EL NEGRO “ARRAYANALES”
Juan Fernández (Arrayanales), hombre de
semblante campesino, tez morena y tersa, frente amplia, dividida por una arruga
que la partía en dos, ojos negros y brillantes, boca amplia, labios gruesos y
rojos, dientes blancos y parejos, como los de una mazorca, enmarcados en su
sonrisa cordial, ruana al hombro, alpargatas de cabuya, sombrero aguadeño y
pañuelo raboegallo.
Solitario rondaba por el camino de
Armenia a Filandia, en el cañón de “Cruces”, paso obligado para los viajeros
con dirección a Manizales. Camino trajinado por gentes y sus
cabalgaduras, sitiado de atroces despeñaderos que se extendían peligrosamente
entre altos camellones, incluidos enormes y brillantes lajas negras por cuyas grietas
brotaban lamas amarillentas y piedras adornadas en sus acoples por helechos
sarros que ondeaban a soplo del viento.
Camino abierto por las patas de los
animales, de transito difícil, más parecía un harnero cuyos huecos en invierno
estaban llenos de agua cenagosa y cuando el sol secaba los tragadales se veían
los huecos de tierra pintados de color amarillo y verde. Sendero peligroso por
donde de cuando en cuando asomaba la cabeza una asustada lagartija.
Una mañana, el comerciante Belisario
Henao, marchaba rumbo a Manizales,, transitaba el cañón de “Cruces”, donde fue
sorprendido por viajero extraño y solitario, que, al percatarse de su
presencia, intentó esconderse detrás de unas peñas cerca de un boquerón. Al
sentirse descubierto, salió de su escondite y saludó con una sonrisa amable a
don Belisario. Se trataba de Juan Fernández (alias. “Arrayanales”), quien provocó
nerviosismo y recelo en la humanidad de don Belisario Henao.
Arrayanales replico a don
Belisario: “Usted me conoce muy bien señor Henao y yo también lo he
visto mucho en Armenia en su almacén de la plaza de Bolívar. Usted supo que
tuve que castigar a don Jesusito, el alcalde porque me la tenía “pinchada” más
de la cuenta. A esos viejitos alborotados hay que asustarlos de cuando en
cuando pa que jodan menos. Prosiga tranquilo don Belisario y nada de
chismecitos. Ojalá no habrá la boca en todo el camino. Ya sabe, nunca estuve en
estos pedregales. Usted es un hombre serio. Voy para la vereda Arrayanal porque
mi madre está muy enferma. ¡Los malditos celadores de Salento, casi la matan, dizque
meterle las manos a la vieja en agua hervida…! Una palabra sorda y brutal
rebotó en el ámbito de aquellas soledades”. El reo por de la justicia, siguió su camino por el cañón
dejando marchar tranquilo a don Belisario.
En el cañón de “Arrayanales”, cerca de
la trocha que llevaba a Salento, Juan Fernández, en compañía de su padre y su
hermano menor, construyeron, un rancho de vara en tierra. Casita que
las tardes de verano, se iluminada con el “sol de los venados”, adornada con el
humo que salía del fogón, y se colaba por entre el entejado de
guaduas. Allí vivía “arrayanal” con su madre, laborando la tierra,.
“Mejora” que había costado seiscientos jornales de trabajo, en dos años, para
poder obtener el título de propiedad como colono.
El padre de “Arrayanales”, Manuel
Fernández, había sido asesinado en el cañón del Barbas, por Ramón Guasca. “Arrayanales”
busco al asesino, lo encontró en el camino de Boquía. Se retaron, y en feroz
lucha machetera, “Arrayanales”, le dio muerte, abandonó el cuerpo de su enemigo,
tapándolo con hojas de biao a la vera del camino, junto a un churimo. A partir
de este suceso no se supo más del negro de “Arrayanales”.
Tiempo después, muy de madrugada y con
el propósito de visitar a su madre,
“Arrayanales” apareció en Cruce. En tal ocasión lo estaban esperando las
autoridades, y sin ofrecer resistencia lo atraparon. Esa misma mañana lo
encerraron en la cárcel de Circasia.
La noticia de su captura se rego por
todas partes. Rápidamente lo llevaron hasta Armenia, donde la gente hacía fila
para mirar y conocer a “Arrayanales”. El alcalde de Armenia, Don Jesús
Villegas, Rafael el secretario frotándose las manos entusiasmado: “Muy bien,
muy bien. Ese muchacho es peligroso, me ha tocado lidiarlo, hijue.. Diablo si
me estaba yendo mal con él.
Sujetas sus manos por esposas de acero
que relucían a causa del sol de medio día, marcharon con él por la calle real
de Armenia, como se tratará de un gran personaje. Cargaba un gallo negro de
plumas azulosas, su eterna mascota, que sacaba la cabeza por debajo del sobaco
del preso. Sonreía, sus ojos se avivaban. Estaba pálido, tenía más fina la
nariz recta.
Lo recluyeron en una celda que daba
sobre la calle de “Trompiliso”, carrera 16 calle 16. Pasados quince días de la
captura de “Arrayanales”, en una
inspección rutinaria a su celda, o sorpresa, encontraron vacía. Arrayanales iba
ya muy lejos del pueblo. Huyo por el camino de Hojas Anchas, en donde le
arrebató el caballo a Tuta Cardona y se perdió al otro lado de la quebrada.
Don Griseldo Acevedo mostraba el balcón
del panóptico y decía: “Es tan jodido ese
Arrayanales que hizo un lazo con las sabanas y los trapos de la cama y por el
amarradijo se deslizó”.
Supieron después sus amigos que, de
Panamá, Juan Fernández, “Arrayanales” enviaba devotamente cada mes, a su madre
unos dólares con una carta filial.
Álvaro Hernando Camargo Bonilla.
“Crónicas de don Dionisio”.
Editorial Quingraficas. Armenia Q. 1.981
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