Burila, desasosiego
e intimidación en la colonización de la “Hoya del Quindío”.
En 1842 la “Hoya del Quindío” estaba ocupada por animales de todos
los pelambres, espesos guadales y colosales árboles, serpientes, bichos y otras
formas de vida. Territorio de profusa biodiversidad nunca antes vista, agua en
abundancia, terrenos impolutos y fecundos, donde nacían las semillas sin
necesidad de arar, solo se desbrozaba quemaba, surcaba y sembraba.
Colonizadores oriundos de disímiles comarcas, evadiendo las reyertas
civiles de fin de siglo XIX, buscando nuevas oportunidades se aventuraron por
el camino del Quindío y plantaron sus reales en Boquía. De aquí se extendió el poblamiento
a Salento, Filandia, Circasia, Calarcá, Armenia, Pijao, Génova y Quimbaya.
Las tierras no tenían dueño, eran baldías, estaban en pura montaña,
se rumoraba la abundancia de oro de guacas (Todo el que daba un azadonazo
obtenía grandes tesoros) y minas de veta y aluvión.
En un principio los colonos vivieron en paz con sus familias, pero
pronto llegaron los malos días y las desgracias causadas por los poderosos
tentáculos de una nefasta empresa que borro por completo la felicidad primera
de tan agraciado edén.
La anarquía
económica, política y administrativa motivada por tres guerras civiles (1876, 1885 y la de los “Mil Días"), da inicio a un proceso de distribución, adjudicación y apropiación de tierras baldías, presentándose litigios terciados por políticos y mineros caucanos, quienes a través de las élites manizaleñas se aprovecharon de las necesidades y del trabajo de los colonos recién asentados, constituyen la Sociedad Anónima Burila en el año 1884.
BURILA, vocablo indígena derivado de una tribu de los Pijaos (Bulirás),
fue el nombre asumido de la sociedad constituida por el señor Lisandro Caicedo y
formalizada por escritura pública número 693 de 25 de noviembre de 1884,
otorgada en la notaría de Manizales y constituida por cien accionistas de
reconocida influencia económica y política de Cauca y Caldas.
El objeto empresarial se fundamentaba en la explotación de minas,
salinas y carboneras existentes en los terrenos cedidos por los señores Lisandro
y Belisario Caicedo a la Compañía, quienes aseveraban que el área era de doscientas
mil fanegadas.
Con artificio e ingenio, presumiendo de ánimo colonizador, la
Burila se reserva cuatro mil fanegadas, ubicadas en el lugar con las mejores
condiciones de salubridad, clima y topografía, donde se preveía el cruce de tres
caminos, el del Tolima por Anaime, el del Valle del Cauca por La Paila y la de
Antioquía por Circasia, que desembocaban en el valle de Maravelez, en
inmediaciones de la confluencia de los ríos Barragán y Quindío, donde ya unidos
forman el río de La Vieja y en sus contornos se demarcaría el área para una
ciudad (Caicedonia), de conformidad a las indicaciones y planos que aportaría
la compañía.
Todo estaba calculado para consolidar el dominio y provecho del
territorio. De primera mano Burila tenía el conocimiento de que por dichos
terrenos se proyectaba la línea del ferrocarril, que colocaría en comunicación
al Cauca con el Tolima por Anaime, y que atravesaría de occidente a oriente una
extensión de más de diez leguas en los terrenos de la Burila. Pretensión que se
complementó inmediatamente tramitando ante el gobierno de época, una solicitud
de privilegio exclusivo, en los terrenos por donde se planeaba la vía.
La sociedad espero un largo tiempo mientras la montaña cedía al
golpe de las hachas de los colonos que descuajaban la selva y después entrar a ejecutar
actos de dueño, amparada en dudosos títulos y deslindes arbitrarios. Trama que
generó desasosiego, intimidación, malestar e incertidumbre en los colonizadores
rasos, por el poderío de esta infausta empresa que extendió sus tentáculos en
territorios de Quindío y norte del Valle.
Los accionistas y representantes legales sustentaban un perfil político
y socioeconómico de adalides de la patria, tal como: Manuel Antonio Sanclemente,
Eliseo Payán, Rafael Reyes y Ezequiel Hurtado (expresidentes de la República);
los presbíteros Rafael Aguilera y Juan N. Parra; señores Lucio A. Pombo, José
Miguel, Marcelino, Silverio y Gabriel Arango, Juan de Dios Ulloa, Eduardo
Holguín, Manuel María Castro, Eustaquio Palacios, Fortunato, José María y
Narciso Cabal, Belisario Zamorano, Manuel U. Carvajal, Emidio Palau, C. H.
Simonds, Elías Reyes, Leopoldo Triana, Alejandro y Juan de Jesús Gutiérrez ,
Manuel María Sanclemente, Norberto J. Gómez; el Banco Industrial de Manizales, y
el Banco del Cauca.
Desde 1884 representaron la Burila, Marcelino y José Miguel
Arango, padre e hijo, quienes durante los últimos tiempos de la guerra de 1900
y años siguientes hasta 1906, se hicieron propietarios de terrenos denominados:
Maravelez, Pijao, Buenos Aires, Ceilán, La Palmera, El Gigante, Italia,
Altamira, Cuba, Arcadia, y otros más.
¿Qué se podía esperar de estos “prohombres”, representantes de los
poderes religiosos, políticos y económicos, ante las justas reclamaciones de
posesión y derecho de baldíos ocupados por desarrapados e ignorantes colonos?
Los mercaderes de tierras despojaron a cincuenta mil colonos
pobres, cuya única riqueza y poderío eran su trabajo y deseos de establecer su
núcleo familiar lejos de la influencia de las guerras de fin de siglo XIX, para
poder vivir en paz.
El proceder de Burila fue rapaz, brutal e inhumano, igual o peor
que el de sus similares Aránzazu y Villegas, caracterizado por el despojo a
colonos pobres en la región del sur del estado soberano de Antioquía.
Los esbirros de la Burila se hicieron famosos en los recién fundados
caseríos de Calarcá y Armenia por su arbitrariedad y agresividad. Cumpliendo
órdenes de los accionistas, y en complicidad con las autoridades judiciales y
de policía, despojaron con apariencia legal a los colonos. A los que se oponían
les quemaban sus ranchos y cultivos, obligando a desocupar o pagar onerosos
precios por la tierra que con sacrificio habían desbrozado.
Secuaces, sin expresión humana alguna, violentos, crueles, quienes
en asocio de bravucones agrimensores de Burila, emprendieron a toda clase de bellaquerías
y atropellos en contra de los poseedores de las mejoras en litigio.
Forasteros camorristas merodeaban las parcelas en líos con Burila,
resguardados bajo grandes ruanas, aparecían por todas partes, miraban todo, no
decían nada, solamente escuchaban. Su misión, acosar a los colonos para que
desocuparan sus predios. Por las noches se dedicaban a destruir cercados,
baldaban los ganados, destruían sementeras, incendiaban las casas de los
colonos. Todo encaminado a dar termino a
los largos y constantes pleitos a través del terror. Se sospechaba, pero no se atrevían
a señalar abiertamente a los responsables de los atropellos, por miedo a la
represalia.
Las autoridades locales lideradas con los socios de la Burila,
se hacían los de la oreja mocha. Muchas
autoridades estaban compradas por los representantes de la burila, a quienes
pagaban su complicidad sufragando deudas de juegos de azar a los jueces y
corregidores, que perdieron la plata de los depósitos judiciales en dichos juegos.
Agrimensores de La Burila, cortejados de autoridades judiciales y
alguaciles, previo boleto por parte de los bravucones de la Burila, borrachos y
agresivos se dirigían a las mejoras de los colonos para hacer efectivas las
diligencias de lanzamiento. Con engaños
procesaban a los colonos, bajo el argumento de que no tenían derechos, al no
contar con los títulos de propiedad. Sin
más preámbulos, se procedía al lanzamiento. Muchos sucumbieron y entregaron sus
mejoras sin luchar, convirtiéndose en jornaleros o el éxodo silencioso en
espera de cualquier cosa.
Don Catarino Cardona, maestro de escuela y tinterillo, fue el adalid
en la defensa de los colonos. Ante la contundencia y efectividad de su acción legal
y para impedir su actuar, certificaron falsamente que sufría de lepra, para
poder recluirlo en Agua de Dios, en donde al término de un año y gracias a su experticia
legal, logro salir para seguir la defensa de los colonos.
Redacto un memorial dirigido al gobierno central, que firmaron
treinta mil colonos, en el que se pedía la anulación del acto administrativo
por medio del cual se reconocía a Burila como la única dueña del territorio.
Sólo en 1930 después de un largo y sangriento conflicto el ministro Juan
Antonio Montalvo decide poner fin al asunto, mediante resolución del 26 de
febrero, en la cual pone en pie de igualdad a colonos y Compañía:
El 12 de diciembre de 1912, el Ministerio de Obras Públicas,
revocó todos los derechos sobre los terrenos de Burila. Los colonos
cultivadores de la región a que se refiere la providencia pudieron solicitar,
de acuerdo con el Código Fiscal y con las leyes, la adjudicación de sus mejoras.
Álvaro Hernando Camargo Bonilla.
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