Jean-Baptiste Boussingault,
en su paso por el camino del Quindío.
NATURALISTA Y CIENTÍFICO que atravesó varias el camino del Quindío. En sus expediciones describió la geografía, los paisajes y minería dispuestos en la vera del camino.
En 1827 pasó por el camino del Quindío hacia el Cauca con la intención de explorar las riquezas de la Nueva Granada, en especial la minería del oro en las jurisdicciones de Supía, Quiebralomo y Marmato, minas que pretendía comprar para una poderosa compañía inglesa establecida en Londres.
Anota
sobre la existencia de tres pasos por la cordillera denominada Quindío: primero
el paso de Guanacas, que salía del pueblo de Guanacas y llegaba a Popayán. Por
esta vía viajaban las mercancías enviadas de Bogotá al alto Cauca. Los
transpones se hacían a lomo de mula, pero el paso del Páramo de Guanacas, cuya
altitud es grande, no dejaba de tener peligros, considerando las osamentas de
mulas que se hallaban en el camino; segundo, los pasos del Quindío, de Ibagué a
Cartago, era el más frecuentado. Al bajar hacia el Cauca, se atravesaban
pantanos impracticables para las bestias de carga; el tercero, más al norte
bordeaba el páramo de Herveo, el cual seguían los cargueros que viajaban de
Mariquita a la Vega de Supía.
CAPÍTULO
XV
Paso de la Cordillera Central por el Quindío.
Había
cruzado la cordillera por el Nare y Marinilla, a 6° de latitud norte; luego un grado
más al sur, por Herveo, yendo de Mariquita a Supía. En 1827 tuve la ocasión de
pasar el Quindío rumbo a Cartago y de esta ciudad a la Vega de Supía,
donde acababa de ser nombrado superintendente con la misión de organizar y de
ampliar la explotación de minas de oro. Se utilizarían materiales y personal traídos de Inglaterra para trabajar en
un sitio en donde no existía ningún recurso. Al penetrar al Cauca por el Quindío podía llevar
a cabo reconocimientos en Cartago y Río Sucio, caminando por la Cordillera
Central en forma paralela al río.
El paso del Quindío es la
vía preferida para el transporte de las telas bastas fabricadas en el Socorro,
que tienen gran consumo en las provincias del sur. Me instalé en Ibagué con el fin de
preparar mi expedición, lugar donde se consiguen los cargueros y allí
reposé algunos días de las fatigas que había sufrido en mis repetidos viajes por la meseta de Cundinamarca. Ibagué goza de un clima delicioso y no sin
tristeza deja uno ese gran pueblo. Es un
oasis de agradable temperatura en el centro de las regiones ardientes del valle del Magdalena y de los lugares fríos de las
montañas que alcanzan la altura de nieves
perpetuas, sobre los nevados de Tolima, Santa Isabel y Ruiz. En Ibagué se dispone de víveres en abundancia y cantidades
considerables de agua limpia.
En el momento cuando iba a internarme en el Quindío, recibí la orden de vender un aprovisionamiento de alimentos en conserva, destinados a una expedición que debía haber llevado a Santiago de Veragua, al oeste de Panamá, pero que fue suspendida. En consecuencia, abrí un almacén, después de haber hecho anunciar por medio de tambor que se procedería a la venta de conservas, de jamones y de lenguas ahumadas, a precio fijo. El botánico señor Goudot se ocupó del mostrador y yo me mantuve detrás de la puerta, con una gran caña de azúcar a la que había retirado sus hojas. A la hora señalada los compradores se presentaron: eran indios, mestizos y todos rechazaban con desdén las conservas en sus cajas de metal, pero sí apetecían los jamones; desgraciadamente comenzaron a regatear. Fue entonces cuando salí de mi escondite y apliqué a esos compradores un buen golpe de mi caña, diciéndoles: “¿Ah, conque regateando, no?” Al día siguiente ya no había clientes; parte de los víveres los llevamos a la selva y el resto fue enviado a los oficiales de las minas de Santa Ana.
Tan pronto supieron que
yo iba a entrar en la montaña, los cargueros me ofrecieron sus servicios; por casualidad
tengo a mano una lista del personal que enganché
y que reproduzco como documento interesante, porque allí se encuentran los
precios que se pagaban a los que transportaron nuestros equipajes.
Nombre
Carga
Bautista
Medina 4
arr. 17 lbs. baúles
Antonio
3
bulto
Juan
José Escandón 5
caja
Jacinto
Forero 4
baúl
Juan
José Ruperto 4,25
alimentos
Bernardino
Vanegas 5,12
caja
Santiago
García 3,3
caja
Andrés
Saavedra 3,3
ropa
José
Vanegas 3,10
caja
Marcos
Aguilar 3,12
baúl
Ruperto
(niño) 1,2
hojas de bijao y olla
Total 41 arr. 9 lbs.
Se
pagan 8 piastras por 4 arrobas = a 100 libras españolas. Las 41 arrobas 9 libras
costaron 80 piastras y 6 reales.
Para el transporte de una persona, un carguero exige 16 piastras y la comida; “el sillero” debe tener un paso suave, pues su carga viva está sentada sobre una silla de caña, suspendida por una banda que lleva sobre la frente el portador. El transportado debe permanecer inmóvil, mirando hacia atrás y con los pies reposando en un travesaño; en los sitios escabrosos como al atravesar un torrente sobre un tronco a manera de puente, el sillero recomienda al patrón que tiene sobre la espalda, cerrar los ojos. Es cierto que nunca sucede un accidente, pero da lástima ver al carguero sudando gruesas gotas a la subida y oírlo respirar, emitiendo un silbido tremendo; a pesar de las ofertas que me hizo un sillero de los más reputados preferí pasar la cordillera a pie.
El bastimento que debíamos llevar consistía en tiras de carne seca de res, bizcochos de maíz, huevos duros, azúcar en bruto (panela), chocolate, ron, pedazos de sal que se conocen con el nombre de “piedras” y resisten a la humedad, y cigarros. Yo debía alimentar solamente a los cargueros que llevaban los víveres, la cama y las hojas de bijao; los otros llevaban su propia alimentación o sea “tasajo”, panela, chocolate, arepas y sobre todo “fifí”, bananos verdes secados al horno, cortados en tajadas longitudinales, todavía harinosos al punto que adquieren la dureza y la consistencia del cuerno; para comer “fifí” en vez de pan, se le rompe con una piedra y se remoja en agua esta curiosa preparación, que no he visto hacer sino por los cargueros de Ibagué, es absolutamente resistente al ataque de los insectos y una ración pesa la cuarta parte de lo que habría pesado fresca.
En mi equipaje llevaba la suma de 45.000 francos en onzas de oro e indico esta circunstancia porque, lejos de disimularla, recomendé el precioso metal a la atención de los cargueros que iban a llevarla; yo no tenía ni la menor sombra de duda sobre la probidad de estos hombres y sin embargo íbamos a pasar días y noches en la selva, lejos de toda habitación y de cualquier socorro. He tenido la ocasión de cruzar tres veces el paso del Quindío, y daré detalles del diario de esta primera experiencia, reservándome el hacer conocer, como complemento, los incidentes sobrevenidos en el curso de los otros dos viajes.
El 23 de mayo de 1827, a las 7 de la mañana, salí de Ibagué después de haber atravesado el Combeima sobre un puente de guadua. El torrente era muy fuerte, la temperatura del agua 16° y la altitud 1.282 metros. A las 8 estábamos al pie de la Cuesta (altitud 1.384 metros); la escalada fue muy penosa a causa del ardor del sol y de la movilidad de esos singulares granitos desagregados, sin estar descompuestos, de los que hablé en mi excursión al volcán del Tolima. A las 9 observé el barómetro en las Amarillas, (altitud 1.548 metros, temperatura 22°); en las Ánimas, cerca de allí, nos detuvimos para almorzar; a la 1 estábamos en Guayaral, (altitud 2.073 metros, temperatura 20°); siguiendo por la cresta del terreno llegué hacia las 3 a la Palmilla (altitud 2.135 metros) en donde establecí el campamento. De allí se domina el llano de Ibagué; la pendiente es muy abrupta y uno queda separado de la ciudad por un profundo valle por donde corre el Combeima. Cuando sopla el viento del Este aparecen masas de vapor y sobre una de estas nos vimos proyectados y rodeados, el señor Goudot y yo, de una magnífica aureola irisada. “Es como una gloria”, dijo Bouguer, quien observó este fenómeno sobre el Pamba marca. En este sitio estábamos rodeados de bellas palmeras de cera (ceroxylon andícola), quinquinas blancas descritas por Mutis y helechos arborescentes. Vino una fuerte tempestad del Sur y llovió toda la noche sobre el campamento, lo que no me impidió dormir profundamente.
El 24 de mayo nos
encontramos en una triste situación: el huracán había deshecho nuestro
campamento y nos pusimos en camino bastante tarde. A la 1
llegamos a la Cara de Perro, (altitud 2.591 metros, temperatura 19°) con una lluvia fuerte que nos había perseguido desde la salida. El sendero, trazado en un delgado esquisto descompuesto, era impracticable. De Cara de Perro se baja hacia la casa de las Tapias (altitud 2.003 metros, temperatura 15,7°) en donde me acosté bajo techo esperando a mis cargueros. Había uno especialmente que me obligaba a no seguir adelante: era el muchacho cargado de hojas de bijao, nuestro abrigo portátil, indispensable con un tiempo tan lluvioso.
El 25 de mayo arrancamos a las 7 de la mañana y llegué a la casa del Moral a las 8 (altitud 2.033 metros, temperatura 18°). Un poco después bajé el estrecho valle del Azufral, descrito en mi “Ascensión al Tolima”. Con mucho placer volví a ver la bonita cascada y tomé un baño frío de ácido carbónico para calentarme. Tomé el desayuno a la orilla del río, donde se sentía el olor del ácido sulfhídrico.
Desde
mi visita anterior se había trabajado mucho y los azufreros fundían el azufre extraído
de una galería perforada en un esquisto micáceo carburado, donde estaban
obligados a contener la respiración mientras trabajaban, para no asfixiarse con
el ácido carbónico. Establecí mi campamento, por encima del
Azufral, en Buenavista (altitud 2.100 metros, temperatura 14°) sobre el esquisto micáceo, en un pequeño sitio en donde me incomodaron cruelmente los mosquitos. No cesaba de llover y percibíamos un olor de letrinas que indicaba el vecindario de un azufral. Es posible que los esquistos micáceos empujados hacia arriba por la traquita del volcán del Tolima, contengan azufre.
El 26 de mayo desde las 7 de la mañana los cargueros se hacían oír en la selva porque tienen la costumbre de lanzar gritos alentadores cuando se ponen en camino. A las 8 llegábamos a Contadero de Chachafruto (altitud 2.319 metros, la temperatura 15,3°). A las 8 y media estábamos en Aguacaliente (altitud 2.276 metros); la temperatura del agua de la fuente caliente era de 53,3° y me sorprendió esta indicación porque recordaba que en mi anterior excursión al Tolima había encontrado 58,8°. La cuenca tiene solamente una capacidad de algunos litros y creo que la temperatura de las fuentes termales poco voluminosas no es invariable. El termómetro marcaba 16,1°, al aire. Arriba de Aguacaliente hay un depósito de calcáreo blanco fibroso en bandas de alrededor de un centímetro de espesor; más arriba se ve una hermosa roca que considero es traquita.
Al dejar a Aguacaliente se sube por una pendiente suave hasta el alto del Machin (altitud 2.435 metros, temperatura 17°). El camino era muy resbaloso, un esquisto descompuesto que formaba un barro espeso. Al llegar al alto sentí una sed ardiente y mis guías me dijeron que conocían una fuente cerca de allí, pero que no era posible beber de esa agua por su sabor picante (ácido), es decir, “que sabía a ají”. Cuál no fue mi alegría cuando pude calmar mi sed con un agua muy gaseosa, ligeramente ferruginosa. Mis cargueros no se decidieron a beber pues les repugnaba esa agua.
Del alto se baja al río
San Juan, al sitio en donde se une con la quebrada de
Machín (altitud 1.955 metros, temperatura 19°); este torrente toma el nombre de Coello antes de entrar al Magdalena, bastante más abajo de Ibagué. La lluvia no había cesado y cuando llegamos al San Juan se transformó en uno de esos aguaceros que solamente conocen quienes han viajado por las regiones ardientes del ecuador. Seguíamos a lo largo del río, remontándolo y caminando por un sendero cubierto de barro; yo sufría de los pies en tal forma que había tenido que descalzarme, estaba mojado al máximo, pero gracias a una camisa de franela basta que llevaba en épocas de lluvia, el frío ocasionado por la humedad fue tolerable. Cuando llegué a acostarme me puse una camisa seca, pero al día siguiente volví a utilizar la húmeda de la víspera; es posible andar con ropa mojada sin que sea perjudicial para la salud, a condición de no detenerse pues el peligro no se manifiesta sino cuando se siente el frío; si uno va a caballo, debe apearse y caminar. A pesar de lo triste de mi estado, visité una fuente gaseosa caliente, cerca de San Juan, en la orilla derecha. La abertura tenía un metro de largo por medio metro de ancho; el agua parecía hervir, pero al meter allí la mano la temperatura era poco elevada, pues la agitación del líquido provenía de un fuerte desprendimiento de gas carbónico. El termómetro se mantenía a 35,6° y encontré que el agua era agradable para beber, con un sabor ligeramente agrio parecido al de la fuente del alto del Machín; no se veía la salida del agua, pero los cargueros decían que el pozo era profundo porque no habían alcanzado el fondo hundiendo allí guaduas de 13 metros de largo; yo no encontré en el agua gaseosa de Toche sino rastros de protóxido de hierro y de sales alcalinas.
Tuvimos dificultades para atravesar el vado de San Juan: la lluvia continuaba y el torrente, cuyas aguas venían con mucha fuerza, transportaba bloques de traquita. Atravesé el río sobre los hombros de un carguero que se apoyaba en dos bastones, protegido por otros dos hombres que se mantenían a un metro de distancia para romper la corriente y para estar listos a socorrernos en caso de un accidente. Pasamos afortunadamente, aturdidos completamente por el ruido del torrente y dándonos un baño de pies bastante desagradable debido a los 13° del agua. A las 4 llegamos al Tambo de Toche, una posada en donde los viajeros encuentran un techo bajo el cual pueden abrigarse y cocinar, si es que tienen provisiones; bajo esta ramada abierta por todos lados, quedamos expuestos a un viento acompañado de ráfagas de lluvia.
Antes de llegar al Tambo nos encontramos a un pobre soldado que caminaba entre el barro e iba a Cali para reclamar la sucesión de su padre; estaba medio muerto de frío y lo invité a que siguiera en mi caravana; no me cabe duda de que hubiera sucumbido sin la asistencia que le presté.
El 27 de mayo habíamos soportado un frío intenso bajo el Tambo y a las 7 de la mañana el termómetro marcaba 12°, temperatura poco agradable cuando el aire está húmedo y fuertemente agitado. A las 8, con una lluvia sostenida, comenzamos a subir a Toche por un camino tan resbaloso que con frecuencia había que darle forma a la arcilla blanca para que el pie se pudiera sostener. A las 11 llegamos al alto de la Sepultura, en donde había sido enterrado un carguero, muerto de fatiga; mis hombres aseguraban que por la noche se oía en la selva su alma pidiendo socorro; de allí (altitud 2.620 metros, temperatura 13°) fui a Yerbabuena, en donde sin abrigo y con buena lluvia, almorcé con muy buen apetito. Noté la aparición del esquisto anfibólico. A la una estaba en la quebrada de las Cruces, (altitud 2.383 metros, temperatura 14°) y a las 2 en el alto de las Cruces (altitud 2.663 metros, temperatura 13,7°). Desde este sitio la vista descansa sobre un horizonte de verdura, donde se levanta la gigantesca palmera de cera (ceroxilon) en grupos numerosos parecidos a blancas columnas; a lo lejos estas columnas paralelas hacen el efecto de mástiles de buques anclados en una rada. El descenso del alto fue tan penosa como la subida; huecos llenos de barro líquido y una lluvia incesante. Vimos aparecer entre ese barrizal a un negro que acababa de ser juzgado en Buga e iba con las manos esposadas, llevando sobre la cabeza una provisión de plátano y así avanzaba dando tumbos a cada paso, apenas sostenido por dos “cabos de justicia”. Este negro había cometido un asesinato, sin embargo tenía un aspecto tan infeliz, que sentí mucho no poder darle una limosna, pues yo estaba necesariamente desprovisto de dinero, ya que no tenía sino mi ropa embarrada. ¡Quién iba a pensar que encontraría una miseria para aliviar en las soledades del Quindío!. A las 5 de la tarde llegué al torrente de Tochecito, cuya agua me pareció glacial (9°) al atravesar el vado; el sitio tenía un aspecto salvaje y allí establecí el campamento (altitud 2.576 metros, temperatura 10°); nos encontrábamos sobre esquisto micáceo.
El 28 de mayo a las 7 tomamos un sendero muy visible que llevaba al páramo; el tiempo era muy bueno y sentí una sensación de bienestar que no había experimentado desde mi entrada en la selva. Atravesamos un bosque de ceroxilones adornados de racimos de frutos rojos; la vegetación era espléndida a medida que volvíamos a encontrar las plantas alpestres del altiplano de Bogotá. A mediodía abrí el barómetro sobre el punto más elevado del páramo y obtuve una altitud de 3.390 metros; el termómetro al aire libre indicaba 11,7°. Desde Ibagué habíamos recorrido 10 leguas de 6.660 varas, de acuerdo con una medición de la ruta, llevada a cabo por orden del gobierno. La cima del páramo está formada por esquistos micáceos, parecidos a los de la Vega de Supía. Después de haber almorzado en El Alto, comenzamos a bajar con lluvia y por caminos tan estrechos, profundos y cerrados, que en ciertos sitios uno hubiera creído estar en la galería de una mina. Después de 4 horas de una marcha fatigante al más alto grado, llegamos a Mataficua (altitud 2.200 metros, temperatura 15°) en donde reconocí un esquisto talcoso que alternaba con el esquisto micáceo, el esquisto anfibólico y el grünstein que observé un poco más abajo. Alcanzamos al Contadero de Cruzgorda (altitud 1.950 metros, temperatura 13°) en donde debía pernoctar; infortunadamente no había llegado el portador de las hojas de bijao, de manera que la lluvia me obligó a tomar abrigo momentáneo en el tronco hueco de un huracrepitams, el reloj de arena de la Antillas.
El 29 de mayo encontramos que el terreno para llegar de Cruzgorda al río Quindío era un pantano; en 3 horas de marcha llegamos a la orilla (altitud 1.816 metros, temperatura 16°) y pasamos el río sin accidente. En seguida subimos hasta el alto de Lara Ganao (altitud 2.067 metros), luego seguimos hasta El Roble (altitud 2.114 metros, temperatura 16°). Al salir de allí me picó cruelmente en el pie una avispa brava; un carguero me trató por medio de la aplicación de tabaco mascado sobre la picadura y el alivio fue inmediato; pude continuar la marcha. Acampamos en el Socorro (altitud 1.880 metros, temperatura 17°).
El 30 de mayo fui a desayunar a Buenavista (altitud 1.837 metros, temperatura 17°). Allí comienza la peor parte del camino; uno camina en los guaduales expuesto a las espinas de esas gigantescas gramíneas y en un barro que llega a las rodillas; en camino me refrescaba con el agua que se obtiene de las guaduas, practicando una abertura por encima de uno de los nudos de la vara; con una sola punción obtuve 1/4 de litro de líquido; agua clara, fresca y como lo demostró después el análisis, casi pura. Este es un gran recurso para los que atraviesan los largos guaduales y calman su sed con agua límpida; allí donde no hay en el suelo sino agua barrosa que es necesario esperar que decante. Por la tarde llegué cansado, mojado y cubierto de barro al sitio de La Balsa (altitud 1.279 metros, temperatura 22°). Me alojé en una cabaña en donde esperé la llegada de mis cargueros; la mayor parte de ellos estaban retrasados y es fácil imaginar que con sus cargas, en una estación de lluvias, no me podían seguir por lenta que fuera mi marcha. Llegaron el 1o. de junio, pero faltaba el que traía los 45.000 francos en oro. Envié a dos de mis hombres a buscarlo y regresaron pronto con el tesoro; el pobre diablo a quien se lo había confiado tuvo que regresar a Ibagué porque lo habían atacado las fiebres.
El 2 de junio, muy temprano me puse en camino hacia Cartago, al oeste, sur-oeste de La Balsa. El camino fue pésimo hasta el río de La Vieja o del Quindío, en donde me detuve a mediodía, (altitud 972 metros, temperatura 26°). Este río recibe la quebrada de Piedramoler y es cerca de su unión donde se le atraviesa: existe confusión de nombres, ya que cada uno le da el suyo, pero en definitiva es la unión de las aguas que bajan de la vertiente Oeste del Quindío. Para llegar del Magdalena al Cauca, remontamos el lecho del río San Juan y llegados al punto culminante del camino, al páramo, bajamos por el lecho del río del Quindío. Ya lo he dicho: las rutas naturales para atravesar una cadena de montañas, son los torrentes que bajan de sus picos.
Llegué a Cartago por la tarde con la más extraña vestimenta que había ideado para evitar la lluvia: parecía un individuo que saliera de un baño de barro; mi ayudante, a quien había enviado adelante, había tomado en alquiler una casa espaciosa de estilo morisco, con galerías interiores que daban sobre el patio; las habitaciones que daban a la calle estaban ocupadas por personas encantadoras entre ellas una sirena de ojos azules. Del páramo a Cartago, midiendo con cadeneros la distancia, se encontró que hay 12 leguas de 6.660 varas y yo había necesitado 9 días para recorrer esta distancia.
En enero de 1830 pasé el Quindío montado
sobre una mula con tiempo muy favorable. En esta época, una división del
ejército colombiano regresaba del Perú; el general Bolívar que la había
precedido me dio algunas indicaciones.
Álvaro
Hernando Camargo Bonilla.