EXPEDICIÓN
ARRIESGADA
El 23 de junio de 1816 tuvo
aviso el general en jefe de que sobre la montaña Quindío, entre las
inmediaciones de Popayán, se encontraba una partida como de doscientos hombres,
capitaneada por un tal Masa, a la cual se iban reuniendo todas las partidas
derrotadas por el general La Torre.[1]
"Estos insurgentes hacían
correrías por aquellos campos y poblados, exigiendo raciones y dinero y
destruyendo cuanto a su paso encontraban. Bajo su protección vivían varios
cabecillas con sus familias. Para exterminar aquellos malhechores que traían
aterrada una extensa comarca, dispuso el Sr. Morillo fuese una columna
compuesta de cien soldados venezolanos escogidos de Numancia, a las órdenes del
teniente coronel don Julián Waller, bizarro e ilustrado jefe alemán al servicio
de España, llevando consigo al intrépido teniente don José Vázquez, asturiano,
al alférez limeño Rodríguez y a mí como segundo de la fuerza.
Bien provistos de municiones y
de dinero, salimos el 25 junio de 1816, hacia Villeta, que está a siete leguas
de Santa Fe y precisamente en rumbo casi opuesto al punto de nuestro destino.
El objeto de esto era evitar que el enemigo recibiera aviso de sus cómplices de
la ciudad sobre nuestros movimientos, pues se había observado por larga experiencia,
que en esta clase de guerra el perfecto espionaje que establecen los rebeldes
los pone a cubierto de toda sorpresa; y es preciso engañar a los mismos espías
y guardar absoluta reserva si no han de malograrse todas las fatigas del
ejército.
El 27 cruzamos en barca el
caudaloso río Magdalena. Pernoctamos el 28 en el pueblo de Mariquita, donde
estaba de comandante militar el capitán puertorriqueño don Vicente Becerra, que
nos recibió con júbilo, lo mismo que el Ayuntamiento, que nos obsequió mucho.
Nadie nos esperaba allí, pero todos aquellos leales se alegraron al ver que
íbamos a limpiar sus contornos de gentes que sólo de violencia y depredaciones
vivían. En el oficio que para Becerra llevábamos, le mandaba el general pusiese
a nuestra disposición cincuenta hombres que tenía de Granada y cien paisanos
adictos y prácticos en el terreno.
Así se hizo, armando a los
últimos con lanzas y machetes. Proveyésemos además de galleta, tocino, queso y
aguardiente para veinte días, cuyos víveres habían de ser llevados por bueyes,
por no permitir el terreno pantanoso el paso de caballerías. Ya con todo esto y
contando la columna de 250 hombres, partimos de nuevo el 30 la vuelta de
Ambalema. Sin llegar a este pueblo mandamos a él nuestras mulas, continuando los
oficiales montados en bueyes. Tres días tardamos en atravesar el inaccesible
monte de Quindío por desiertos, despeñaderos, picos elevadísimos y bosques
centenarios, que servían de antemural á Popayán. La séptima noche la pasamos en
el abandonado pueblo de Carta (Cartago), desde donde oíamos rugir los tigres y
jaguares, ruido amenazador que ya se nos iba haciendo familiar, pues lo
habíamos oído varias veces en las precedentes noches.
Á la madrugada siguiente cogió
la avanzada dos indios, que resultaron ser portadores de oficios para el
general Morillo. Aquellas comunicaciones venían de Lima, Quito y Pasto. El de
este último punto era del brigadier Sama (Sámano), que se aproximaba a Popayán
con dos regimientos, uno de zambos y otro de pastusos y limeños, a darse la
mano con nosotros. Aquellos fieles indios, con treinta y cinco días de viaje,
venían muertos de hambre y de cansancio. Se explicaban difícilmente en
castellano; sin embargo, pudimos comprender que habían padecido mucho, vagando
como fieras, de bosque en bosque, siempre huyendo de ser cogidos por los
rebeldes. Los pliegos los traían cosidos a una manta, con que envolvía uno de
ellos la cabeza. Les dimos bien de comer, los proveímos de galleta y queso para
el camino, les entregamos el parte diario de nuestra marcha para que se le dieran
Morillo en Santa Fe, y los despachamos muy contentos.
El 8 de Julio pasamos una
escrupulosa revista de armas; hicimos ensebar de nuevo los fusiles, afilamos
los sables, preparándolo todo para batimos. El término de nuestro viaje estaba a
seis leguas, en la hacienda y caserío del Pilar (Paila). A las nueve de la mañana
emprendimos todos a pie nuestro movimiento de avance, sedientos de gloria y de
dar una dura lección a los enemigos, que nos habían obligado a tan penosa
marcha. El camino estaba cortado por enormes peñascos y por profundos
barrancos. Una densa neblina nos rodeaba. La marcha era lenta. Treinta hombres a
mis órdenes formaban la vanguardia. Dos prácticos nos guiaban. Con la neblina
no se veía un hombre a cuatro varas de distancia. La noche se aproximaba. La
fatiga nos tenía rendidos. Temiendo yo haberme separado mucho del grueso de la
columna, mandé hacer alto al lado de un manantial, cuyo gran chorro,
cayendo de lo alto, formaba una cascada. Entre el susurrar del agua creí
percibir rumor de voces humanas. Mandé, acto continuo, desplegar en guerrilla y
cercar la colina de donde afluía el caño. - ¿Quién vive? -preguntó la voz
penetrante de un hombre. -A ¡ellos! -grité. Nos lanzamos como el rayo sobre el
punto donde salió la voz. Sonó un tiro. La bala silbó cerca de mi oído. Cinco
hombres con fusiles alcanzamos, a los que pasamos a cuchillo sin compasión, a
fin de que no pudiesen revelar nuestra presencia allí. Como logré cerrar a los
demás el paso por la parte de la hacienda, huyeron en dirección al núcleo de
nuestras fuerzas, con las cuales dieron, habiendo caído prisioneros, y uno de
ellos herido de sable por el mismo Waller.
Yo esperé allí, con mucha
atención al frente, á que se me reuniese el resto de la columna, a fin de
ponerme a cubierto de un golpe de mano y de recibir nuevas instrucciones.
Bastante tardó en llegar, pues el teniente coronel se había detenido
interrogando a los presos sobre la situación y fuerza del enemigo. -No hay que
temer-dijo Waller juntando a todos los oficiales cuando me alcanzó.
Los insurgentes han mandado
doscientos hombres sobre Popayán, y solamente tendremos que habérnosla con unos
setenta u ochenta combatientes atrincherados. Dos prisioneros que traigo
amarrados se han comprometido a dejarse fusilar si nos engañan o hacen alguna
demostración sospechosa. He dado orden a los campesinos que los conducen para
que inmediatamente los despachen si notan que intentan hacemos caer en el lazo.
Hay que encargar precaución y silencio, pues sólo media milla nos falta para
llegar donde están los rebeldes.
Únase la guerrilla la columna,
la cual se dividirá en dos grupos principales: el primero, al mando de usted,
teniente Vázquez; su misión es bloquear la casa por el flanco derecho,
guareciéndose del fuego contra las paredes o donde le sea posible, y no
permitiendo que ni las ratas se escapen vivas del edificio. Usted, Rodríguez,
marchará a la cabeza de la segunda fracción, á envolver la casa por la
izquierda y por el fondo. Yo me reservo cincuenta granaderos de Numancia para
dar el asalto por el frente. Sevilla, como ayudante de la columna, me
acompañará, para reemplazarme si caigo muerto o herido. Hasta llegar al frente
del edificio iremos todos reunidos, con sólo cuatro buenos exploradores delante.
Con que a sus puestos y que todos marchen lastos para el movimiento, que se
efectuará tan pronto cuando yo levante así tres veces el sable. Empezaba a
envolvemos la densa obscuridad de la noche. Á poco llegamos a una quebrada
profunda. Al Iado opuesto trepamos de uno en fondo por una vereda estrecha y
pedregosa que serpenteaba por entre rocas y árboles enormes. Era un verdadero
laberinto, conocido sólo por los muy prácticos en aquella localidad.
Á medida que íbamos saliendo
de aquel abismo disminuía un tanto la lóbrega obscuridad que nos rodeaba y los
objetos se presentaban gradualmente con más claridad. -Se acerca el momento
supremo-dijo Waller en voz. baja a los prisioneros, en que ustedes han de serme
fieles o marchar a la eternidad. Respóndanme con claridad a estas preguntas
concretas: ¿Está fortificada la casa? ¿Tiene puertas? ¿Es de piedra el
edificio? ¿Tiene altos? ¿Hay comestibles? -Señor-contestó el más entendido-,
nos hemos propuesto salvar la vida y por Dios le juro que no le engañamos. La casa
principal es de mampostería y tiene un piso alto; no tiene puertas ni ventanas
exteriores, porque fue incendiada hace un año, y está casi en ruinas y abiertos
los espacios que ellas ocuparon; sólo en el interior existen algunas puertas.
Las tres o cuatro casitas que la rodean son chozas de madera y paja sin
importancia estratégica. Por la noche, y cuando hay alarma, suelen tapiarse las
puertas del edificio principal con barriles llenos de tierra y haces de leña;
no falta que comer: hay porción de bueyes, maíz y arroz. Si alguna de estas
señas resulta falsa, fusílenos usted en seguida; si son exactas, esperamos la
libertad por única recompensa. -Convenido. Era completamente de noche. El cielo
estaba de luto; ni un astro bienhechor lanzaba un reflejo sobre nuestro camino.
Habíamos, por fin, llegado a la cumbre, después de haber vencido las ásperas
laderas de la montaña, y nos encontrábamos sobre una planicie cubierta de
musgo, al parecer bastante extensa. Á poco divisamos dos luces. - ¿De dónde son
esas luces? -preguntó Waller a los prisioneros. -De la casa principal. Habíamos
avanzado cincuenta pasos más cuando oímos un estentóreo "¡Quién
vive!" dado a nuestros cuatro exploradores - ¡América libre!-contestaron
ellos con voz firme, haciendo alto y permaneciendo allí hasta que nosotros, que
apretamos el paso, llegamos. Los de la avanzada insurgente habían huido hacia
la casa. - ¡Adelante y agacharse! -murmuró Waller. Todos pasamos esta voz de uno
en otro, encargando preparasen armas, y continuamos a la carrera, casi a gatas,
hasta llegar a tiro de pistola de la casa. - ¿Quién vive? -gritaron varias
voces de todas las ventanas. -No tengan cuidado, muchachos- contestó Waller,
con su subido acento alemán-; somos tropas que venimos a protegeros. Pero como
el hecho de presentamos en tropel y a paso de carga no daba lugar a dudas, el
jefe enemigo, considerándose sin duda perdido, gritó con voz de trueno:
-¡Fuego, hijos míos, que son enemigos ¡ Waller agitó rápidamente tres veces el
sable en el aire; pero antes de que pudiera ser obedecida esta señal, recibimos
una descarga, afortunadamente mal apuntada, pues sólo nos mataron a un hombre,
hirieron a otro, y una bala llevó al teniente coronel parte del pelo de la cabeza,
rozándole apenas el cráneo, sin que se le cayera el morrijn, que quedó
atravesado.
Inmediatamente contestamos a
la descarga, abriéndose en seguida la fuerza en dos alas, como estaba
convenido. Waller y yo, a la cabeza de nuestros 50 valientes granaderos
venezolanos, nos introdujimos temerariamente par la puerta principal, que no
había sido tapiada; huyendo los pocos que la custodiaban. Una vez en el patio
de aquel grande edificio, quedamos rodeados de una obscuridad espantosa y de un
silencio aterrador, sin saber adónde dirigimos. Así pasamos algunos minutos,
sin otro ruido que el producido por nuestra respiración. Por fin, los enemigos
se encargaron de alumbrarnos con sus fusiles, haciéndonos fuego desde la
galería superior. Aquello fue su perdición, pues sus fogonazos nos enseñaron el
blanco, y lo mismo los que estaban en las ventanas a nuestros compañeros de
afuera. Por cada tiro que nos disparaban, les enviábamos nosotros cinco. Yo
recibí una fuerte pedrada en la espalda, que por poco me hace caer. El dolor me
hizo pasear de un lado para otro, lleno de ira, aunque medio derrengado. Habían
transcurrido como tres cuartos de hora, cuando observamos que el enemigo paró
el fuego. Wlaller correspondió á esta tácita tregua, mandando tocar alto el
fuego al corneta. Volvió a reinar la obscuridad, pero no el silencio; pues bajo
aquellas grandes bóvedas que hacían eco, se oían resonar tristemente los
lamentos de los heridos, el agonizar de los moribundos, los gritos de las
mujeres y las imprecaciones e insultos de los hombres. Tal era la obscuridad,
que, por equivocación, nuestros mismos soldados mataron a dos compañeros e
hirieron a otros dos de mucha gravedad.
Crítica era nuestra situación;
ciegos materialmente, como estábamos en medio de aquel extenso patio, rodeado
de galerías, desde las cuales, a ser otros más audaces nuestros enemigos, a
pedradas habrían podido acabar con nosotros; dudábamos ya del éxito de nuestra
empresa. Por fin nuestro jefe quiso salir de aquella incertidumbre: -Si ustedes
no se rinden-gritó-serán pasados á cuchillo; y al efecto, empiezo por poner
fuego al edificio. Á ver, soldados, buscad paja y acumuladla aquí. Acaben las
llamas, en esta casa de fieras, la tarea que dejaron empezada el año pasado, y
purifiquen de traidores esta comarca. Inmediatamente se empezó a reunir leña y
cuantos combustibles pudimos encontrar a tientas, en tanto que otros sacaban
fuego con sus yesqueros. Nuestro objeto, en realidad, era alumbramos.
Entretanto nos recatamos algo en las galerías de los disparos que pudiera
hacernos el enemigo. En esta ocupación estábamos, cuando al extremo del
corredor vimos brillar una luz, y detrás del que la traía, un grupo de personas
que se acercaban. Eran dos frailes y varias mujeres. - ¿Quién es el
jefe?-preguntó un capuchino de luenga barba. -Servidor-contestó secamente
Waller. -Señor: venimos a implorar humildemente perdón para toda la tropa y
paisanos que aquí se encierran. -Caballero-añadió una dama llorosa, con sus
cabellos sueltos en desorden, que le llegaban casi al suelo-, somos madres,
somos esposas, somos hermanas de los jefes que aquí se encuentran. Venimos a
pedir a usted cuartel, a pedirle la vida de nuestros padres, esposos, hijos y
hermanos. -Padres y señoras-contestó Waller-, concedo la vida a todos los
soldados y paisanos que se hallen en esta casa, siempre que en el acto depongan
las armas; en cuanto a los jefes, profundamente lo siento, pero no puedo
asegurar que los deje á vida el general en jefe, único llamado a decidir su destino,
probablemente los mandará juzgar en consejo de guerra, y se hará lo que este
tribunal acuerde. Lo que haré, interpretando vuestros ruegos, es recomendar a
S. E. toda la lenidad posible con los vencidos. Uno de los frailes volvió la
espalda para ir a anunciar a los de arriba la contestación del jefe. Al notar
su movimiento, ocurrióseme seguirle para averiguar por dónde había bajado. Así
lo hice sin consultar a nadie. Varios soldados me siguieron. El fraile abrió
una puerta, y la luz que llevaba nos puso a la vista una estrecha escalera de
caracol. Tan pronto como hubo entrado, trató el religioso de cerrar la puerta;
pero yo la empujé con fuerza y emprendí la subida, seguido de media docena de
soldados. -¡Desgraciado Va usted á perder la vida, y echado todo a perder- me
dijo el fraile. -Siga usted a cumplir su misión y no se ocupe de lo demás -le
contesté. Á todo esto ya los soldados del patio habían logrado encender una
hoguera que iluminaba todo el edificio. Atravesé una galería, y al tocar el
fraile a la puerta del fondo, que estaba cerrada, oímos un estruendo horrible
de tiros, cuchilIadas y voces. Sin saber la causa de este nuevo conflicto y no
habiéndose abierto la puerta a nuestros golpes, nos dimos a correr por aquellos
extensos corredores, sin saber adónde dirigimos. Waller, que creyó que nos
estaban asesinando, subió inmediatamente con el resto de la tropa, calada la
bayoneta y dispuesto a hacer fuego. - ¿Qué hay? ¿Qué es esto?-exclamó el jefe
al vernos ilesos y tan alarmados como él. -No lo sé- respondí. -Los demonios
del infierno parece que andan sueltos en esta casa-articuló el fraile, que
estaba pálido y convulso. He aquí lo que había sucedido.
Uno de los prácticos que
llevaba el oficial Rodríguez, conocedor de la casa, por haber residido mucho
tiempo en ella, había logrado escalar una de las ventanas que estaba en ruinas.
Tan pronto como se hubo asomado a ella, los que estaban dentro le dieron un
fuerte trancazo en la cabeza. El práctico cayó con el cráneo aplastado. Á la
vista del cadáver de aquel infeliz, llenáronse de ira Rodríguez y sus soldados,
no oyéndose entre ellos más que el grito de a vengarle, a vengarle,. Acto
continuo empezaron el escalamiento, bajo el fuego del enemigo, disparando a
medida que iban subiendo; los que caían eran pronto reemplazados por otro.
La lucha, aunque desigual, fue
terrible. Los de adentro disparaban a quemarropa; los de afuera penetraban por
las ventanas y por la azotea, matando a bayonetazos a cuantos encontraban. Tan
encarnizada fue la escaramuza, que en ella sucumbieron cinco jefes insurgentes,
entre ellos Maza y Miravalles. El mismo Maza, comandante principal de la
partida, cayó gravemente herido. La matanza entre la tropa insurgente fue
horrorosa.
Al fin cesó la resistencia y
con ella el combate. Entonces abrieron la puerta, presentándose ante nosotros
un cuadro sangriento y lastimoso que renuncio a describir. El oficial limeño
que había dirigido la operación, se paseaba impasible con la espada desnuda,
entre cadáveres y heridos. - ¡Señor Rodríguez! -llamó Waller. El oficial, reconociendo
á su jefe, saludó y se cuadró respetuosamente. -Ha hecho usted una temeridad;
se ha excedido usted de las órdenes que le he dado, siendo causa de todas estas
innecesarias desgracias. Le di á usted la misión de cercar la casa y de impedir
que se escapase el enemigo; pero no la de dar el asalto.
Mi teniente coronel-contestó-ante
el cadáver de un compañero leal no se razona, se obra, y yo en aquel momento
olvidé todo, menos que soy americano adicto al rey. ¿Cree usted que estos
insensatos se rinden con parlamentos e intrigas, echando delante á las mujeres
y a los frailes para que los protejan con su debilidad? Permítame le diga se
equivoca si cree sincera su sumisión. Los que pueden aún combatimos no se han
rendido, están encerrados en esas habitaciones, con la mano en los gatillos
para matarnos a mansalva, si pueden. -Pues si es así-dijo Waller en alta voz-,
sepan que no doy cuartel a nadie, si disparan un solo tiro más, y no se rinden a
discreción. Á registrar, pues, todos los departamentos de esta casa, y herid
sin compasión a todo el que resista. Tocamos á varias puertas: ninguna se
abrió. -Echémoslas abajo-mandó el jefe. Así lo hicimos. Nadie opuso resistencia
activa. Registradas todas las habitaciones, encontramos 65 hombres, la mayor
parte armados; 49 mujeres y 19 niños de ambos sexos; en cuanto a material,
hallamos varios cajones de cartuchos, porción de baúles con equipajes, sillas
de montar, armas y otros efectos. Los hombres fueron encerrados en una
habitación y las mujeres en otra, con centinelas de vista. Hicimos un buen
rancho con las mismas provisiones del enemigo y pasamos el resto de la noche
entregados al descanso. El siguiente día 9 de julio dimos sepultura a los
muertos, e hicimos los preparativos de marcha.
Los bueyes eran nuestras
únicas acémilas posibles, y mucho lo que teníamos que llevar. Entre los
diversos baúles de equipajes, que nadie reclamaba como suyos, y artículos de
guerra, encontramos dos cofres grandes muy pesados, que debía ser de dinero.
Waller no consintió que se descerrajasen hasta que no lo dispusiera el general,
a quien enviamos dos paisanos con el parte de lo ocurrido.
Ello, a mediodía, nos pusimos
en camino para Ambalema. El convoy que llevábamos no sólo era molesto, sino que
inspiraba cierto sentimiento de tristeza. Aquellos prisioneros de ambos sexos y
de todas edades, marchando, como nosotros, a pie, con excepción de los heridos,
que iban encima de los bueyes, formaban un cortejo que a nosotros mismos nos
hacía maldecir la guerra, ese monstruo que tantas víctimas causa. Rodríguez,
con la mayor parte de la tropa, era el encargado de estos prisioneros. Vázquez
se había quedado con 25 hombres, poniendo fuego a la casa y a los ranchos, y
preparando unas minas para volar el techo, cosa de inutilizar aquella guarida
de enemigos. Aquella misma tarde oímos, ya bien distante, la explosión de las
cajas de pólvora que debieron arruinar del todo aquel gran edificio que tanto
dinero habría costado a sus antiguos dueños fabricar, y en cuyos vastos salones
debió haber vivido una familia rica y feliz. Á la tarde siguiente nos alcanzó
Vázquez. Sólo en parte había logrado su objeto. La casa era demasiado sólida;
sin embargo, quedaba por entonces inhabitable. Terribles son las exigencias de
la guerra. Á veces el soldado necesita tener el corazón de hierro para cumplir
su deber. Como aquel terreno áspero, interceptado por barrancos y ríos y
árboles y espinas, y rodeado de abismos, no daba paso á más cuadrúpedos que al
paciente buey, aquellas pobres mujeres, muchas de las cuales se habían criado
entre el regalo y las comodidades que ofrece una gran fortuna, marchaban con
sus delicados pies ensangrentados por aquel viacrucis, en tanto que unas
dejaban a su marido, hermano, hijo o padre enterrado en la hacienda, y otras
llevaban a los suyos heridos sobre los bueyes. Sus lágrimas, ¿á quién no había
dé traer tristemente a la memoria a su propia madre, su hermana o su esposa?
Pero los deberes de la lealtad, los preceptos de la ordenanza son inexorables.
Ellas no podían quedar sola en aquel desierto; dejar con ellas los prisioneros
habría sido una traición.
Cuatro días tardamos en llegar
a Ambalema. Los heridos se habían agravado con la marcha. Maza, el jefe
superior de la partida, falleció el mismo día de nuestra llegada, a las once de
la noche. No pudiendo continuar las mujeres y niños, por tener los pies
lastimados, ni adaptamos nosotros a su lento paso, dispuso Waller que
descansasen allí y que á pequeñas marchas los condujesen poco a poco a los
paisanos del pueblo. Allí nos entregaron nuestras mulas muy bien cuidadas, pero
fué necesario traerlas del diestro por no permitir otra cosa el terreno. Otros
cuatro días tardamos en llegar a Mariquita, donde nos recibieron Becerra y el
vecindario en triunfo el día 17. Allí dejamos toda la gente del pueblo que nos
había acompañado. La rebelión en Costa-Firme no había penetrado en el corazón
del pueblo; sólo aquéllos que habían estado en contacto con los jefes
separatistas, se habían prestado á tomar las armas contra España. La prueba de
esto es que ni un solo soldado peninsular nos había acompañado en esta expedición.
Llegamos a la Honda el 18, y allí encontramos orden del general en jefe para
que embarcásemos los prisioneros por el río Magdalena, con destino a Cartagena,
y que únicamente los jefes y los equipajes debíamos llevar con nosotros a Santa
Fe. En esta ciudad entramos el 21 en medio de una ovación. El general se
deshizo en elogios de nuestro comportamiento; a la tropa manifestó su
satisfacción mandando dar cuatro pesos de extraordinario a cada soldado. Los
jefes prisioneros que traíamos, entre ellos un abogado, fueron encerrados en
San Bartolomé. Al almacén de secuestros se condujeron los efectos. Al hacer el
inventario de ellos ante escribano, se vió que uno de los cofres estaba casi
lleno de plata y oro; pero el otro de los que tanto pesaban nos dió un chasco
que excitó la hilaridad de toda la respetable comisión que entendía en estas
operaciones. Ya pesados y valorados los metales preciosos del primero, tenía el
contador los pesos preparados y los escribanos la pluma en rístre para hacer
constar con la mayor solemnidad los que contenía el segundo cofre, cuando al
abrirlo se encontró que estaba atestado de ollas y cacerolas de hierro
estivados con mugrientos trapos de cocina. Todos se echaron a reir á
carcajadas. El Gobierno devolvió los equipajes a los dueños que se encontraron;
el resto quedó á favor del Estado."[2]
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