VIAJES
POR El INTERIOR DE LAS PROVINCIAS DE COLOMBIA POR El CORONEL J. P. HAMILTON, RECIENTE
JEFE COMISARIO DE SU MAJESTAD BRITANICA ANTE LA REPUBUCA DE COLOMBIA EN DOS
TOMOS.
LONDRES
JOHN
MURRAY, ALBEMARLE STREET
MDCCCXXVII
John Hamilton Potter 2(184). Durante su estadía en Colombia recorrió la ruta que de Santa Marta iba hacia Bogotá por el río Magdalena, visitó Neiva, Buga, Cali, Popayán, Cartago, Quindío e Ibagué y Tocaima.
Enviado y ministro plenipotenciario
del rey británico ante la Nueva Granada para celebrar un tratado de amistad y
comercio.
John Potter Hamilton (Inglaterra, 1777-1873). Coronel, diplomático, viajero. En 1823 fue nombrado “jefe comisario de su majestad británica ante la República de Colombia”, siendo el primer agente diplomático enviado por Inglaterra a la recién creada república de Colombia, con el encargo de firmar un tratado de amistad y comercio. Llegó a Bogotá en 1824 y regresó a Londres a mediados de 1825.
Inicia su viaje desde Bogotá, cruza los Andes por el paso de Guanacas, y llega a Popayán; avanza por Cali a Cartago y transmonta nuevamente los Andes por el paso del Quindío, en diciembre de 1824, en su regreso a Santa Fe por Ibagué y Tocaima.
Con
motivo de festividades en Ibagué, no era posible arribaran silleros y cargueros
al Quindío, por lo que contrato un peón, a quien pago ocho peos para llevar una
comunicación al Juez Político de Ibagué, a fin de que el gestionara la contratación
de hombres y bestias necesarias para su viaje. Inconveniente que le obligo a
permanecer catorce días en Cartago, a pesar de su premura por llegar a Bogotá.
Tiempo
que le permitió para reseñar acontecimientos y productos que se encontraban en
Cartago, tal como el buen pan que se fabricaba en Cartago, con la harina de trigo
que se traía de Bogotá; la presteza de un carpintero que fabricaba clavos de madera
producida por un árbol denominado granadillo, cuya madera es sumamente dura y
resistente.
RELATO DE SU PASO POR EL CAMINO DEL QUINDIO
Al fin
llegó la buena nueva de que el juez político de Ibagué estaba adelantando
activas diligencias para conseguir el número necesario de silleros, peones y
mulas, pues había recibido órdenes del gobierno de que nos prestara toda clase
de ayuda; así es que el 20 de diciembre llegaron a Cartago los hombres y las
mulas.
El 21
vino el juez político a decirnos que los peones necesitaban, antes de emprender
el camino de regreso a Ibagué, descansar un día y ocuparse en comprar algunas
cosas que les faltaban. Se pasaron algunas horas de la mañana en pesarnos
escrupulosamente. Yo resulté pesando siete arrobas menos cinco libras, y Mr.
Cade cinco completas. Nos divirtió mucho ver a los dos silleros que creían
tener que cargar conmigo por el paso de las montañas, mirarme con fijeza de
alto a abajo. Como el juez les preguntara qué opinaban de mi peso, respondieron
que podrían cargarme sin dificultad alguna y que en anteriores ocasiones habían
podido con personas todavía más corpulentas. Por lo que el juez político les
había dicho en Ibagué se habían formado la idea de que el cónsul general inglés
(título que me daban siempre) era personaje de mucho mayor envergadura. La
expedición contaba con cuatro silleros, catorce peones para cuidar del equipaje
y tres mulas de remuda, fuera de las que montábamos y una especie de capataz o
comandante cuyo ascendiente sobre el personal, si va a decir verdad, no era muy
grande.
Siguiendo
el consejo del señor Rodríguez, desistimos de llevar con nosotros el moro de
Mr. Cade, que cojeaba por habérsele puesto mal las herraduras. Se convino en
pagar diez y seis pesos a cada uno de mis silleros, diez a los te Mr. Cade y de
Edle y nueve a cada uno de los peones. Por mi parte, les ofrecí una buena
propina si quedaba contento del servicio y conducían la carga con cuidado.
Corre
a cargo del empresario de los silleros y peones la alimentación, consistente en
carne cecina, tanto de res como de cerdo, plátano y arroz en determinada
cantidad por persona. Con satisfacción oímos al señor Rodríguez afirmar que
estos cargueros eran muy diferentes de los bribones que se emplean para
tripular los champanes subiendo el Magdalena. Y tengo para mí que, si no
llegaban a ser mejores, peores no podrían serlo en ningún caso.
El artefacto
de que se valen para cargar el equipaje es una especie de armazón de guadua, de
tres pies de largo aproximadamente, con un travesaño en la parte inferior donde
se afianza el bulto. Luego se le asegura con correas hechas de la corteza de
ciertos árboles, cuyos extremos se anudan a guisa de arnés sobre los hombros y
a través cruzando el pecho del peón; además sostienen con la frente otra correa
que va adherida a los extremos superiores del armazón de guaduas que llevan a
la espalda. Tienen buen cuidado, desde luego, de poner sendas almohadillas
sobre la frente y la espalda para precaverse de las magulladuras. Por lo demás,
andan desnudos, con sólo un pañuelo ceñido a la cintura. Las sillas para cargar
personas sólo difieren de las descritas arriba en que llevan sostenes para el
apoyo de los brazos y los pies del pasajero. El peso que ordinariamente carga
un peón es de 100 libras, pero muchos, en ocasiones, llevan uno mayor y algunos
han llegado a cargar hasta ocho arrobas; no obstante, este impedimento anda
ágilmente deteniéndose rara vez a descansar. Tuvimos la satisfacción de ver que
el juez político se ocupaba con toda solicitud y acuciosidad en la tarea de
tener todo listo y bien dispuesto para nuestro viaje por las montañas. Recomendaba,
además, con ahincó, a los peones que se portaran con diligencia y esmero
durante la jornada que íbamos a emprender.
En la mañana del 22 de
diciembre habíamos terminado todos los preparativos y nos
aprestábamos ya a partir de Cartago, cuando creí oportuno dirigirme a mis
criados para decirles que no debían pensar, remotamente siquiera, en hacerse
cargar por los silleros a menos de llegar a enfermarse en el camino, orden que
tuve la satisfacción de ver estrictamente acatada. Luego de despedirnos del
juez político, de M. de la Roche y de otros tres caballeros allí presentes sin
olvidar naturalmente, a las chicas silbadoras, siendo las nueve de la mañana
emprendimos camino hacia las montañas del Quindío, montando nuestras mulas,
pues era mi propósito cabalgar hasta donde fuera posible. Encontramos el camino
en no muy malas condiciones por espacio de tres cuartos de legua; más adelante
estaba tan cenagoso que me vi obligado a apearme para vadear los charcos,
calzado como estaba de botas altas y grandes espuelas, con gran diversión para
los peones, naturalmente, pero con no menor mengua de mis reservas de grasa.
Después de llegar a un alto, la bajada a lomo de mula por las veredas
resbaladizas y fangosas era empresa rayana en lo temerario. En estos casos era
de ver cómo las mulas, conscientes del peligro, escudriñaban la vía con toda
cautela y luego, juntando las patas delanteras, se dejaban resbalar sobre las
corvas en forma tal, que hasta un testigo presencial hubiera vacilado en dar
crédito a sus ojos. Lo único que el jinete puede hacer en estos momentos es
conservarse a plomo en la silla confiando en que la Divina Providencia y
después la mula lo guarden de estrellarse en el medroso abismo.
A las
tres de la tarde llegamos a una casa solitaria sobre las márgenes del río La
Vieja, donde debíamos pasar la noche. Ya puede imaginarse el cansancio que me
agobiaba después de la tremenda jornada, tan mal equipado como iba para andar a
píe por semejantes andurriales y con un calor achicharrante, pues apenas
habíamos ascendido un poco sobre el nivel del Valle del Cauca. En cuanto a Mr.
Cade, cuyo peso era mucho menor que el mío, había podido salir avante sin
desmontarse de la mula. Durante la noche nos molestó mucho el zancudo por la
circunstancia de hallarse la casa situada no lejos de las márgenes del río,
como queda dicho. Por el estado en que se hallaban los caminos o más bien,
veredas, practicadas por el paso de las mulas, pudimos darnos cuenta de que
había llovido copiosamente en las montañas mientras en Cartago habíamos gozado
de buen tiempo, observación que fue confirmada por los peones que habían hecho
el viaje viniendo de Ibagué.
Madrugamos el 24 de diciembre para
seguir camino, aunque, a decir verdad, no era muy satisfactoria la condición en
que me hallaba para caminar por la montaña. Decidí cambiar mis botas altas por
unas alborgas que compré en Cartago, especie de sandalias que cubren la planta
del pie y parte de los dedos y que se sujetan con dos cuerdas que, prendidas al
talón, se atan sobre el empeine. Hube de prescindir de las medias, pues las
hubiera dejado pegadas en el barro. Completaban mi atuendo holgados pantalones
blancos, camisa y chaleco, sombrero pajizo de anchas alas y un grueso bordón de
punta ferrada para apoyarme al trepar por las rocas o salvar los charcos.
También
ese día encontramos los senderos en el mismo pavoroso estado de los que
habíamos transitado el día anterior. Caí en dos o tres fangales de los cuales
sólo pude salir con la denodada ayuda de los peones y comencé a temer que me
flaquearan las fuerzas antes de dar cima a mi empresa; pero resolví perseverar
tenazmente en mi determinación mientras pudiera conservar aliento siquiera para
mover las piernas. Cuatro días de buen andar se emplean en la travesía de
aquella parte del Quindío, conocida con el nombre de La Trucha, región
anegadiza y cenagosa; más dejada atrás ésta, se pisa ya terreno más firme y los
senderos empiezan a hacerse transitables. El agua de los arroyos que corren por
allí es muy pura y deliciosamente fría; el clima tiene reputación de ser
salubre y estimulante. Pasamos la noche en un lugar llamado El Cuchillo, donde nos fue
de gran utilidad la tienda que en Popayán nos regalara don J. Mosquera, la cual
alcanzaba a servirnos de dormitorio a Mr. Cade y a mí. En cuanto a los peones,
construyeron con hojas de plátano traídas a tal efecto desde Cartago, una
especie de cobertizos que llamaban ranchos y de cuyo abrigo hicieron partícipes
también a nuestros criados.
Partimos de El Cuchillo el 24
de diciembre a las seis de la mañana y a las tres de la tarde llegamos a un
lugar llamado el Portachilo. Por el camino ese día tuve dos
resbalones que dieron con mi cuerpo en tierra, sufriendo gran maltrato, aunque
con la práctica anterior había adquirido ya alguna destreza en saltar de uno a
otro de los lomos de tierra sólida que sobresalían entre los barrizales; fuera
de que en las alborgas hallé calzado más adecuado que las botas altas de antaño
para el tránsito por estos resbaladeros. Causaba pasmo ver a los cargueros
avanzando por los peligrosísimos senderos con tan pesados fardos a la espalda;
sólo una larga práctica había podido avezar sus cuerpos a trabajo tan rudo y
azaroso. Nos dijeron que desde pequeños se les entrena haciéndoles cargar
livianos bultos cuyo peso se aumenta gradualmente a medida que avanza en edad.
En algunos trechos habían caído grandes árboles a la orilla del camino, sobre
cuyos troncos se deslizaban los peones con tanta seguridad y aplomo como si
estuvieran actuando en un prado de juegos. Mis dos cargueros, con su talle
esbelto y recio, parecían modelos escogidos por un gran artista. Uno de ellos
tenía semblante particularmente vivo e inteligente, junto con trato expresivo y
jovial.
Me
contó cómo había tenido el honor de cargar en el paso por estas montañas a la
mujer del coronel Ortega, gobernador entonces de la provincia de Popayán y que
en todo el trayecto no se había resbalado una vez siquiera. Tiempo después,
conversando con el juez político de Ibagué, me dijo que los cargueros rara vez
pasan de los cuarenta años, pues por lo general mueren prematuramente de alguna
afección pulmonar o de la ruptura de un aneurisma y que, además, como sucede en
general, los que trabajan de manera intermitente, pero con buena remuneración
en cada caso, se daban a la disipación y a la bebida hasta consumir el último
centavo de la paga anteriormente obtenida. Hay entre trescientos y
cuatrocientos hombres en Ibagué que viven exclusivamente de cargar personas y
fardos por las montañas del Quindío. Es de esperarse que el Gobierno realice el
programa de mejorar los caminos que calzan estas montañas, pues es ciertamente
deshonroso para la especie humana verse en el caso de imponer a sus semejantes
un trabajo que sólo las bestias debieran realizar. Se me ha dicho que tanto
españoles como naturales del país montan a espaldas de estos silleros con tanta
sangre fría como si cabalgaran a lomo de mula y que muchos de estos infames no
han vacilado en aguijar las carnes de los pobres hombres cuando le viene en
gana pensar que no marchan con suficiente rapidez. Yendo de camino uno tras
otro, el carguero que va adelante como guía de los demás suba cada cinco o diez
minutos para indicarles la ruta que va siguiendo libre de tropiezo.
A la madrugada del 25 de
diciembre la expedición estaba lista a partir de Portachilo.
Habíamos mantenido encendidas grandes fogatas para ahuyentar a los tigres y
proteger especialmente a las mulas, que muy a menudo son víctimas de los
audaces ataques de estos felinos. A cada rato les oíamos rugir durante la
noche, acompañados del desapacible aullido de los simios rojos; y al añadirse a
tan medroso vocerío el áspero graznar de las aves nocturnas, resultaba una
infernal serenata no arrulladora en verdad, para el oído inglés de Mr. Cade y
el mío Continuamos todo el día nuestra marcha por el camino cenagoso bordeado
de selvas impenetrables, subiendo poco a poco hacia la cuna de este ramal de
los Andes, y si, de cuando en vez se presentaba en la abrupta vía un paso que
permitiera la vista del paisaje, se alcanzaban a divisar a uno y otro lado,
montañas cuyos picos altísimos se alzaban hasta esconderse en un nimbo de
nubes. Mr. Cade persistía en continuar a caballo, no obstante, los repetidos
porrazos que tuvo que afrontar, y los criados, aunque a trechos montaban sus
mulas, hicieron a pie la mayor parte del recorrido. Poco a poco, con la
práctica iban mejorando mis cualidades de andarín, aunque, no habituado a las
sandalias, me dolían los pies, maltratados por golpes y rozaduras contra los pedruscos
y raíces de árbol que obstruían el camino. Vimos por allí pájaros muy raros que
no conocíamos, de tamaño como un faisán, de brillante plumaje y largo pico; me decían
los peones que estas selvas estaban pobladas de aves que no se encontraban en
el Valle del Cauca ni en las provincias de Mariquita o Neiva. ¡Qué campo de
investigación tan amplio y rico ofrecían estas montañas a ornitólogos y
botánicos dotados de temple suficiente para arrostrar, eso sí, toda clase de
privaciones y penalidades!
Esta
mañana un peón mató con su bordón una culebra de piel verde brillante y de ocho
pies de largo que yacía dormida a dos o tres yardas del camino. Comentaba
después que tal clase de serpientes llegaba a tener gran tamaño y que muchas
veces las había visto subidas en un árbol a caza de pájaros y animalillos de
toda clase, pero que su mordedura no era venenosa. A las tres de la tarde
llegamos a un altiplano que consideramos adecuado para pasar la noche y donde
había buen pasto para las mulas.
Me
había fatigado tanto con la caminata de aquel día, que me vi obligado a descansar
varias veces a la orilla del camino. Al partir de Cartago Edler, mi cocinero
tenía las piernas hinchadísimas y cubiertas de escoriaciones, pero a medida que
con el ascenso encontrábamos clima más fresco (el termómetro aquí marcaba 64ºF)
se fue reponiendo hasta desaparecer casi por completo la inflamación. Hasta el
momento los peones se habían portado tan bien, que gustoso les prometí una paga
adicional de veinte pesos si continuaban lo mismo hasta Ibagué y como los
cuatro silleros iban escoteros, ayudaban de buen grado a los peones a cargar el
equipaje. Algunos de ellos, como el astuto Esopo, habían tenido cuidado de
llevar consigo buena cantidad de comestibles que vendían a buen precio durante
el viaje a sus compañeros menos previsivos y andaban ahora ligeros y
desembarazados, libres del lastre que al emprender camino les agobiara. Uno de
los peones me mostró la palma de cera que por allí se daba.
En la
Navidad, que nos sorprendió por el camino, Mr. Cade y yo brindamos unos extras
de Punch por todos los amigos de nuestra patria lejana, sin dejar en olvido a
nuestros criados, quienes fraternizando con los peones tomaron también parte en
el regocijo. No eran en verdad las montañas del Quindío sitio propicio para
pasar una alegre y festiva Nochebuena, pero por fortuna gozábamos de buena
salud y nos alentaba la esperanza de llegar ya pronto a Bogotá, donde podríamos
recibir noticias de los amigos de Inglaterra. Desde mayo anterior, es decir,
justamente hacia ocho meses, no había recibido cartas de mi familia. Ya habíamos dejado
atrás el Trucha y pisábamos un terreno más sólido, desde cuyas alturas se
podían contemplar más amplios panoramas. Hasta
donde alcanzaba la vista cubría las montañas selva impenetrable, a no ser por
el sendero estrechísimo que seguíamos y que a duras penas se podía transitar.
Ya por la tarde, al bajar
acompañado por dos peones hasta un arroyuelo que corría por el pie de la
montaña, uno de ellos me señaló un jaguar de gran tamaño que estaba bebiendo en
la orilla a unas 200 yardas de distancia. El felino nos clavó la mirada por
espacio de dos o tres segundos, pero luego, volviendo grupas, se internó a paso
mesurado por la selva; actitud que recibió mi aprobación irrestricta, como que
en el momento nos hallábamos desprovistos de lanzas o de cualquier arma de
fuego. Por la tarde uno de mis silleros empezó a quejarse de que se sentía
indispuesto y al ofrecerle yo alguna medicina que podría aliviarlo, se negó
obstinadamente a tomarla. Al día siguiente, como lo encontrara ya bueno y sano y
le preguntara qué remedio se había hecho, me contestó que había tomado
simplemente agua de azúcar, que era la cura infalible para toda enfermedad.
Quizás los doctores europeos encuentren algunos reparos que hacer a este
sistema terapéutico.
Ese mismo día cruzamos el río
Quindío
que, corriendo en dirección sur, desemboca en el río de La Vieja. Las noches
iban siendo cada vez más frías y las cobijas se hacían más deseables aún bajo
el abrigo de nuestra tienda.
A las seis de la mañana del
26 de diciembre partimos del alto que nos sirvió de posada y comenzamos a
ascender rápidamente. De camino vimos bandadas de
pavos silvestres y a buen seguro que, de llevar con nosotros nuestras escopetas
y cartuchos, nos hubiéramos procurado, por lo menos, dos o tres buenas comidas,
pues la carne se conserva bien en un clima ya tan frío. Pero, al fin y al cabo,
el viajero que transita por tan abrupta e inhóspita región, sólo le obsesiona
la idea de llegar cuanto antes al término de su jornada, más si se ha visto
obligado a andar a pie. Uno de los silleros me señaló huellas de tigre y de oso
negro, las primeras de las cuales, frescas aún, me indujeron a tener ojo avizor
para evitar una sorpresa peligrosa al pasar por los desfiladeros.
Poco antes de las tres, hicimos alto
para pasar la noche, cosa que siempre me caía como lluvia de mayo,
porque si bien ya no teníamos que debatirnos en los profundos charcos,
tropezábamos en cambio con peñascos y rocas por las cuales teníamos que trepar
a gatas, respirando con dificultad un aire enrarecido. Los peones portadores
del equipaje que no era indispensable desempacar, al colocarlo en el suelo lo
cubrían con hojas de plátano para ponerlo al abrigo de la lluvia. Hasta aquí
habíamos disfrutado por fortuna de tan buen tiempo que apenas si cayeron
lloviznas pasajeras, en contraste con la semana anterior durante la cual, según
decían los peones, en su viaje de Ibagué a Cartago no dejó de llover un solo
día. Desde la altura donde nos encontrábamos se divisaba, distante algunas
leguas a la izquierda, el nevado del Tolima en forma de cono truncado y de cima
cubierta perpetuamente de nieve; el mismo que según tuve ocasión de mencionar
arriba, se hace visible desde Bogotá a hora temprana cuando el cielo está bien
despejado. Ignoro si se ha medido su altura, pero debe ser ésta muy grande,
cuando alcanza a columbrarse a tan enorme distancia.
Partimos de nuestro
campamento el 27 de diciembre a las seis de la mañana y a las
once dejando atrás en el remate de la cordillera el páramo que alcanza una
altura de 13.000 pies sobre el nivel del mar comenzamos a descender
rápidamente. En las dos últimas leguas el camino había sido muy pendiente, y
con todo, acompañado de mis dos silleros había ganado tal ventaja sobre el
resto de la expedición, que llegué al lugar escogido para acampar al otro lado
del páramo, tres cuartos de hora antes que Mr. Cade y sus compañeros. Los
silleros me felicitaron con entusiasmo por mi proeza como andarín, no
rivalizada por ninguno de los señores que durante toda su carrera les había tocado
conducir por las montañas. Mas este enorme y quizás imprudente esfuerzo estuvo
a punto de producirme un colapso que, afortunadamente pude conjurar tomando un
vaso de ron con galletas y reposando un rato. Con todo, al llegar finalmente, a
eso de las tres de la tarde al lugar escogido para pasar la noche, me sentía ya
casi deshecho. Llegando ya a la cumbre de los Andes, descubrimos a lo largo del
camino huellas de danta (asno salvaje) de pezuña hendida en dos, como la del
cerdo.
Este
animal sólo habita las alturas de los Andes y es muy raro que los indios logren
acercársele lo suficiente para hacer presa en él. Según la descripción de los
peones, tiene piel de color leonado oscuro, es muy veloz en la carrera y su
tamaño es mayor que el de un asno bien desarrollado. Uno de los silleros me
trajo un pedazo de incienso que había arrancado de un árbol llamado patilla,
resina de colorido ambarino y olor muy agradable. En las montañas cercanas a
Ibagué se han encontrado depósitos de mercurio. A partir de la cumbre de la
cordillera, las distancias en leguas van señaladas con postes en los cuales se
talla el número correspondiente.
Nada
tan grandioso y sublime como el panorama que se extendía a nuestra vista al
llegar a la cumbre del páramo, y que pudimos seguir contemplando por largo
tiempo durante el descenso. A la derecha, distante no menos de setenta u
ochenta millas se alcanzaba a divisar la cordillera próxima al Chocó. De un
golpe abarca la mirada estas empinadísimas montañas, y al observar sus flancos
como cortados a pico junto con las impenetrables selvas que las cubren, nadie
hubiera imaginado que fuera posible cruzarlas por el estrechísimo sendero que
las bordea en espiral; es el trabajo tenaz del hombre que consigue allanar
todos los obstáculos. Con toda la naturaleza comienza a enseñorearse nuevamente
de los caminos del Quindío y, de no poner el Gobierno pronto remedio, dentro de
poco sólo darán paso a las fieras de la selva.
A las seis y media de la
mañana del 28 de diciembre, la expedición se aprontaba ya a
continuar el viaje. Estaba tan fría el agua que, al tomarla, hacia doler los
dientes. Mr. Cade persistía tercamente en continuar la marcha sin apearse de su
mula, no obstante haber sufrido peligrosas caídas o de haber sido lanzado de su
montura más de seis o siete veces por las ramas de los árboles que
interceptaban el camino; porque sucede que, cayendo estos a menudo sobre la
angosta senda en los desfiladeros, dejan apenas espacio suficiente para el paso
de las bestias, a menos que el jinete se agache hasta formar un mismo plano con
el lomo de la mula. Tuvo el tenacísimo caballero la suerte de escapar a todos
estos peligros con un rasguño apenas en la cabeza. En cambio, a pocos días de
su llegada a Bogotá, se le fracturó una pierna por dos partes al volcarse el
coche del cónsul general que transitaba por una estrecha vía. En algunos
trayectos que, en ocasiones alcanzaban hasta dos leguas continuas, el camino se
convertía en verdadero túnel oscurísimo, a lo sumo de tres o cuatro pies de
anchura, con vegetación tupida y exuberante a lado y lado. En consecuencia,
quien se aventura a pasar por tan estrechos y oscuros pasadizos, debe estar
continuamente sobre aviso, para evitar herirse contra los picos de roca que se
proyectan sobre la senda, para esquivar las lancetas espinosas de las guaduas
que bien pudieran sacarle un ojo, o para ponerse al abrigo de un golpe violento
que lo lance lejos de su cabalgadura al chocar con la ramazón de un árbol
caído. Es claro que en tales circunstancias resulta mucho más cuerdo andar a
pie. En ocasiones, tales desfiladeros se convierten en campo de disputa para
los peones de partidas que allí se encuentran viajando en sentido contrario
para decidir cuál de las dos debe retroceder dejando paso a la otra,
especialmente cuando van con bueyes o recuas de mulas.
Aquel
día precisamente un pelotón de peones conducía a Cartago una partida de bueyes
cargados de sal, y observé que los fardos que lleva cada animal son más bien
pequeños y colocados al lado de las ancas, de manera que no encuentren
obstáculo al pasar por los pasadizos que quedan descritos. El buey alcanza a
cargar de ocho a diez arrobas de sal y, debido a su mayor fuerza y resistencia,
puede salir avante al atravesar lodazales donde una mula quedaría anegada sin
remedio.
A las
dos de la tarde, más o menos, llegamos a un tambo (ramada o cobertizo)
construido especialmente para dar alojamiento a los viajantes, lo que nos causó
gran contento, pues esa construcción, con ser humilde, era un mensaje de la
civilización. Habíamos comenzado ya el descenso hacia las llanuras de Ibagué, y
el ambiente se sentía más tibio y agradable.
Al partir del tambo en la
madrugada del 29 me fue mucho más fácil continuar a pie el
camino, desde luego que éste era ya en bajada y se hallaba en mejor estado que
los que habíamos recorrido al lado occidental de la cordillera. Durante la
jornada vi gran variedad de mariposas, algunas de gran tamaño, con alas de
color carmelita oscuro con brillantes manchas rojas, y bandadas de micos
descolgándose de los árboles y asomándose al camino para mirarnos con
curiosidad, haciendo muecas y visajes.
Aquel día cruzamos el río San
Juan cuyo curso, torciendo hacia el sureste, desemboca más allá en el
Magdalena, antes de salir de los límites de la provincia de Neiva. No lejos del
camino nos mostraron dos fuentes ferruginosas, la una de agua hirviendo, tibia
apenas la de la otra. Al decir de los peones, se encontraba azufre en
abundancia esparcido al rededor. Marchábamos ahora de muy buen humor y
contentos con la perspectiva de llegar pronto a Ibagué a descansar de nuestro
penoso tránsito por las montañas.
Siendo
ya casi las doce oí gritar a uno de los peones que ya alcanzaba a divisar un
rancho; oyendo lo cual, todas las miradas se dirigieron a escudriñar el
horizonte para lograr vislumbrarlo, con la misma ansiedad que los pasajeros
aprisionados en un buque durante interminable travesía, buscan con ojos ávidos
la silueta oscura de tierra en lontananza. A poco atravesábamos por una extensa
plantación de maíz
y, a la una, llegábamos a un lugar llamado Morales, ocupado por la cabaña
solitaria que a distancia columbrara el arriero. Habíamos caminado ocho leguas
españolas y me apremiaba llegar a Ibagué, pues mis alborgas empezaban a
gastarse y tenía ya los talones medio desollados con el roce de los ataderos.
Tan pronto como tomamos posesión de nuestra posada, Edle le compró dos gallinas
a la mujer que en ella vivía y, aderezando además algunas papas que guardara
como preciada reserva, nos preparó un suculento almuerzo. Esa misma mañana
realizó también Edler la hazaña de matar una serpiente coral. Ya por la noche,
los pobres peones, más alegres que alondras a la aurora, armaron fiesta,
bailando al son de las guitarras y de la estruendosa carrasca, con dos chicas
mulatas que vivían también en la posada.
Partimos de Morales a las
siete de la mañana ansiosos de alcanzar a ver ya la
ciudad de Ibagué y los llanos de Mariquita, que se extienden hasta el
Magdalena, los cuales se ofrecieron al fin a nuestra vista en toda su belleza,
llegando a un lugar distante una legua de la población nombrada. A lo lejos se
divisaban las serranías que corren en dirección a Bogotá, paralelas al río del
mismo nombre. El camino de bajada hasta Ibagué es sumamente pendiente y su
tránsito, en uno u otro sentido, debe ser poco menos que imposible para las
mulas durante la estación lluviosa.
Corrimos
con singular fortuna durante el paso de las montañas del Quindío, pues durante
los nueve días que en ello empleamos, no cayó una sola gota de agua. Poco antes
de llegar a Ibagué, Mr. Cade tuvo la ocurrencia de sentarse en la silla que uno
de los silleros llevaba a la espalda, para probar por propia experiencia cómo
podría sentirse en ellas un pasajero y no acababa de hacerlo, cuando el
carguero partió corriendo con él a cuestas con tal agilidad y presteza como si
se tratara de simple mariposa posada sobre el hombro: Mr. Cade me participó
luego que había encontrado especialmente cómodo tal sistema de transporte. Por
mi parte, me fue satisfactorio haber conseguido que durante el viaje, ninguno
de los que componían la expedición se hubiera visto obligado a valerse de los
silleros. Recibimos cordial recepción del juez político de Ibagué, señor Ortega
hermano del coronel Ortega, gobernador de la provincia de Popayán y fuimos
luego a alojarnos a un convento, entonces desocupado, y que antiguamente había
sido propiedad de los padres Franciscanos. Huelga decir que nos pareció un
soberbio palacio, después de la vida errabunda que lleváramos durante tantos
días al escampado. Nos manifestó el señor Ortega que corría de su cuenta
proveer a todo lo que nos fuera necesario durante nuestra estada en la ciudad,
y nos anunció, al propio tiempo, que volverla a las cuatro a darse el placer de
comer en nuestra compañía, como sincero y buen amigo.
Por Alvaro Hernando Camargo Bonilla