miércoles, 13 de mayo de 2020


EL NEGRO “ARRAYANALES”


Juan Fernández (Arrayanales), hombre de semblante campesino: tez morena y tersa, frente amplia, dividida por una arruga que la partía en dos, ojos negros y brillantes, boca amplia, labios gruesos y rojos, dientes blancos y parejos, como los de una mazorca, enmarcados en su sonrisa cordial.  Engalanaba su presencia, su ruana al hombro, alpargatas de cabuya, sombrero aguadeño y pañuelo raboegallo.
Una mañana, solitario rondaba por el camino de Armenia a Filandia, en el cañón de “Cruces”, paso obligado para los viajeros con dirección a Manizales.  Camino trajinado por gentes y sus cabalgaduras, sitiado de atroces despeñaderos que se extendían peligrosamente entre altos camellones, incluidos enormes y brillantes lajas negras por cuyas grietas brotaban lamas amarillentas y piedras adornadas en sus empalmes por helechos sarros que ondeaban a soplo del viento.
Camino abierto por las patas de los animales, de transito difícil, más parecía un harnero cuyos huecos en invierno estaban llenos de agua cenagosa y cuando el sol secaba los tragadales se veían los huecos de tierra pintados de color amarillo y verde. A los costados de esas trochas peligrosas, de cuando en cuando asomaba la cabeza una asustada lagartija.
Belisario Henao, un comerciante de muchos pergaminos en uno de sus viajes a Manizales, en una mañana fría, recorría el cañón de “Cruces”, siendo sorprendido por los ojos de un peregrino solitario, que, al percatarse de su presencia, procuraba esconderse detrás de unas peñas cerca de un boquerón. No obstante, salió de allí y saludó con una sonrisa cordial a don Belisario. Se trataba de Juan Fernández (a. Arrayanales), quien despertó el nerviosismo y recelo de don Belisario Henao.
Arrayanales, replico a don Belisario: “Usted me conoce muy bien señor Henao y yo también lo he visto mucho en Armenia en su almacén de la plaza de Bolívar. Usted supo que tuve que castigar a don Jesusito, el alcalde porque me la tenia “pinchada” mas de la cuenta. A esos viejitos “alborotados” hay que asustarlos de cuando en cuando “pa que jodan menos”. Prosiga tranquilo don Belisario y nada de chismecitos. Ojalá no habrá la boca en todo el camino. Ya sabe: Nunca estuve en estos pedregales. Usted es un hombre serio. Voy para la vereda Arrayanal porque mi madre está muy enferma. ¡Los malditos celadores de Salento, casi la matan dizque meterle las manos a la vieja en agua hervida…! Una palabra sorda y brutal rebotó en el ámbito de aquellas soledades”. El culpado por la justicia, siguió su camino por el cañón dejando marchar tranquilo a don Belisario.
En una hondonada, de la vega de “Arrayanales”, cerca de la trocha que llevaba a Salento, Juan Fernández, en compañía de su padre y su hermano menor, construyeron, un rancho de vara en tierra.  Casita que las tardes de verano, se iluminada con el “sol de los venados”, adornada con el humo que salía del fogón, y se colaba por entre el entejado de guaduas.  Allí vivía “arrayanal” con su madre, laborando la tierra, desde la mañana hasta la entrada de la noche. “Mejora” que había costado seiscientos jornales de trabajo, en dos años, para poder obtener el título de propiedad como colonos. Por ello estaban en Arrayanales, porque eran dueños de la hectárea de paisaje alegro y fresco.
El padre de “Arrayanales”, Manuel Fernández, lo asesinó en Barbas, un tal Ramón Guasca, quien le asestó una puñalada por la espalda.  Muy de madrugada, Arrayanales busco al asesino, lo encontró en el camino de Boquía. 
En feroz lucha machetera, dibujando filigranas con su machete, “Arrayanales” peleando de frente, dio muerte a su contrincante, abandonó el cuerpo agonizante de su enemigo, tapado con hojas de biao a la vera del camino, junto a un churimo. A partir de este suceso no se supo más de “Arrayanales”.
Tiempo después Arrayanales, llegó a Cruces muy de madrugada, con el propósito de visitar a su madre. Allí lo estaban esperando las autoridades, y sin ofrecer resistencia lo atraparon. Esa misma mañana lo encerraron en la cárcel de Circasia.
La noticia se metió por todas partes. Prontamente lo condujeron hasta Armenia, las gentes hacían fila para mirar y conocer a “Arrayanales”. El alcalde de Armenia, Don Jesús Villegas, Rafael el secretario frotándose las manos entusiasmado: “Muy bien, muy bien. Ese muchacho es peligroso, me ha tocado lidiarlo, hijuel diablo si me estaba yendo mal con él.
Sujetando sus manos por esposas de reluciente acero, a causa del sol de medio día, desfilaron con él por la calle real de Armenia, como se tratará de un príncipe. Cargaba un gallo negro de plumas azulosas, su eterna mascota, que sacaba la cabeza por debajo del sobaco del preso. Sonreía, sus ojos se avivaban. Estaba pálido, tenía más fina la nariz recta.
Lo encerraron en el calabozo que daba sobre la calle de Trompiliso, carrera 16 calle 16. Habían pasado quince días de estar preso Arrayanales. Cuando los guardias pasaron revista a la celda, Arrayanales caminaba ya muy lejos del pueblo. Huyo por el camino de Hojas Anchas. Le arrebató el caballo a Tuta Cardona y se perdió al otro lado de la quebrada. Don Griseldo Acevedo mostraba el balcón del panóptico y decía: “Es tan jodido ese Arrayanales que hizo un lazo con las sabanas y los trapos de la cama y por el amarradijo se deslizó”.
Supieron después los amigos que, de Panamá, Juan Fernández, “Arrayanales” enviaba devotamente cada mes, a su madre unos dólares con una carta filial.

Álvaro Hernando Camargo Bonilla.
 “Crónicas de don Dionisio”. Editorial Quingráficas. Armenia Q. 1.981

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