastrar nuestras mulas por la brida. Además, bajo los árboles altos
que nos rodeaban, la noche se había vuelto completamente oscura, por lo que no
sabíamos por dónde caminar.
De repente nos encontramos en una roca húmeda, oblicua
y resbaladiza, y suspendida en el borde del Rio Vieja*! Fue sólo arrastrándonos a cuatro patas que
fuimos capaces de cruzar esta cornisa; en cuanto a nuestras bestias, se
negaron absolutamente a dar un solo paso, y Fernando, que caminaba en el reconocimiento,
gritó que el camino era aún peor más adelante. Finalmente, pensando que a
este ritmo nunca llegaríamos antes de la luz del día y que correríamos el
riesgo de perdernos en el bosque, perdimos animo por completo. Tuvimos que
retirarnos y pedir hospitalidad en la cabañita del barquero, que nos ofreció un
pedazo de pescado seco de única consolación.
En cambio, al día siguiente estábamos de pie con el sol.
Después de haber atravesado muchas heliconias
entrelazadas con palmeras espinosas que nos despedazaban, llegamos a Carthago*, una gran aldea de poca
importancia, pero muy bien ubicada a orillas del Rio Vieja* y rodeada de bosquecitos de latanias (2),
cañas salvajes y cabuyas rojos (3). En estos hermosos países, la
naturaleza lo hace todo para el hombre, y eso es afortunado para las miserables
razas de América del Sur, que, de otra manera, se morirían de hambre.
Aparte de los frutos de todo tipo que ya he mencionado,
aparte de las verduras como la yuca, la mandioca, la papa y el cará* (4), que crecen casi
espontáneamente, mencionaré las palmeras como ejemplo de la prodigiosa riqueza
de estas tierras. Hay alrededor de trescientas especies diferentes de palmeras
y la mayoría de ellas son o pueden ser útiles para el hombre.
Los principales son: la palma de bosque cuyas hojas se usan para hacer techos, y los estípites para hacer lanzas, arcos, etc... La latania (2), del que se hacen las cuerdas y los sombreros. El árbol del coco, que produce coco. La palmera datilera, que produce dátiles. El palmito, cuya parte superior es tan delicada y agradable de comer. La palma de cera, que deja salir esta sustancia de su corteza. Por último, la palma de mantequilla (5), cuya sabrosa pulpa se parece tanto a la mantequilla de vaca que es muy difícil distinguir una de otra. ¿No es admirable ver tanta variedad de producción en un solo árbol que crece sin cultivar? La palma de cera es, como dije, la más elegante y alta, pero la palma de mantequilla es la más rica y hermosa. Su cabeza, abundantemente provista de hermosas hojas verdes, forma una esfera muy regular. Por lo tanto, es, en comparación con otras plantas de la misma especie, como una rosa doble junto a las rosas del campo. Los alrededores de Cartago están cubiertos de ella.
Por otro lado, no hay nada que ver en la ciudad, que se ubica
entre las Cordilleras Central y Occidental, y que también se encuentra aislada
del mar y de Bogotá. No tiene ningún recurso, y por la noche sólo se puede
caminar cuando hay luna, porque las linternas aún no han llegado hasta allí.
Viendo el estado de las cosas, sólo usamos nuestras cartas de recomendación
para conseguir mulas lo antes posible. Después de varias idas y venidas, finalmente
encontramos las adecuadas, y nos prometieron traerlas al día siguiente a las
cinco de la mañana. Por supuesto no llegaron hasta las once de la mañana, y
como sólo tenían seis horas de retraso, lo que es poco en Nueva Granada, pensábamos
añadir una propina al precio acordado, cuando el arriero vino a reclamarnos
cuarenta y cuatro piastras en lugar de treinta, precio ya exorbitante por dos
días, sobre todo en la llanura. Así que despedimos al ladrón y pasamos el día
hablando con todos los dueños de las
bestias* de la ciudad y sus alrededores, pero se acordaban entre ellos como
ratones de feria y se apoyaban mutuamente en sus nuevas reclamaciones.
Hubiéramos querido salir a pie para desconcertarlos, pero
nuestro equipaje nos lo impidió, y nos vimos obligados a concluir el trato con
el menos exigente. Todo esto nos llevó hasta las siete de la tarde, y luego,
los horribles dueños* trataron
de obstaculizar nuestra salida, con el pretexto de que la hora era demasiado
tarde; pero ya que teníamos nuestras bestias nos pusimos en marcha, abriéndonos
el camino a latigazos.
Sin embargo, esta ejecución se llevó a cabo sin ninguna
ayuda de Fernando, que siempre se inclinaba por tomar partido en contra de nosotros,
con el fin de preservar sus amistades en las diversas regiones por donde pasábamos,
que él tendría que seguir recorriendo toda su vida. Pero ese día le hablamos
con tanta severidad del tema que no quiso volver a hacerlo.
En Cartago nos habían advertido que la carretera era
frecuentada por bandidos muy peligrosos y que no era prudente aventurarse a
salir de noche. Así que, al salir del pueblo, armamos nuestros revólveres y nos
pusimos a la defensiva, listos para enfrentar todas las eventualidades. Incluso
admito que no nos hubiéramos enfadado si hubiéramos tenido una pequeña aventura
con ladrones, pero por desgracia todo ocurrió tan regularmente como el paseo de
los estudiantes de la Inmaculada Concepción, y cerca de las dos de la mañana
nos fuimos a dormir a una vieja hacienda*,
arruinada desde la emancipación de los negros. Los hijos de los hacendados de
esta propiedad vivían vegetando allí miserablemente, ignorando hasta el nombre
de sus padres.
Este es el destino de todas las haciendas* de Nueva Granada, y también será el destino de las fazendas*(6) de Brasil, el
día en que, bajo alguna influencia, los negros lograran conquistar su libertad.
Al día siguiente, salimos al amanecer y se apretaron nuestros corazones al cruzar los campos, que rodeaban esta casa en ruinas y que se habían vuelto salvajes y sin cultivar; esos mismos que en el pasado estuvieron cubiertos de ricas cosechas de café, algodón y caña de azúcar. Un ramo de bambú colocado como adorno en el centro del jardín atestiguaba su antiguo esplendor, así como una joya en una momia negra.
* Palabras originales
(1) Cámbulo:
Erythrina poeppigiana conocido como bucare
ceibo, cámbulo, písamo, poró y cachingo.
(2) El autor
llama a una planta “latanier” literalmente “latania”, que es una palma
originaria de la isla de Reunión, ¿y qué
tal vez seria en realidad la palma cica?
(3)“rouges cabuyas”
en el texto original: podría ser una mala ortografía del autor que querría decir
“cabuya” un sinónimo de “fique”, pero no sabría explicar porque “rojos”.
(4) En
Colombia el cará se conoce como ñame.
(5) El autor
llama “palmier à beurre” literalmente “palma de mantequilla” lo que parece ser
la palma de aceite.
(6) Fazenda
: Hacienda en brasileño.
Extracto
EL CONDE GABRIAC ALEXIS, Y SU PASO POR LA CORDILLERA DEL QUINDIO.
Promenade à travers l’Amérique du Sud” del Cte
de Gabriac (p.80 – p.98)
Traducción Mathieu Barreau
Revisión Milena Bautista
Álvaro Hernando Camargo Bonilla.
Miembro de la Academia de Historia del Quindio.
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