domingo, 30 de junio de 2024

RECONQUISTA ESPAÑOLA. EXPEDICIÓN ARRIESGADA POR EL CAMINO DEL QUINDIO.

 

EXPEDICIÓN ARRIESGADA

El 23 de junio de 1816 tuvo aviso el general en jefe de que sobre la montaña Quindío, entre las inmediaciones de Popayán, se encontraba una partida como de doscientos hombres, capitaneada por un tal Masa, a la cual se iban reuniendo todas las partidas derrotadas por el general La Torre.[1]

"Estos insurgentes hacían correrías por aquellos campos y poblados, exigiendo raciones y dinero y destruyendo cuanto a su paso encontraban. Bajo su protección vivían varios cabecillas con sus familias. Para exterminar aquellos malhechores que traían aterrada una extensa comarca, dispuso el Sr. Morillo fuese una columna compuesta de cien soldados venezolanos escogidos de Numancia, a las órdenes del teniente coronel don Julián Waller, bizarro e ilustrado jefe alemán al servicio de España, llevando consigo al intrépido teniente don José Vázquez, asturiano, al alférez limeño Rodríguez y a mí como segundo de la fuerza.

Bien provistos de municiones y de dinero, salimos el 25 junio de 1816, hacia Villeta, que está a siete leguas de Santa Fe y precisamente en rumbo casi opuesto al punto de nuestro destino. El objeto de esto era evitar que el enemigo recibiera aviso de sus cómplices de la ciudad sobre nuestros movimientos, pues se había observado por larga experiencia, que en esta clase de guerra el perfecto espionaje que establecen los rebeldes los pone a cubierto de toda sorpresa; y es preciso engañar a los mismos espías y guardar absoluta reserva si no han de malograrse todas las fatigas del ejército.

El 27 cruzamos en barca el caudaloso río Magdalena. Pernoctamos el 28 en el pueblo de Mariquita, donde estaba de comandante militar el capitán puertorriqueño don Vicente Becerra, que nos recibió con júbilo, lo mismo que el Ayuntamiento, que nos obsequió mucho. Nadie nos esperaba allí, pero todos aquellos leales se alegraron al ver que íbamos a limpiar sus contornos de gentes que sólo de violencia y depredaciones vivían. En el oficio que para Becerra llevábamos, le mandaba el general pusiese a nuestra disposición cincuenta hombres que tenía de Granada y cien paisanos adictos y prácticos en el terreno.

Así se hizo, armando a los últimos con lanzas y machetes. Proveyésemos además de galleta, tocino, queso y aguardiente para veinte días, cuyos víveres habían de ser llevados por bueyes, por no permitir el terreno pantanoso el paso de caballerías. Ya con todo esto y contando la columna de 250 hombres, partimos de nuevo el 30 la vuelta de Ambalema. Sin llegar a este pueblo mandamos a él nuestras mulas, continuando los oficiales montados en bueyes. Tres días tardamos en atravesar el inaccesible monte de Quindío por desiertos, despeñaderos, picos elevadísimos y bosques centenarios, que servían de antemural á Popayán. La séptima noche la pasamos en el abandonado pueblo de Carta (Cartago), desde donde oíamos rugir los tigres y jaguares, ruido amenazador que ya se nos iba haciendo familiar, pues lo habíamos oído varias veces en las precedentes noches.

Á la madrugada siguiente cogió la avanzada dos indios, que resultaron ser portadores de oficios para el general Morillo. Aquellas comunicaciones venían de Lima, Quito y Pasto. El de este último punto era del brigadier Sama (Sámano), que se aproximaba a Popayán con dos regimientos, uno de zambos y otro de pastusos y limeños, a darse la mano con nosotros. Aquellos fieles indios, con treinta y cinco días de viaje, venían muertos de hambre y de cansancio. Se explicaban difícilmente en castellano; sin embargo, pudimos comprender que habían padecido mucho, vagando como fieras, de bosque en bosque, siempre huyendo de ser cogidos por los rebeldes. Los pliegos los traían cosidos a una manta, con que envolvía uno de ellos la cabeza. Les dimos bien de comer, los proveímos de galleta y queso para el camino, les entregamos el parte diario de nuestra marcha para que se le dieran Morillo en Santa Fe, y los despachamos muy contentos.

El 8 de Julio pasamos una escrupulosa revista de armas; hicimos ensebar de nuevo los fusiles, afilamos los sables, preparándolo todo para batimos. El término de nuestro viaje estaba a seis leguas, en la hacienda y caserío del Pilar (Paila). A las nueve de la mañana emprendimos todos a pie nuestro movimiento de avance, sedientos de gloria y de dar una dura lección a los enemigos, que nos habían obligado a tan penosa marcha. El camino estaba cortado por enormes peñascos y por profundos barrancos. Una densa neblina nos rodeaba. La marcha era lenta. Treinta hombres a mis órdenes formaban la vanguardia. Dos prácticos nos guiaban. Con la neblina no se veía un hombre a cuatro varas de distancia. La noche se aproximaba. La fatiga nos tenía rendidos. Temiendo yo haberme separado mucho del grueso de la columna, mandé hacer alto al lado de un manantial, cuyo gran chorro, cayendo de lo alto, formaba una cascada. Entre el susurrar del agua creí percibir rumor de voces humanas. Mandé, acto continuo, desplegar en guerrilla y cercar la colina de donde afluía el caño. - ¿Quién vive? -preguntó la voz penetrante de un hombre. -A ¡ellos! -grité. Nos lanzamos como el rayo sobre el punto donde salió la voz. Sonó un tiro. La bala silbó cerca de mi oído. Cinco hombres con fusiles alcanzamos, a los que pasamos a cuchillo sin compasión, a fin de que no pudiesen revelar nuestra presencia allí. Como logré cerrar a los demás el paso por la parte de la hacienda, huyeron en dirección al núcleo de nuestras fuerzas, con las cuales dieron, habiendo caído prisioneros, y uno de ellos herido de sable por el mismo Waller.

Yo esperé allí, con mucha atención al frente, á que se me reuniese el resto de la columna, a fin de ponerme a cubierto de un golpe de mano y de recibir nuevas instrucciones. Bastante tardó en llegar, pues el teniente coronel se había detenido interrogando a los presos sobre la situación y fuerza del enemigo. -No hay que temer-dijo Waller juntando a todos los oficiales cuando me alcanzó.

Los insurgentes han mandado doscientos hombres sobre Popayán, y solamente tendremos que habérnosla con unos setenta u ochenta combatientes atrincherados. Dos prisioneros que traigo amarrados se han comprometido a dejarse fusilar si nos engañan o hacen alguna demostración sospechosa. He dado orden a los campesinos que los conducen para que inmediatamente los despachen si notan que intentan hacemos caer en el lazo. Hay que encargar precaución y silencio, pues sólo media milla nos falta para llegar donde están los rebeldes.

Únase la guerrilla la columna, la cual se dividirá en dos grupos principales: el primero, al mando de usted, teniente Vázquez; su misión es bloquear la casa por el flanco derecho, guareciéndose del fuego contra las paredes o donde le sea posible, y no permitiendo que ni las ratas se escapen vivas del edificio. Usted, Rodríguez, marchará a la cabeza de la segunda fracción, á envolver la casa por la izquierda y por el fondo. Yo me reservo cincuenta granaderos de Numancia para dar el asalto por el frente. Sevilla, como ayudante de la columna, me acompañará, para reemplazarme si caigo muerto o herido. Hasta llegar al frente del edificio iremos todos reunidos, con sólo cuatro buenos exploradores delante. Con que a sus puestos y que todos marchen lastos para el movimiento, que se efectuará tan pronto cuando yo levante así tres veces el sable. Empezaba a envolvemos la densa obscuridad de la noche. Á poco llegamos a una quebrada profunda. Al Iado opuesto trepamos de uno en fondo por una vereda estrecha y pedregosa que serpenteaba por entre rocas y árboles enormes. Era un verdadero laberinto, conocido sólo por los muy prácticos en aquella localidad.

Á medida que íbamos saliendo de aquel abismo disminuía un tanto la lóbrega obscuridad que nos rodeaba y los objetos se presentaban gradualmente con más claridad. -Se acerca el momento supremo-dijo Waller en voz. baja a los prisioneros, en que ustedes han de serme fieles o marchar a la eternidad. Respóndanme con claridad a estas preguntas concretas: ¿Está fortificada la casa? ¿Tiene puertas? ¿Es de piedra el edificio? ¿Tiene altos? ¿Hay comestibles? -Señor-contestó el más entendido-, nos hemos propuesto salvar la vida y por Dios le juro que no le engañamos. La casa principal es de mampostería y tiene un piso alto; no tiene puertas ni ventanas exteriores, porque fue incendiada hace un año, y está casi en ruinas y abiertos los espacios que ellas ocuparon; sólo en el interior existen algunas puertas. Las tres o cuatro casitas que la rodean son chozas de madera y paja sin importancia estratégica. Por la noche, y cuando hay alarma, suelen tapiarse las puertas del edificio principal con barriles llenos de tierra y haces de leña; no falta que comer: hay porción de bueyes, maíz y arroz. Si alguna de estas señas resulta falsa, fusílenos usted en seguida; si son exactas, esperamos la libertad por única recompensa. -Convenido. Era completamente de noche. El cielo estaba de luto; ni un astro bienhechor lanzaba un reflejo sobre nuestro camino. Habíamos, por fin, llegado a la cumbre, después de haber vencido las ásperas laderas de la montaña, y nos encontrábamos sobre una planicie cubierta de musgo, al parecer bastante extensa. Á poco divisamos dos luces. - ¿De dónde son esas luces? -preguntó Waller a los prisioneros. -De la casa principal. Habíamos avanzado cincuenta pasos más cuando oímos un estentóreo "¡Quién vive!" dado a nuestros cuatro exploradores - ¡América libre!-contestaron ellos con voz firme, haciendo alto y permaneciendo allí hasta que nosotros, que apretamos el paso, llegamos. Los de la avanzada insurgente habían huido hacia la casa. - ¡Adelante y agacharse! -murmuró Waller. Todos pasamos esta voz de uno en otro, encargando preparasen armas, y continuamos a la carrera, casi a gatas, hasta llegar a tiro de pistola de la casa. - ¿Quién vive? -gritaron varias voces de todas las ventanas. -No tengan cuidado, muchachos- contestó Waller, con su subido acento alemán-; somos tropas que venimos a protegeros. Pero como el hecho de presentamos en tropel y a paso de carga no daba lugar a dudas, el jefe enemigo, considerándose sin duda perdido, gritó con voz de trueno: -¡Fuego, hijos míos, que son enemigos ¡ Waller agitó rápidamente tres veces el sable en el aire; pero antes de que pudiera ser obedecida esta señal, recibimos una descarga, afortunadamente mal apuntada, pues sólo nos mataron a un hombre, hirieron a otro, y una bala llevó al teniente coronel parte del pelo de la cabeza, rozándole apenas el cráneo, sin que se le cayera el morrijn, que quedó atravesado.

Inmediatamente contestamos a la descarga, abriéndose en seguida la fuerza en dos alas, como estaba convenido. Waller y yo, a la cabeza de nuestros 50 valientes granaderos venezolanos, nos introdujimos temerariamente par la puerta principal, que no había sido tapiada; huyendo los pocos que la custodiaban. Una vez en el patio de aquel grande edificio, quedamos rodeados de una obscuridad espantosa y de un silencio aterrador, sin saber adónde dirigimos. Así pasamos algunos minutos, sin otro ruido que el producido por nuestra respiración. Por fin, los enemigos se encargaron de alumbrarnos con sus fusiles, haciéndonos fuego desde la galería superior. Aquello fue su perdición, pues sus fogonazos nos enseñaron el blanco, y lo mismo los que estaban en las ventanas a nuestros compañeros de afuera. Por cada tiro que nos disparaban, les enviábamos nosotros cinco. Yo recibí una fuerte pedrada en la espalda, que por poco me hace caer. El dolor me hizo pasear de un lado para otro, lleno de ira, aunque medio derrengado. Habían transcurrido como tres cuartos de hora, cuando observamos que el enemigo paró el fuego. Wlaller correspondió á esta tácita tregua, mandando tocar alto el fuego al corneta. Volvió a reinar la obscuridad, pero no el silencio; pues bajo aquellas grandes bóvedas que hacían eco, se oían resonar tristemente los lamentos de los heridos, el agonizar de los moribundos, los gritos de las mujeres y las imprecaciones e insultos de los hombres. Tal era la obscuridad, que, por equivocación, nuestros mismos soldados mataron a dos compañeros e hirieron a otros dos de mucha gravedad.

Crítica era nuestra situación; ciegos materialmente, como estábamos en medio de aquel extenso patio, rodeado de galerías, desde las cuales, a ser otros más audaces nuestros enemigos, a pedradas habrían podido acabar con nosotros; dudábamos ya del éxito de nuestra empresa. Por fin nuestro jefe quiso salir de aquella incertidumbre: -Si ustedes no se rinden-gritó-serán pasados á cuchillo; y al efecto, empiezo por poner fuego al edificio. Á ver, soldados, buscad paja y acumuladla aquí. Acaben las llamas, en esta casa de fieras, la tarea que dejaron empezada el año pasado, y purifiquen de traidores esta comarca. Inmediatamente se empezó a reunir leña y cuantos combustibles pudimos encontrar a tientas, en tanto que otros sacaban fuego con sus yesqueros. Nuestro objeto, en realidad, era alumbramos. Entretanto nos recatamos algo en las galerías de los disparos que pudiera hacernos el enemigo. En esta ocupación estábamos, cuando al extremo del corredor vimos brillar una luz, y detrás del que la traía, un grupo de personas que se acercaban. Eran dos frailes y varias mujeres. - ¿Quién es el jefe?-preguntó un capuchino de luenga barba. -Servidor-contestó secamente Waller. -Señor: venimos a implorar humildemente perdón para toda la tropa y paisanos que aquí se encierran. -Caballero-añadió una dama llorosa, con sus cabellos sueltos en desorden, que le llegaban casi al suelo-, somos madres, somos esposas, somos hermanas de los jefes que aquí se encuentran. Venimos a pedir a usted cuartel, a pedirle la vida de nuestros padres, esposos, hijos y hermanos. -Padres y señoras-contestó Waller-, concedo la vida a todos los soldados y paisanos que se hallen en esta casa, siempre que en el acto depongan las armas; en cuanto a los jefes, profundamente lo siento, pero no puedo asegurar que los deje á vida el general en jefe, único llamado a decidir su destino, probablemente los mandará juzgar en consejo de guerra, y se hará lo que este tribunal acuerde. Lo que haré, interpretando vuestros ruegos, es recomendar a S. E. toda la lenidad posible con los vencidos. Uno de los frailes volvió la espalda para ir a anunciar a los de arriba la contestación del jefe. Al notar su movimiento, ocurrióseme seguirle para averiguar por dónde había bajado. Así lo hice sin consultar a nadie. Varios soldados me siguieron. El fraile abrió una puerta, y la luz que llevaba nos puso a la vista una estrecha escalera de caracol. Tan pronto como hubo entrado, trató el religioso de cerrar la puerta; pero yo la empujé con fuerza y emprendí la subida, seguido de media docena de soldados. -¡Desgraciado Va usted á perder la vida, y echado todo a perder- me dijo el fraile. -Siga usted a cumplir su misión y no se ocupe de lo demás -le contesté. Á todo esto ya los soldados del patio habían logrado encender una hoguera que iluminaba todo el edificio. Atravesé una galería, y al tocar el fraile a la puerta del fondo, que estaba cerrada, oímos un estruendo horrible de tiros, cuchilIadas y voces. Sin saber la causa de este nuevo conflicto y no habiéndose abierto la puerta a nuestros golpes, nos dimos a correr por aquellos extensos corredores, sin saber adónde dirigimos. Waller, que creyó que nos estaban asesinando, subió inmediatamente con el resto de la tropa, calada la bayoneta y dispuesto a hacer fuego. - ¿Qué hay? ¿Qué es esto?-exclamó el jefe al vernos ilesos y tan alarmados como él. -No lo sé- respondí. -Los demonios del infierno parece que andan sueltos en esta casa-articuló el fraile, que estaba pálido y convulso. He aquí lo que había sucedido.

Uno de los prácticos que llevaba el oficial Rodríguez, conocedor de la casa, por haber residido mucho tiempo en ella, había logrado escalar una de las ventanas que estaba en ruinas. Tan pronto como se hubo asomado a ella, los que estaban dentro le dieron un fuerte trancazo en la cabeza. El práctico cayó con el cráneo aplastado. Á la vista del cadáver de aquel infeliz, llenáronse de ira Rodríguez y sus soldados, no oyéndose entre ellos más que el grito de a vengarle, a vengarle,. Acto continuo empezaron el escalamiento, bajo el fuego del enemigo, disparando a medida que iban subiendo; los que caían eran pronto reemplazados por otro.

La lucha, aunque desigual, fue terrible. Los de adentro disparaban a quemarropa; los de afuera penetraban por las ventanas y por la azotea, matando a bayonetazos a cuantos encontraban. Tan encarnizada fue la escaramuza, que en ella sucumbieron cinco jefes insurgentes, entre ellos Maza y Miravalles. El mismo Maza, comandante principal de la partida, cayó gravemente herido. La matanza entre la tropa insurgente fue horrorosa.

Al fin cesó la resistencia y con ella el combate. Entonces abrieron la puerta, presentándose ante nosotros un cuadro sangriento y lastimoso que renuncio a describir. El oficial limeño que había dirigido la operación, se paseaba impasible con la espada desnuda, entre cadáveres y heridos. - ¡Señor Rodríguez! -llamó Waller. El oficial, reconociendo á su jefe, saludó y se cuadró respetuosamente. -Ha hecho usted una temeridad; se ha excedido usted de las órdenes que le he dado, siendo causa de todas estas innecesarias desgracias. Le di á usted la misión de cercar la casa y de impedir que se escapase el enemigo; pero no la de dar el asalto.

Mi teniente coronel-contestó-ante el cadáver de un compañero leal no se razona, se obra, y yo en aquel momento olvidé todo, menos que soy americano adicto al rey. ¿Cree usted que estos insensatos se rinden con parlamentos e intrigas, echando delante á las mujeres y a los frailes para que los protejan con su debilidad? Permítame le diga se equivoca si cree sincera su sumisión. Los que pueden aún combatimos no se han rendido, están encerrados en esas habitaciones, con la mano en los gatillos para matarnos a mansalva, si pueden. -Pues si es así-dijo Waller en alta voz-, sepan que no doy cuartel a nadie, si disparan un solo tiro más, y no se rinden a discreción. Á registrar, pues, todos los departamentos de esta casa, y herid sin compasión a todo el que resista. Tocamos á varias puertas: ninguna se abrió. -Echémoslas abajo-mandó el jefe. Así lo hicimos. Nadie opuso resistencia activa. Registradas todas las habitaciones, encontramos 65 hombres, la mayor parte armados; 49 mujeres y 19 niños de ambos sexos; en cuanto a material, hallamos varios cajones de cartuchos, porción de baúles con equipajes, sillas de montar, armas y otros efectos. Los hombres fueron encerrados en una habitación y las mujeres en otra, con centinelas de vista. Hicimos un buen rancho con las mismas provisiones del enemigo y pasamos el resto de la noche entregados al descanso. El siguiente día 9 de julio dimos sepultura a los muertos, e hicimos los preparativos de marcha.

Los bueyes eran nuestras únicas acémilas posibles, y mucho lo que teníamos que llevar. Entre los diversos baúles de equipajes, que nadie reclamaba como suyos, y artículos de guerra, encontramos dos cofres grandes muy pesados, que debía ser de dinero. Waller no consintió que se descerrajasen hasta que no lo dispusiera el general, a quien enviamos dos paisanos con el parte de lo ocurrido.

Ello, a mediodía, nos pusimos en camino para Ambalema. El convoy que llevábamos no sólo era molesto, sino que inspiraba cierto sentimiento de tristeza. Aquellos prisioneros de ambos sexos y de todas edades, marchando, como nosotros, a pie, con excepción de los heridos, que iban encima de los bueyes, formaban un cortejo que a nosotros mismos nos hacía maldecir la guerra, ese monstruo que tantas víctimas causa. Rodríguez, con la mayor parte de la tropa, era el encargado de estos prisioneros. Vázquez se había quedado con 25 hombres, poniendo fuego a la casa y a los ranchos, y preparando unas minas para volar el techo, cosa de inutilizar aquella guarida de enemigos. Aquella misma tarde oímos, ya bien distante, la explosión de las cajas de pólvora que debieron arruinar del todo aquel gran edificio que tanto dinero habría costado a sus antiguos dueños fabricar, y en cuyos vastos salones debió haber vivido una familia rica y feliz. Á la tarde siguiente nos alcanzó Vázquez. Sólo en parte había logrado su objeto. La casa era demasiado sólida; sin embargo, quedaba por entonces inhabitable. Terribles son las exigencias de la guerra. Á veces el soldado necesita tener el corazón de hierro para cumplir su deber. Como aquel terreno áspero, interceptado por barrancos y ríos y árboles y espinas, y rodeado de abismos, no daba paso á más cuadrúpedos que al paciente buey, aquellas pobres mujeres, muchas de las cuales se habían criado entre el regalo y las comodidades que ofrece una gran fortuna, marchaban con sus delicados pies ensangrentados por aquel viacrucis, en tanto que unas dejaban a su marido, hermano, hijo o padre enterrado en la hacienda, y otras llevaban a los suyos heridos sobre los bueyes. Sus lágrimas, ¿á quién no había dé traer tristemente a la memoria a su propia madre, su hermana o su esposa? Pero los deberes de la lealtad, los preceptos de la ordenanza son inexorables. Ellas no podían quedar sola en aquel desierto; dejar con ellas los prisioneros habría sido una traición.

Cuatro días tardamos en llegar a Ambalema. Los heridos se habían agravado con la marcha. Maza, el jefe superior de la partida, falleció el mismo día de nuestra llegada, a las once de la noche. No pudiendo continuar las mujeres y niños, por tener los pies lastimados, ni adaptamos nosotros a su lento paso, dispuso Waller que descansasen allí y que á pequeñas marchas los condujesen poco a poco a los paisanos del pueblo. Allí nos entregaron nuestras mulas muy bien cuidadas, pero fué necesario traerlas del diestro por no permitir otra cosa el terreno. Otros cuatro días tardamos en llegar a Mariquita, donde nos recibieron Becerra y el vecindario en triunfo el día 17. Allí dejamos toda la gente del pueblo que nos había acompañado. La rebelión en Costa-Firme no había penetrado en el corazón del pueblo; sólo aquéllos que habían estado en contacto con los jefes separatistas, se habían prestado á tomar las armas contra España. La prueba de esto es que ni un solo soldado peninsular nos había acompañado en esta expedición. Llegamos a la Honda el 18, y allí encontramos orden del general en jefe para que embarcásemos los prisioneros por el río Magdalena, con destino a Cartagena, y que únicamente los jefes y los equipajes debíamos llevar con nosotros a Santa Fe. En esta ciudad entramos el 21 en medio de una ovación. El general se deshizo en elogios de nuestro comportamiento; a la tropa manifestó su satisfacción mandando dar cuatro pesos de extraordinario a cada soldado. Los jefes prisioneros que traíamos, entre ellos un abogado, fueron encerrados en San Bartolomé. Al almacén de secuestros se condujeron los efectos. Al hacer el inventario de ellos ante escribano, se vió que uno de los cofres estaba casi lleno de plata y oro; pero el otro de los que tanto pesaban nos dió un chasco que excitó la hilaridad de toda la respetable comisión que entendía en estas operaciones. Ya pesados y valorados los metales preciosos del primero, tenía el contador los pesos preparados y los escribanos la pluma en rístre para hacer constar con la mayor solemnidad los que contenía el segundo cofre, cuando al abrirlo se encontró que estaba atestado de ollas y cacerolas de hierro estivados con mugrientos trapos de cocina. Todos se echaron a reir á carcajadas. El Gobierno devolvió los equipajes a los dueños que se encontraron; el resto quedó á favor del Estado."[2]

 

 



[1] MEMORIAS DE UN OFICIAL DEL EJÉRCITO ESPAÑOL. MEMORIAS DEL GENERAL O'LEARY. BIBLIOTECA AYACUHCO, EDITORIAL~AMÉRICA. CAPITULO VIII.Pág.105 a 118

[2] MEMORIAS DE UN OFICIAL DEL EJÉRCITO ESPAÑOL. MEMORIAS DEL GENERAL O'LEARY. BIBLIOTECA AYACUHCO, EDITORIAL~AMÉRICA. CAPITULO VIII.Pág.105 a 118

 

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