El presidente
Dr. Carlos Lleras Restrepo el 9 de
noviembre de 1967 determinó a través de la Ley 44 en su artículo segundo la
conmemoración del "Día de la mujer
colombiana", el día 14 de noviembre en honor del valor y ejemplo de Nuestra heroína, Policarpa
Salavarrieta. Actitud que
se paso por alto en el seno de nuestra institución e instituciones
oficiales.
Lo siguiente
son aspectos referidos en sus últimos instantes
de vida de nuestra hoy recordada pero poco ponderada heroína. Aunque un poco tarde, es justa la evocación de esta fecha.
Que
interesante mirar el desengaño de la Pola por los americanos afines a la causa
hispana. Pareciera que la felonía y
acomodamiento de los notables de la historia
de Colombia y América ha sido el común denominador en el desarrollo histórico
de las luchas libertarias.
ALVARO H. CAMARGO BONILLA.
José Hilario López, Militar y político colombiano, presidente de la República (1849-1853) en sus memorias relata aspectos de la heroína momentos antes de su fusilamiento así:
“concurrían a la casa de la Pola, en donde se comunicaban las noticias que se tenían de los de Venezuela y Casanare, y se celebraban cuando ellas eran buenas, pues esa mujer, valiente y entusiasta por la libertad, se sacrificaba para adquirir con qué obsequiar a los desgraciados patriotas, y no pensaba ni hablaba de otra cosa que de venganza y restablecimiento de la patria, pero como al tiempo de sus últimas reuniones estaba yo en el hospital, no se había puesto mi nombre en las listas que formaban el cuerpo del delito.
La famosa causa de la Pola se siguió con actividad y muy pronto condenaron al suplicio a esa ilustre granadina y a muchos de mis compañeros. Testigo presencial de sus últimas veinticuatro horas de vida, debo referir cuanto pasó durante ese tiempo, no porque la historia no se haya ocupado de la heroína, que bien merece páginas de oro, sino por la relación que tienen conmigo esos interesantes acontecimientos.
Entrados en capilla la Pola y sus cómplices, a saber: Sabaraín, Arellano, Arcos, Díaz, Suárez, Galiano y Marufú, y habiendo tocado la guardia y escolta a mi compañía, se me destinó en el primer cuarto de centinela a la capilla en donde estaban los tres primeros, los cuales me hicieron las más tiernas manifestaciones de amistad, recomendándome su memoria, como que todos tres eran de los ilustres restos del Ejército del Sur, en el cual habían servido hasta la clase de subtenientes Sabaraín y Arellano, y en la de sargento primero, Arcos. El primero de éstos me agregó en los términos más sentimentales "que al fin la suerte había querido que muriese después del milagroso escape de Popayán, pero que no me envidiaba, pues él se iba a librar de los tiranos, mientras que yo quedaba sufriendo sus rigores y presenciando los sacrificios de sus víctimas; que si por un acaso extraordinario yo sobrevivía hasta la restauración de la libertad, me encargaba que le vengase, como compatriota, como amigo y como compañero...
AI principio observé que
replicaba con algunos sacerdotes que la exhortaban a confesarse y aplacar su
ira. Ella les decía en voz alta y con un aspecto en que estaba pintada la ira,
la resolución y el entusiasmo patriótico, lo que, poco más o menos, es como
sigue: "En vano se molestan, padres míos: si la salvación de mi alma
consiste en perdonar a los verdugos míos y de mis compatriotas, no hay remedio,
ella será perdida, porque no puedo perdonarlos, ni quiero consentir en
semejante idea. Déjenme ustedes desahogar de palabra mí furia contra estos
tigres, ya que estoy en la impotencia de hacerlo de otro modo. ¡Con qué gusto
viera yo correr la sangre de estos monstruos de iniquidad! Pero ya llegará el
día de la venganza, día grande en el cual se levantará del polvo este pueblo
esclavizado, y arrancará las entrañas de sus crueles señores. No está muy distante la hora en que esto
suceda, y se engañan mucho los godos si creen que su dominación pueda
perpetuarse. Todavía viven Bolívar, Santander, Páez, Monagas, Nonato Pérez,
Galea y otros fuertes caudillos de la libertad; a ellos está reservada la
gloria de rescatar la patria y despedazar a sus opresores..." Los padres,
atónitos, se aferraban en hacer callar a la Pola, suplicándola que se moderase,
que a nada conducían sus imprecaciones, que ya no era tiempo de pensar en otra
cosa que en la salvación de su alma.
"Bien, padres, acepto el consejo de ustedes, les respondía, a
condición que se me fusile en este instante, pues de otra manera me es del todo
imposible guardar silencio en vista de los tiranos de mi patria y asesinos de
tantos americanos ilustres: mil veces repito a ustedes que en vano me exhortan
a la moderación y al perdón de mis enemigos. ¡Qué! ¡Yo les había de dar esta
satisfacción! No esperen que me humille hasta ese término; semejante bajeza no
es propia sino de almas muy miserables, y la mía, a Dios gracias, ha recibido
un temple nada vulgar".
Insistían los sacerdotes en persuadirla a que prescindiese de ese rencor
tan pronunciado, y que acaso con su moderación podría todavía mover el corazón
generoso y compasivo del señor virrey Sámano.
"¡Generoso y compasivo!, les replicó la Pola sonriéndose
irónicamente; no prevariquen ustedes;
nunca puede caber generosidad en los pechos de nuestros opresores: ellos
no se aplacarán ni con la sangre de sus víctimas; sus exigencias son todavía
más exageradas y su rencor no tiene límites.
Ustedes que me sobreviven serán testigos de las rencillas que entre
ellos mismos van a ocasionarse como en los imperios de México y los Incas, por
disputarse la presa y ostentar la primacía de crueldad que les distingue.
¡Generoso Sámano, y compasivo! ¡Qué error! ¿Pero ustedes conciben que yo
desearía conservar mi vida a cambio de implorar la clemencia de mis verdugos?
No, señores, no pretenderé nunca semejante cosa, ni deseo tampoco que se me
perdone, porque el cautiverio es todavía más cruel que la misma
muerte..." Esto decía cuando,
deteniéndose en la puerta de la capilla varios oficiales y entre ellos el
teniente coronel don José María Herrera, americano, jefe del Estado Mayor de la
tercera división, cuyo cuartel general estaba en Santafé, dijo éste a la Pola
en un tono chocarrero y burlesco: "Hoy
es tigre, mañana será cordero". A lo que, lanzándose la Pola sobre él, en
términos que fue preciso que el centinela la contuviese, le dijo enfurecida: “Vosotros,
viles, miserables, medís mi alma por las vuestras: vosotros sois los tigres, y
en breve seréis corderos; hoy os complacéis con los sufrimientos de vuestras
inermes víctimas, y en breve, cuando suene la resurrección de la patria, os
arrastraréis hasta el barro, como lo tenéis de costumbre. ¡Tigres, saciaos, si
esto es posible, con la sangre mía y de tantos incautos americanos que se han
confiado en vuestras promesas! ¡Monstruos del género humano! Encended ahora
mismo las hogueras de la detestable inquisición; preparad la cama del tormento,
y ensayad conmigo si soy capaz de dirigiros una sola mirada de humildad. Honor
me haréis, miserables, en poner a mayor prueba mi sufrimiento y mi resolución. ¡Americano!
¡Herrera! ¡Instrumento ciego y degradado! Que los españoles me injurien, no lo
extraño, porque ellos jamás se condolieron ni de la edad, ni del sexo, ni de la
virtud; ¡pero que un americano se atreva a denostarme, apenas es creíble!
Quitaos de de mi presencia, miserables, y preparaos a festejar la muerte de las
víctimas que vais a inmolar, mientras os llega vuestro turno, que no tardará
mucho tiempo: sabed que no llevo a la tumba otro pesar que el de no ser testigo
de vuestra destrucción y del eterno restablecimiento de las banderas de la
independencia en esta tierra que profanáis con vuestras plantas..." En medio de este discurso, un oficial
llamado Salcedo, dirigiéndose a los otros, les dijo: "Una mordaza debiera
ponerse a esta infiel, sacrílega, blasfema"; y Delgado le contestó:
"Una jaula perpetua debiera ser su abrigo si no estuviera condenada a
muerte, porque no hay duda que ha perdido el juicio, y es una loca furiosa".
Herrera decía al retirarse: "No hay duda que está loca, loca, loca
perdida", y repetía constantemente esto mismo sin duda con el objeto de
que los soldados atribuyesen esa energía de la heroína a la falta de juicio y
no a su patriotismo.
Anécdotas casi semejantes a
ésta ocurrieron durante el día, y sólo el peso de la noche pudo calmar la rabia
de la ilustre Pola, para renovarla al día siguiente, como vamos a verlo.
Las nueve de la mañana era la
hora señalada para la ejecución. Preparado todo, se pusieron en movimiento las
víctimas y sus sacrificadores. La Pola
rompía la procesión con dos sacerdotes a los lados. A mí me había tocado la segunda fila de la
escolta que debía fusilar a esta singular mujer; es decir, que yo no debía ser
de los ejecutores, para cuyo logro no fue poco lo que trabajé, en la situación
en que me hallaba de que se descubriese mi excusa y se atribuyera a ésta algún
mal designio que pudiera comprometerme seriamente. Sin entrar en estos detalles, que serían
largos y poco importantes, sólo diré que después de muchas dificultades que
tuve que vencer para librarme de tan terrible encargo, logré ser excluido a
pretexto de que mi fusil no estaba muy corriente, apoyando este argumento con
el regalo de cuatro reales que hice al cabo de mi escuadra, que era el
discípulo de quien he hablado, el cual se ofreció a tirar en mi lugar, y así lo
cumplió.
Al dar el primer paso de la
puerta a la calle se descubrió al Mayor de plaza, que era el encargado de todas
estas ejecuciones y que se había demorado un poco. No bien fue visto por la
Pola, cuando, resistiéndose ésta a marchar, para lo cual hacía los más grandes
esfuerzos, y encendiéndose nuevamente en ira, decía a los padres que la
auxiliaban: "¡Por Dios, ruego que
se me fusile aquí mismo si ustedes quieren que mi alma no se pierda! ¿Cómo
puedo yo ver con ojos serenos a un americano ejecutor de estos asesinatos? ¿No
ven ustedes a ese mayor Córdoba con qué tranquilidad se Presenta a testificar y
autorizar estas escenas de sangre y desolación de sus compatriotas? ¡Ay! ¡Por
piedad, no me atormenten por más tiempo con estos terribles espectáculos para
un alma tan republicana como es la mía! ¿Por qué no se me quita de una vez la
vida? ¿Por qué se aumenta mi tortura en los últimos momentos que me restan
poniente ante mis ojos estos monstruos de iniquidad, estos imbéciles
americanos, estos instrumentos ciegos del exterminio de su patria?...'' Los
sacerdotes la amonestaban patéticamente a que sufriese con paciencia estas
últimas impresiones con que la Providencia quería probar su resignación; que
hiciese un esfuerzo generoso para perdonar a sus enemigos, que, a imitación del
Salvador, marchase humildemente hasta el patíbulo y ofreciese a Dios sus
sufrimientos en expiación de sus pecados". Y mientras esto le decían la llevaban
casi en peso por más de veinticinco pasos.
"Bien, dijo la Pola, observaré los consejos de ustedes en todo, menos
en perdonar a los godos: no es posible que yo perdone a nuestros implacables
opresores; si una palabra de perdón saliese de mis labios sería dictada por la
hipocresía y no por mi corazón. ¿Yo perdonarlos? Al contrario, los detesto más,
conjuro a cuantos me oyen a mi venganza: ¡venganza, compatriotas y muerte a los
tiranos!". Mientras esto decía, los
sacerdotes esforzaban a una voz para confundir la de la Pola y no dejarla
distinguir de los espectadores.
La Pola marchó con paso firme
hasta el suplicio, y en vez de repetir lo que le decían sus ministros, no hacía
sino maldecir a los españoles y encarecer su venganza. AI salir a la plaza y
ver al pueblo agolpado para presenciar su sacrificio, exclamó: "¡Pueblo
indolente! ¡Cuan diversa sería hoy vuestra suerte si conocieseis el precio de
la libertad! Pero no es tarde. Ved que, aunque mujer y joven, me sobra valor
para sufrir la muerte y mil muertes más, y no olvidéis este ejemplo..." Mayor era el esfuerzo de los sacerdotes en no
dejar que estas exhortaciones patrióticas de la Pola fuesen oídas por la
multitud, y a la verdad que no podían ser distinguidas y recogidas sino por los
que iban tan inmediatos a ella como yo. Llegada al pie del banquillo, volvió
otra vez los ojos hacía el pueblo y dijo: “¡Miserable pueblo! Yo os compadezco:
algún día tendréis más dignidad". Entonces
se le ordenó que se montase sobre la tableta del banquillo porque debía ser
fusilada por la espalda como traidora; ella contestó: “Ni es propio ni decente
en una mujer semejante posición, pero sin montarme yo daré la espalda si esto
es lo que se quiere". Medio arrodillándose luego sobre el banquillo y
presentando la mayor parte de la espalda se la vendó y aseguró con cuerdas, en
cuya actitud recibieron, ella y sus compañeros, una muerte que ha eternizado
sus nombres y hecho multiplicar los frutos de la libertad. Arcos pronunció al
pie del banquillo la siguiente cuarteta:"No temo la muerte; desprecio la
vida; lamento la suerte de la patria mía".[1]”
[1] Memorias de José Hilario López, capitulo X · José Hilario López, 1798-1869.
Biblioteca Virtual Biblioteca Luis Ángel Arango Pág. 49
No hay comentarios:
Publicar un comentario