Viajes
por el interior de las provincias de Colombia de John Potter Hamilton (1823).
En el año de 1823, el Gobierno Británico dispuso enviar una comisión a la reciente república constituida en Colombia. La comisión la conformaban barios dignatarios, ente los cuales estaba el coronel John Potter Hamilton.
Desde el litoral Caribe navegó por el río Magdalena hasta Honda, de donde continuo el viaje por el camino real de Honda hasta Bogotá.
El 14 de septiembre de 1823 emprendió viaje con el fin de visitar el Valle del Cauca, en compañía de un grupo de viajeros conformado por el señor Cade, su secretario, su cocinero Edle y dos sirvientes uno inglés y el otro alemán, quienes hablaban bien el español. Su equipaje y provisiones calculadas para el consumo de un mes (galletas, carne de vaca salada cortada en tajadas finas, chocolate, etc) se trasportaba en tres mulas propias y otras alquiladas.
Después de recorrer las aldeas de
Bojacá, La Mesa, Tocaima, orillas del río Magdalena, El Espinal, Purificación,
Villa Vieja, Neiva, Campo Alegre, El Lobo, El Ancón, La Plata, Inzá y Corales
efectuó el duro y peligroso paso del páramo de Guanacas. Llegó a Popayán en la
tarde del miércoles 8 de octubre de 1823.
Una vez realizado un amplio itinerario en Popayán y sus inmediaciones, partió rumbo a Cartago, en donde a
continuación de una expresiva experiencia de su estadía, emprendió su regreso a Bogotá por el
camino de los Andes del Quindio.
A continuación su relato de viaje.
SU TRAVESÍA POR EL CAMINO DEL QUINDIO.
Al fin llegó la buena nueva de que el juez político de Ibagué
estaba adelantando activas diligencias para conseguir el número necesario de
silleros, peones y mulas, pues había recibido órdenes del gobierno de que nos
prestara toda clase de ayuda; así es que el 20 de diciembre llegaron a Cartago
los hombres y las mulas.
El 21 vino el juez político a decirnos que los peones necesitaban,
antes de emprender el camino de regreso a Ibagué, descansar un día y ocuparse
en comprar algunas cosas que les faltaban. Se pasaron algunas horas de la mañana
en pesarnos escrupulosamente.
Yo resulté pesando siete arrobas menos cinco libras, y Mr. Cade cinco
completas. Nos divirtió mucho ver a los dos silleros que creían tener que
cargar conmigo por el paso de las montañas, mirarme con fijeza de alto a abajo.
Como el juez les preguntara qué opinaban de mi peso, respondieron que podrían
cargarme sin dificultad alguna y que en anteriores ocasiones habían podido con
personas todavía más corpulentas. Por lo que el juez político les había dicho
en Ibagué se habían formado la idea de que el cónsul general inglés
(título que me daban siempre) era personaje de mucho mayor envergadura. La
expedición contaba con cuatro silleros, catorce peones para cuidar del equipaje
y tres mulas de remuda, fuera de las que montábamos y una especie de capataz o
comandante cuyo ascendiente sobre el personal, si va a decir verdad, no era muy
grande.
Siguiendo el consejo del señor Rodríguez, desistimos de llevar con
nosotros el moro de Mr. Cade, que cojeaba por habérsele puesto mal las
herraduras. Se convino en pagar diez y seis pesos a cada uno de mis silleros,
diez a los te Mr. Cade y de Edle y nueve a cada uno de los peones. Por mi
parte, les ofrecí una buena propina si quedaba contento del servicio y conducían
la carga con cuidado. Corre a cargo del empresario de los silleros y peones la
alimentación, consistente en carne cecina, tanto de res como de cerdo, plátano
y arroz en determinada cantidad por persona. Con satisfacción oímos al señor
Rodríguez afirmar que estos cargueros eran muy diferentes de los bribones que
se emplean para tripular los champanes subiendo el Magdalena. |Y tengo
para mí que si no llegaban a ser mejores, peores no podrían serlo en ningún
caso.
El artefacto de que se valen para cargar el equipaje es una especie de armazón
de guadua, de tres pies de largo aproximadamente, con un travesaño en la parte inferior
donde se afianza el bulto.
Luego se le asegura con correas hechas de la corteza de ciertos
árboles, cuyos extremos se anudan a guisa de arnés sobre los hombros y a través
cruzando el pecho del peón; además sostienen con la frente otra correa que va
adherida a los extremos superiores del armazón de guaduas que llevan a la
espalda. Tienen buen cuidado, desde luego, de poner sendas
almohadillas sobre la frente y la espalda para precaverse de las magulladuras.
Por lo demás, andan desnudos, con sólo un pañuelo ceñido a la cintura. Las sillas para cargar personas sólo difieren de las descritas arriba en que llevan sostenes para el apoyo de los brazos y los pies del pasajero. El peso que ordinariamente carga un peón es de 100 libras, pero muchos, en ocasiones, llevan uno mayor y algunos han llegado a cargar hasta ocho arrobas; no obstante este impedimento andan ágilmente deteniéndose rara
vez a descansar. Tuvimos la satisfacción de ver que el juez político se ocupaba
con toda solicitud y acuciosidad en la tarea de tener todo listo y bien
dispuesto para nuestro viaje por las montañas. Recomendaba además, con ahínco,
a los peones que se portaran con diligencia y esmero durante la jornada que íbamos
a emprender.
En la mañana del 22 de
diciembre habíamos terminado todos los preparativos y nos aprestábamos ya a
partir de Cartago, cuando creí oportuno dirigirme a mis criados para decirles que
no debían pensar, remotamente siquiera, en hacerse cargar por los silleros a menos
de llegar a enfermarse en el camino, orden que tuve la satisfacción de ver
estrictamente acatada. Luego de despedirnos del juez político, de M. de la
Roche y de otros tres caballeros allí presentes sin olvidar naturalmente, a las
chicas silbadoras, siendo las nueve de la mañana emprendimos camino hacia las
montañas del Quindío, montando nuestras mulas, pues era mi propósito cabalgar hasta
donde fuera posible.
Encontramos el camino en no muy malas condiciones por espacio de
tres cuartos de legua; más adelante estaba tan cenagoso que me vi obligado a
apearme para vadear los charcos, calzado como estaba de botas altas y grandes
espuelas, con gran diversión para los peones, naturalmente, pero con no menor mengua
de mis reservas de grasa. Después de llegar a un alto, la bajada a lomo de mula por las veredas resbaladizas y fangosas era empresa rayana en lo temerario. En estos casos era de ver cómo las mulas, conscientes del peligro, escudriñaban la vía con toda cautela y luego, juntando las patas delanteras, se dejaban resbalar sobre las corvas en forma tal, que hasta un testigo presencial hubiera vacilado en dar
crédito a sus ojos. Lo único que el jinete puede hacer en estos momentos es
conservarse a plomo en la silla confiando en que la Divina Providencia y
después la mula lo guarden de estrellarse en el medroso abismo.
A las tres de la tarde
llegamos a una casa solitaria sobre las márgenes del río La Vieja, donde
debíamos pasar la noche. Ya puede imaginarse el cansancio que me agobiaba después de la
tremenda jornada, tan mal equipado como iba para andar a píe por semejantes
andurriales y con un calor achicharrante, pues apenas habíamos ascendido un
poco sobre el nivel del Valle del Cauca. En cuanto a Mr. Cade, cuyo peso era mucho menor que el mío, había podido salir
avante sin desmontarse de la mula. Durante la noche nos molestó mucho el
zancudo por la circunstancia de hallarse la casa situada no
lejos de las márgenes del río, como queda dicho.
Por el estado en que se hallaban los caminos o más bien, veredas, practicadas por el paso de las mulas, pudimos darnos cuenta de que había
llovido copiosamente en las montañas mientras en Cartago habíamos gozado de
buen tiempo, observación que fue confirmada por los peones que habían hecho el
viaje viniendo de Ibagué. Madrugamos
el 24 de diciembre para seguir camino aunque, a decir verdad, no
era muy satisfactoria la condición en que me hallaba para caminar por la
montaña. Decidí cambiar mis botas
altas por unas alborgas que compré en Cartago, especie de sandalias que cubren
la planta del pie y parte de los dedos y que se sujetan con dos cuerdas que,
prendidas al talón, se atan sobre el empeine.
Hube de prescindir de las medias, pues las hubiera dejado pegadas en
el barro. Completaban mi atuendo holgados pantalones blancos, camisa y chaleco,
sombrero pajizo de anchas alas y un grueso bordón de punta ferrada para
apoyarme al trepar por las rocas o salvar los charcos.
También ese día encontramos los senderos en el mismo pavoroso
estado de los que habíamos transitado el día anterior. Caí en dos o tres
fangales de los cuales sólo pude salir con la denodada ayuda de los peones y
comencé a temer que me flaquearan las fuerzas antes de dar cima a mi empresa;
pero resolví perseverar tenazmente en mi determinación mientras pudiera
conservar aliento siquiera para mover las piernas. Cuatro días de buen andar se emplean en la
travesía de aquella parte del Quindío, conocida con el nombre de La Trucha, región anegadiza
y cenagosa; mas dejada atrás ésta, se pisa ya terreno más firme y los senderos
empiezan a hacerse transitables. El agua de los arroyos que corren por allí es muy
pura y deliciosamente fría; el clima tiene reputación de ser salubre y
estimulante. Pasamos la noche en un lugar
llamado El Cuchillo, donde nos fue de gran utilidad la tienda que en Popayán nos regalara
don J. Mosquera, la cual alcanzaba a servirnos de dormitorio a Mr. Cade y a mí.
En cuanto a los peones, construyeron con
hojas de plátano traídas a tal efecto desde Cartago, una especie de cobertizos
que llamaban ranchos y de cuyo abrigo hicieron partícipes también a nuestros criados.
Partimos de El Cuchillo el 24
de diciembre a las seis de la mañana y a las tres de la tarde llegamos a un lugar llamado el Portachilo. Por el
camino ese día tuve dos resbalones que dieron con mi cuerpo en tierra,
sufriendo gran maltrato, aunque con la práctica anterior había adquirido ya
alguna destreza en saltar de uno a otro de los lomos de tierra sólida que sobresalían
entre los barrizales; fuera de que en las alborgas hallé calzado más adecuado
que las botas altas de antaño para el tránsito por estos resbaladeros. Causaba pasmo
ver a los cargueros avanzando por los peligrosísimos senderos con tan pesados fardos a la espalda; sólo una
larga práctica había podido avezar sus cuerpos a trabajo tan rudo y azaroso.
Nos dijeron que desde pequeños se les entrena haciéndoles cargar livianos bultos cuyo peso se aumenta gradualmente a medida que avanza en edad. En algunos trechos habían caído grandes árboles a la orilla del camino, sobre cuyos troncos se deslizaban los peones con tanta seguridad y aplomo como si estuvieran actuando en un prado de juegos. Mis dos cargueros, con su talle esbelto y recio, parecían modelos
escogidos por un gran artista.
Uno de ellos tenía semblante particularmente vivo e inteligente, junto con trato expresivo y jovial. Me contó cómo había tenido el honor de cargar en el paso por estas montañas a la mujer del coronel Ortega, gobernador entonces de la provincia de Popayán y que en todo el trayecto no se había resbalado una vez siquiera. Tiempo después, conversando con el juez político de Ibagué, me dijo que los cargueros rara vez pasan de los cuarenta años, pues por lo general mueren prematuramente de alguna afección pulmonar o de la ruptura de un aneurisma y que además, como sucede en general, los que trabajan de manera intermitente pero con buena remuneración en cada caso, se daban a la disipación y a la bebida hasta consumir el último centavo de la paga anteriormente obtenida. Hay entre trescientos y cuatrocientos hombres en Ibagué que viven exclusivamente de cargar personas y fardos por las montañas del Quindío. Es de esperarse que el Gobierno realice el programa de mejorar los caminos que calzan estas montañas, pues es ciertamente deshonroso para la especie humana verse en el caso de imponer a sus semejantes un trabajo que sólo las bestias debieran realizar.
Se me ha dicho que tanto españoles como naturales del país montan a espaldas de estos silleros con tanta sangre fría como
si cabalgaran a lomo de mula y que muchos de estos infames no han vacilado en
aguijar las carnes de los pobres hombres cuando le viene en gana pensar que no
marchan con suficiente rapidez. Yendo de camino uno tras otro, el carguero que
va adelante como guía de los demás suba cada cinco o diez minutos para
indicarles la ruta que va siguiendo libre de tropiezo.
A la madrugada del 25 de
diciembre la expedición estaba lista a partir de Portachilo. Habíamos
mantenido encendidas grandes fogatas para ahuyentar a los tigres y proteger
especialmente a las mulas, que muy a menudo son víctimas de los audaces ataques
de estos felinos. A cada rato les oíamos rugir
durante la noche, acompañados del desapacible aullido de los simios rojos; y al
añadirse a tan medroso vocerío el áspero graznar de las aves nocturnas,
resultaba una infernal serenata no arrulladora en verdad, para el oído
Cade y el mío.
Continuamos todo el día nuestra marcha por el camino cenagoso bordeado de
selvas impenetrables, subiendo poco a poco hacia la cuna de este ramal de los
Andes, y si, de cuando en vez se
presentaba en la abrupta vía un paso que permitiera la vista del paisaje, se
alcanzaban a divisar a uno y otro lado, montañas cuyos picos altísimos se
alzaban hasta esconderse en un nimbo de nubes.
Mr. Cade persistía en continuar a caballo, no obstante los
repetidos porrazos que tuvo que afrontar, y los criados, aunque a trechos montaban
sus mulas, hicieron a pie la mayor parte del recorrido. Poco a poco, con
la práctica iban mejorando mis cualidades de andarín, aunque, no
habituado a las sandalias, me dolían los pies, maltratados por golpes
y rozaduras contra los pedruscos y raíces de árbol que
obstruían el camino. Vimos por allí pájaros muy raros que no conocíamos, de tamaño
como un faisán, de brillante plumaje y largo pico; me decían
los peones que estas selvas estaban pobladas de aves que no se encontraban en el Valle del Cauca ni en las provincias de Mariquita o Neiva. ¡Qué campo de investigación tan amplio y rico ofrecían estas montañas a ornitólogos
y botánicos dotados de temple suficiente para arrostrar, eso sí,
toda clase de privaciones y penalidades!
Esta mañana un peón mató con su bordón
una culebra de piel verde
brillante y de ocho pies de largo que yacía dormida a dos o tres
yardas del camino. Comentaba después que tal clase de serpientes llegaba a
tener gran tamaño y que muchas veces las había visto subidas
en un árbol a caza de pájaros y animalillos de toda clase, pero
que su mordedura no era venenosa. A las tres de la tarde llegamos a un altiplano que
consideramos adecuado para pasar la noche y donde había buen pasto para las mulas.
Me había
fatigado tanto con la caminata de aquel día, que me vi
obligado a descansar varias veces a la orilla del camino. Al partir de Cartago
Edler, mi cocinero tenía las piernas hinchadísimas y cubiertas de escoriaciones,
pero a medida que con el ascenso encontrábamos clima más fresco (el termómetro
aquí marcaba 64ºF) se fue reponiendo hasta desaparecer
casi por completo la inflamación. Hasta el momento los peones se habían portado
tan bien, que gustoso les prometí una paga adicional de veinte pesos si
continuaban lo mismo hasta Ibagué y como los cuatro silleros iban escoteros,
ayudaban de buen grado a los peones a cargar el equipaje. Algunos de ellos,
como el astuto Esopo, habían tenido cuidado de llevar consigo
buena cantidad de comestibles que vendían a buen precio durante
el viaje a sus compañeros menos previsivos y andaban ahora ligeros y
desembarazados, libres del lastre que al emprender camino les agobiara. Uno de
los peones me mostró la palma de cera que por allí se daba.
En la Navidad, que nos sorprendió por el camino, Mr. Cade y yo brindamos unos extras de Punch por todos los amigos de nuestra patria lejana, sin dejar en olvido a nuestros criados, quienes fraternizando con los peones tomaron también parte en el regocijo. No eran en verdad las montañas del Quindío sitio propicio para pasar una alegre y festiva Nochebuena, pero por fortuna gozábamos de buena salud y nos alentaba la esperanza de llegar ya pronto a Bogotá, donde podríamos recibir noticias de los amigos de Inglaterra. Desde mayo anterior, es decir, justamente hacia ocho meses, no había recibido cartas de mi familia. Ya habíamos dejado atrás la Trucha y pisábamos un terreno más sólido, desde cuyas alturas se podían contemplar más amplios panoramas. Hasta donde alcanzaba la vista cubría las montañas selva impenetrable, a no ser por el sendero estrechísimo que seguíamos y que a duras penas se podía transitar. Ya por la tarde, al bajar acompañado por dos peones hasta un arroyuelo que corría por el pie de la montaña, uno de ellos me señaló un jaguar de gran tamaño que estaba bebiendo en la orilla a unas 200 yardas de distancia. El felino nos clavó la mirada por espacio de dos o tres segundos, pero luego, volviendo grupas, se internó a paso mesurado por la selva; actitud que recibió mi aprobación irrestricta, como que en el momento nos hallábamos desprovistos de lanzas o de cualquier arma de fuego. Por la tarde uno de mis silleros empezó a quejarse de que se sentía indispuesto y al ofrecerle yo alguna medicina que podría aliviarlo, se negó obstinadamente a tomarla. Al día siguiente, como lo encontrara ya bueno y sano y le preguntara qué remedio se había hecho, me contestó que había tomado simplemente agua de azúcar, que era la cura infalible para toda enfermedad. Quizás los doctores europeos encuentren algunos reparos que hacer a este sistema terapéutico.
Ese mismo día cruzamos el río Quindío que, corriendo en dirección sur,
desemboca en el río de La Vieja. Las noches iban
siendo cada vez más frías y las cobijas se hacían más deseables aún bajo el abrigo de
nuestra tienda. A las seis de la mañana del
26 de diciembre partimos del alto que nos sirvió de posada y comenzamos a ascender rápidamente.
De
camino vimos bandadas de pavos silvestres y a buen seguro que, de llevar con
nosotros nuestras escopetas y cartuchos, nos hubiéramos procurado, por lo
menos, dos o tres buenas comidas, pues la carne se
conserva bien en un clima ya tan frío. Pero al fin y al cabo, el viajero que
transita por tan abrupta e inhóspita región, sólo le obsesiona la idea
de llegar cuanto antes al término de su jornada, más si se ha
visto obligado a andar a pie. Uno de los silleros me señaló huellas de tigre y
de oso negro, las primeras de las cuales, frescas aún, me indujeron a tener ojo
avizor para evitar una sorpresa peligrosa al pasar por los desfiladeros. Poco antes de
las tres, hicimos alto para pasar la noche, cosa que
siempre me caía como lluvia de mayo, porque si bien ya no teníamos que debatirnos
en los profundos charcos, tropezábamos en cambio con
peñascos y rocas por las cuales teníamos que trepar a gatas,
respirando con dificultad un aire enrarecido. Los peones portadores del
equipaje que no era indispensable desempacar, al colocarlo en
el suelo lo cubrían con hojas de plátano para ponerlo al abrigo de
la lluvia. Hasta aquí habíamos disfrutado por fortuna de tan
buen tiempo que apenas si cayeron lloviznas pasajeras, en contraste
con la semana anterior durante la cual, según decían los peones,
en su viaje de Ibagué a Cartago no dejó de llover un solo día. Desde la altura donde nos
encontrábamos se divisaba, distante algunas leguas a la izquierda, el nevado del Tolima
en forma de cono truncado y de cima cubierta perpetuamente de nieve; el mismo que según tuve
ocasión de mencionar arriba, se hace visible desde Bogotá a hora
temprana cuando el cielo está bien despejado. Ignoro si se ha medido su altura,
pero debe ser ésta muy grande, cuando alcanza a columbrarse a tan enorme
distancia.
Partimos de nuestro campamento el 27 de diciembre a las seis de la mañana y a las once dejando atrás en el remate de la cordillera el páramo que alcanza una altura de 13.000 pies sobre el nivel del mar comenzamos a descender rápidamente. En las dos últimas leguas el camino había sido muy pendiente, y con todo, acompañado de mis dos silleros había ganado tal ventaja sobre el resto de la expedición, que llegué al lugar escogido para acampar al otro lado del páramo, tres cuartos de hora antes que Mr. Cade y sus compañeros. Los silleros me felicitaron con entusiasmo por mi proeza como andarín, no rivalizada por ninguno de los señores que durante toda su carrera les había tocado conducir por las montañas. Mas este enorme y quizás imprudente esfuerzo estuvo a punto de producirme un colapso que, afortunadamente pude conjurar tomando un vaso de ron con galletas y reposando un rato. Con todo, al llegar finalmente, a eso de las tres de la tarde al lugar escogido para pasar la noche, me sentía ya casi deshecho. Llegando ya a la cumbre de los Andes, descubrimos a lo largo del camino huellas de danta (asno salvaje) de pezuña hendida en dos, como la del cerdo.
Este
animal sólo habita las alturas de los Andes y es muy raro que los
indios logren acercársele lo suficiente para hacer presa en él.
Según la descripción de los peones, tiene piel de color leonado oscuro,
es muy veloz en la carrera y su tamaño es mayor que el de un asno
bien desarrollado. Uno de los silleros me trajo un pedazo de
incienso que había arrancado de un árbol llamado patilla, resina de
colorido ambarino y olor muy agradable. En las montañas cercanas a Ibagué se
han encontrado depósitos de mercurio. A partir de la cumbre de la cordillera, las distancias
en leguas van señaladas con postes en los cuales se
talla el número correspondiente.
Nada tan grandioso y sublime como el panorama que se extendía a nuestra vista al llegar a la cumbre del páramo, y que pudimos seguir contemplando por largo tiempo durante el descenso. A la derecha, distante no menos de setenta u ochenta millas se alcanzaba a divisar la cordillera próxima al Chocó. De un golpe abarca la mirada estas empinadísimas montañas, y al observar sus flancos como cortados a pico junto con las impenetrables selvas que las cubren, nadie hubiera imaginado que fuera posible cruzarlas por el estrechísimo sendero que las bordea en espiral; es el trabajo tenaz del hombre que consigue allanar todos los obstáculos. Con todo la naturaleza comienza a enseñorearse nuevamente de los caminos del Quindío y, de no poner el Gobierno pronto remedio, dentro de poco sólo darán paso a las fieras de la selva.
A las seis y media de la mañana del 28 de diciembre,
la expedición se aprontaba ya a continuar el viaje. Estaba tan fría el agua que, al
tomarla, hacia doler los dientes. Mr. Cade persistía tercamente en continuar la
marcha sin apearse de su mula, no obstante haber sufrido
peligrosas caídas o de haber sido lanzado de su montura más de seis o siete
veces por las ramas de los árboles que interceptaban el camino; porque sucede
que, cayendo estos a menudo sobre la angosta senda en los
desfiladeros, dejan apenas espacio suficiente para el paso de las bestias, a
menos que el jinete se agache hasta
formar un mismo plano con el lomo de la mula. Tuvo el tenacísimo caballero la
suerte de escapar a todos estos peligros con un rasguño apenas
en la cabeza. En cambio, a pocos días de su llegada a Bogotá, se
le fracturó una pierna por dos partes al volcarse el coche del cónsul general
que transitaba por una estrecha vía.
En algunos trayectos que, en ocasiones alcanzaban hasta dos leguas continuas, el camino se convertía en verdadero túnel oscurísimo, a lo sumo de tres o cuatro pies de anchura, con vegetación tupida y exuberante a lado y lado. En consecuencia, quien se aventura a pasar por tan estrechos y oscuros pasadizos, debe estar continuamente sobre aviso, para evitar herirse contra los picos de roca que se proyectan sobre la senda, para esquivar las lancetas espinosas de las guaduas que bien pudieran sacarle un ojo, o para ponerse al abrigo de un golpe violento que lo lance lejos de su cabalgadura al choca con la ramazón de un árbol caído. Es claro que en tales circunstancias resulta mucho más cuerdo andar a pie. En ocasiones, tales desfiladeros se convierten en campo de disputa para los peones de partidas que allí se encuentran viajando en sentido contrario para decidir cuál de las dos debe retroceder dejando paso a la otra, especialmente cuando van con bueyes o recuas de mulas.
Aquel día precisamente un pelotón de peones conducía a Cartago una partida de bueyes cargados de sal, y observé que los fardos que lleva cada animal son más bien pequeños y colocados al lado de las ancas, de manera que no encuentren obstáculo al pasar por los pasadizos que quedan descritos. El buey alcanza a cargar de ocho a diez arrobas de sal y, debido a su mayor fuerza y resistencia, puede salir avante al atravesar lodazales donde una mula quedaría anegada sin remedio. A las dos de la tarde, más o menos, llegamos a un tambo (ramada o cobertizo) construido especialmente para dar alojamiento a los viajantes, lo que nos causó gran contento, pues esa construcción, con ser humilde, era un mensaje de la civilización. Habíamos comenzado ya el descenso hacia las llanuras de Ibagué, y el ambiente se sentía más tibio y agradable.
Al partir del tambo en la madrugada del 29 me fue mucho más fácil continuar a pie el camino, desde luego que éste era ya en bajada y se hallaba en mejor estado que los que habíamos recorrido al lado occidental de la cordillera. Durante la jornada vi gran variedad de mariposas, algunas de gran tamaño, con alas de color carmelita oscuro con brillantes manchas rojas, y bandadas de micos descolgándose de los árboles y asomándose al camino para mirarnos con curiosidad, haciendo muecas y visajes. Aquel día cruzamos el río San Juan cuyo curso, torciendo hacia el sureste, desemboca más allá en el Magdalena, antes de salir de los límites de la provincia de Neiva. No lejos del camino nos mostraron dos fuentes ferruginosas, la una de agua hirviendo, tibia apenas la de la otra. Al decir de los peones, se encontraba azufre en abundancia esparcido al rededor. Marchábamos ahora de muy buen humor y contentos con la perspectiva de llegar pronto a Ibagué a descansar de nuestro penoso tránsito por las montañas. Siendo ya casi las doce oí gritar a uno de los peones que ya alcanzaba a divisar un rancho; oyendo lo cual, todas las miradas se dirigieron a escudriñar el horizonte para lograr vislumbrarlo, con la misma ansiedad que los pasajeros aprisionados en un buque durante interminable travesía, buscan con ojos ávidos la silueta oscura de tierra en lontananza. A poco atravesábamos por una extensa plantación de maíz y, a la una, llegábamos a un lugar llamado Morales, ocupado por la cabaña solitaria que a distancia columbrara el arriero. Habíamos caminado ocho leguas españolas y me apremiaba llegar a Ibagué, pues mis alborgas empezaban a gastarse y tenía ya los talones medio desollados con el roce de los ataderos. Tan pronto como tomamos posesión de nuestra posada, Edle le compró dos gallinas a la mujer que en ella vivía y, aderezando además algunas papas que guardara como preciada reserva, nos preparó un suculento almuerzo. Esa misma mañana realizó también Edler la hazaña de matar una serpiente coral. Ya por la noche, los pobres peones, más alegres que alondras a la aurora, armaron fiesta, bailando al son de las guitarras y de la estruendosa carrasca, con dos chicas mulatas que vivían también en la posada.
Partimos de Morales a las siete de la mañana ansiosos de alcanzar a ver ya la ciudad de Ibagué y los llanos de Mariquita, que se extienden hasta el Magdalena, los cuales se ofrecieron al fin a nuestra vista en toda su belleza, llegando a un lugar distante una legua de la población nombrada. A lo lejos se divisaban las serranías que corren en dirección a Bogotá, paralelas al río del mismo nombre. El camino de bajada hasta Ibagué es sumamente pendiente y su tránsito, en uno u otro sentido, debe ser poco menos que imposible para las mulas durante la estación lluviosa. Corrimos con singular fortuna durante el paso de las montañas del Quindío, pues durante los nueve días que en ello empleamos, no cayó una sola gota de agua. Poco antes de llegar a Ibagué, Mr. Cade tuvo la ocurrencia de sentarse en la silla que uno de los silleros llevaba a la espalda, para probar por propia experiencia cómo podría sentirse en ellas un pasajero y no acababa de hacerlo, cuando el carguero partió corriendo con él a cuestas con tal agilidad y presteza como si se tratara de simple mariposa posada sobre el hombro: Mr. Cade me participó luego que había encontrado especialmente cómodo tal sistema de transporte. Por mi parte, me fue satisfactorio haber conseguido que durante el viaje, ninguno de los que componían la expedición se hubiera visto obligado a valerse de los silleros.
Recibimos cordial recepción del juez político de Ibagué, señor Ortega
hermano del coronel Ortega, gobernador de la provincia de Popayán
y fuimos luego a alojarnos a un convento, entonces desocupado, y que
antiguamente había sido propiedad de los padres Franciscanos. Huelga decir
que nos pareció un soberbio palacio, después de la vida errabunda
que lleváramos durante tantos días al escampado. Nos manifestó el señor Ortega
que corría de
su
cuenta proveer a todo lo que nos fuera necesario durante nuestra estada en la
ciudad, y nos anunció, al propio tiempo, que volverla a las cuatro a darse el
placer de comer en nuestra compañía, como sincero y buen amigo.
Una vez solos y en posesión tranquila
de nuestras habitaciones, nos ocupamos en aseamos y hacernos
presentables. Llevábamos sin afeitamos más de nueve días y, terminada
ya mi carrera de andarín, debía cambiar mi ligero ropaje por
otro más consistente. Nos mandaron al convento una excelente comida y, según lo
había prometido, vino a participar en ella el señor Ortega, acompañado
de un amigo suyo, médico europeo,
cuyo nombre no recuerdo ahora, el cual según nos dijo, tenía
el propósito de ir al Chocó para catear las minas de oro, especialmente aquellas mezcladas con platino.
En 1815, don Ignacio Hurtado había hecho obsequio al general Morillo residente entonces en Bogotá, de la pepa de platino más grande hallada hasta entonces, con un peso de diecinueve onzas y de forma semejante a la de tina fresa. Provenía el precioso espécimen de una de las minas de oro de la provincia del Chocó y el general Morillo, a su vez, la envió como presente, al rey de España. Al día siguiente liquidé la cuenta a los peones añadiéndoles la propina de veinte pesos que les había ofrecido en caso de comportamiento inobjetable, con lo cual nos separamos como los mejores amigos. Tuve también cuidado de elogiar su conducta ante el señor juez político.
La segunda noche que dormíamos en el convento me desperté de súbito al sentir que la cama se movía de un lado a otro como una zaranda, al propio tiempo que se estremecían con ruido extraño todos los muebles y objetos dispuestos en el cuarto. Al llamar a Mr Cade, quien dormía en la estancia vecina, y preguntarle si había sentido el remesón que me despertara, me contestó que estaba seguro de haber sido un terremoto mas, volviendo a quedar todo en calma, pasados algunos momentos volví a sumirme en profundo sueño. Al día siguiente, Mr.Cade me dijo que no había podido pegar los ojos el resto de la noche, temiendo a cada momento que el convento se desplomara sobre nosotros. Al preguntar al juez político la causa de la alarma ocurrida, nos confirmó que había sido un violento temblor de tierra y que muchos de los habitantes, sobrecogidos de pánico, se habían echado fuera de sus casas y pasado toda la noche en la calle. Añadió que durante los últimos dos meses se habían sentido con frecuencia | ligeros temblores y que temían sobreviniera de un momento a otro algún tremendo cataclismo, pues el tiempo había estado inusitadamente bochornoso durante los últimos tres meses sin que en todo este lapso hubiera llovido una sola gota en toda la provincia, lo que habla acarreado miseria y males sin cuento a los campesinos, quienes hablan visto sus sementeras arrasadas por completo.
En Honda las clases acomodadas habían salido de sus casas en la población para albergarse en chozas improvisadas en las montañas circunvecinas, tal era el temor de que se repitiera el terremoto. En cuanto a Mr. Cade y a mí, hubimos de felicitarnos de no haber quedado sepultados bajo las ruinas del convento. Tiempo atrás, había sentido un temblor de tierra en Messina, Sicilia, pero nunca tan violento como el que nos alarmó en Ibagué.
Álvaro Hernando Camargo Bonilla
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