viernes, 10 de marzo de 2023

 

ANTIGUO MODO DE VIAJAR POR LA MONTAÑA DEL QUINDÍO.

La litografía de los señores Martínez Hermanos acaba de producir un paisaje, dibujado en la piedra por el señor Ramón Torres Méndez, que representa el modo de viajar por algunas. de nuestras montañas; paisaje que debe llamar la atención de los curiosos, tanto de los • que han atravesado las cordilleras como de los que solamente han dado la vuelta alrededor de su cuarto, como Mr. de Maistre. Este último modo de viajar no es raro entre las señoritas, de las cuales algunas lo más que han extendido el radio de sus excursiones es hasta Chapinero, el Salto o Serrezuela. Es el caso que compré en días pasados uno de esos paisajes que dije, y, como quien no quiere la cosa, fui a ponerlo a (os pies de la señorita de Tres Estrellas. La señorita lo merece, dígase lo que se quiera: la justicia por delante. He aquí un fragmento del diálogo a que dio margen mi obsequiosa galantería: -¿Usted ha pasado el Quindío?- me preguntó. -Lo mismo que si lo hubiera pasado, le contesté, porque me sé al dedillo el modo de viajar por algunas de nuestras grandes cordilleras: el Guanacas, Sansón, Herveo, Barragán y.... qué se yol -¿Es decir que usted es todo un doctor en esto de malos pasos? -Si, señora, respondí sonriéndome, y también en esto de pasar malos ratos. - En cambio de algunas horas deliciosas, ¿no es verdad? -Sí, verdad es. - y cuando llueve, ¿Qué se hace por allá? -Dejar caer el agua. ' - ¿Pero no hay casas en esa montaña? - En 1842 no había más que una casucha a la entrada y otra a la salida. Ahora dicen que hay casas y tambos en La Palmilla, Las Tapias, El Moral, Buenavista, Toche, La Colorada, las Cañas y Piedra de Moler; y dos poblaciones nacientes, una en Boquía y otra en La Balsa, poblaciones que apenas merecen el nombre de tales. -Bien: ¿y qué representa esta lámina? -El modo de viajar por la cordillera. Ese que ve usted casi desnudo, es un formidable ibaguereño que lleva sobre las espaldas a un individuo, sentado sobre una silleta hecha de guaduas muy livianas, pero de mucha consistencia. El viajero lleva encogidas las piernas y apoyados los pies en una tablilla. El carguero se apoya en el bordón que maneja con la derecha, siendo de admitir que si es antioqueño no lo usa. La selva primitiva, como usted puede ver, está dibujada con bastante naturalidad y desembarazo. Esos grandes árboles, esos troncos, esas enredaderas que cuelgan formando risueños pabellones de verdura, en fin... -Ya me hago cargo por lo que conozco. Muchas leguas de montaña, y subidas, bajadas, dos y torrentes, precipicios y despeñaderos, de todo eso habrá por allí. .. -Sí, señora, con sobrada abundancia -y ¿Quién será ese de la manita pintada? -A lo que comprendí, el artista quiso pintar a uno de los senadores de la república, que viene al congreso, hombre enjuto de carnes, macilento de rostro, pensativo y distraído, que habla consigo mismo algunas veces y manotea¡ como si estuviera perorando en el congreso, en cuyas sesiones no se atreve a chistar palabra. Aquella que ve usted sobre otro carguero es la esposa del senador, muchachota alegrona, de veinte y seis años, que pesa nueve arrobas quince libras, y cuya rolliza humanidad hace pujar, sudar, estremecerse y aun maldecir a veces al miserable carguero. Y ese otro que se divisa, trepando por allá arriba en el último término del cuadro, lleva a un muchacho, hijo del cejijunto senador, que viene a estudiar en un colegio de Bogotá, para salir tan doctor y tan hábil como su señor padre, ni más ni menos. - ¿Y cómo sabe usted todo eso? -No es que lo sé, sino que me lo figuro. - ¡Qué paisaje tan bonito, señor ¡Qué bonito! ¿Y qué dirán en Europa de nuestro modo de viajar, a mediados de este siglo tan vaporoso, tan civilizado? -Dirán lo que se les antoje. Cada uno viaja como puede; y en la Cordillera de los Andes, mientras se establecen los ferrocarriles, lo cual no tardará muchos siglos, debemos dar gracias a Dios si conseguimos un carguero robusto, de anchas espaldas y fornidas piernas para que nos conduzca; gracias debemos darle también si hallamos un árbol caldo que haga las veces de puente sobre un rio invadeable; gracias si encontramos un tambo donde pasar la noche; gracias si no nos muerde una culebra o no nos devora un tigre; gracias si no nos hace tuertos una rama atravesada, y si el carguero sale de paso, en vez de salir de trote; y gracias últimamente, si no nos riega por el suelo, como le sucedió al Libertador Simón Bolívar en cierta ocasión. - ¿Y quién habrá dibujado ese paisaje? -me preguntó mi amiga. - ¿Pues quién, sino nuestro célebre artista y compatriota Ramón Torres? -Ahí ya se me había puesto que él habla de ser! Si usted me guardara el secreto, añadió con tono misterioso, le recitarla un soneto compuesto en elogio de dicho Torres -tal vez con motivo de ese u otro paisaje- y se me ha quedado en la memoria. -Bien Prometido y ofrecido: sírvase usted recitármelo, que, pronunciados por esa linda boca, deben sonar muy bien aún los peores versos; y si son de usted, deben sonar mejor. -Yo no sé cómo sonarán. El soneto dice así: El azul de los cielos, el celaje, Las caprichosas nubes, el torrente y las palmas que ciñen la ancha frente De la cascada en medio del paisaje, Imita tu pincel; y hasta el ropaje De púrpura y de rosa transparente Con que se adorna el sol en Occidente …. Mas no iba hablarte de eso: me distraje. Al niño, al hombre, a la mujer hermosa. Copia tu mano con destreza suma, Los ojos engañando artificiosa; y por eso es en balde que presuma Disputarle la palma victoriosa A tu pincel la más gallarda pluma. -¿Se acabó el soneto? -Sí, señor, creo que está cabal, si no me he comido algún verso. -Me figuré que tendrá estrambote. -Si usted lo halla estrambótico, la culpa es del que lo hizo, y a lo menos, en gracia del asunto, merece alguna indulgencia. -No sólo una merece, sino muchas, y aun plenarias. Creí que usted conocía lo que llaman los poetas estrambote, y que yo llamaría pegote: añadidura que los antiguos hacían después de los catorce versos de ordenanza. Y esto le probará a usted que estaba encantado oyéndola recitar el soneto, puesto que aguardaba y deseaba que se alargase. -Verdaderamente, algunos poetas estiran y alargan sus pensamientos, como si fueran de caucho, para no tomarse el trabajo de buscar otros nuevos. -Lo que llamaba lana con mucha propiedad de desleír pensamiento. -Pues! para sacar la sexta dilución …. -Pero, en fin, señorita, mii gracias por su fineza. ¿Sabe usted Quién compuso ese soneto, si es que no lo hizo usted? - SI, señor, lo sé; pero no se lo puedo decir. -Bien! Será porque va no pude decir a usted los nombres del senador y de la senadora que tiene usted delante de los ojos. ¡Justa represalia! - Si usted quisiera darme algunos informes más sobre ese peregrino modo de viajar en cabalgadura humana …. porque, en fin, puede ofrecérseme algún día, y nunca está por demás …. -sr, señorita, con mucho gusto continuaré mi descripción, que no será tan buena que merezca un soneto, pero si verdadera. Figúrese usted que sale uno de la hermosa población de Ibagué, que, aunque pajiza en su mayor parte, tiene un aspecto risueño y agradable. Esta población, hoy capital de provincia, demora, como usted lo sabrá, al pie de la gran Cordillera Central de los Andes, que es esa que vemos desde Bogotá cerrando nuestro horizonte por el Occidente, en último término, y que eleva sus crestas de plata, entre las cuales domina el pico del Tolima, que en las mañanas y tardes desplazadas se divisa claramente. Sale, pues, el viajero de esa ciudad, que la tradición ha hecho célebre por las antiguas invasiones de los belicosos indios pijaos y por la famosa lanza de don Baltasar, en que dicen que los ensartaba, corno escorzonera, hasta de a ciento cincuenta. -Sí, ya recuerdo los versos de la novena de la Lanza, que se adoraba en Ibagué: y era tanta la pujanza Del señor don Baltasar, Que dicen llegó a ensartar Ciento cincuenta en la lanza. y el pueblo respondía en coro el estribillo: Lanza, no caigas al suelo, Porque vienen los pijaos. - ¿y quién sería ese don Baltasar? -Parece que era un indio principal, bautizado y convertido al cristianismo, el cual ayudó a los españoles en la guerra de sometimiento de esa tribu. -Bien dicen que no hay peor cuña que la del mismo palo . -y una cuña como esa lanza sería doblemente dolorosa. -Las tradiciones del vulgo son de una extravagancia verdaderamente.... romántica, por no decir ridícula. Pero nos desviamos del asunto. A poco andar se toma el suave repecho, después de pasar el pequeño río llamado Combeima, y entonces, dejando las caballerías cuadrúpedas, se instala uno sobre los lomos de las bípedas, en las toscas aunque seguras monturas que ellos mismos fabrican, quedando en esa posición supina, que podría traducirse por el emblema de un matrimonio desavenido, o de los partidos políticos, espalda con espalda, pero siempre el uno dominando al otro. -Me gustan las moralejas de usted - Por fortuna son moralejas, en diminutivo. La primera jornada es hasta el sitio que llaman La Palmilla: esto es de cajón, y de allí no pasan los cargueros ni hechos pedazos. -y ese capricho, ¿por qué? -Porque estando muy cerca de Ibagué tienen tiempo de volver a la población, de donde parece que se separan con pesar, y pasan en ella la noche para despedirse con alguna diversión y madrugar a tomar sus respectivas cargas. -Según veo, esta especie de bogas terrestres son también originales y tienen sus puntos de contacto con los acuáticos o fluviales. - Tiene usted razón: se parecen mucho los unos a los otros, ya en lo semidesnudos, ya en sus cuentos y chistes, ya en lo voluntariosos, y ya finalmente en lo mucho que comen, pues es preciso saber que todo el avió que se saca de Ibagué o Cartago, que por lo regular es abundantísimo, lo devoran en pocos días; la cantidad de carne y panela que consumen es enorme, y frecuentemente el viajero que quiere tener los gratos compra en el camino uno o más cerdos para obsequiarlos. La Palmilla, donde termina la primera jornada, es un sitio pintoresco por su situación: el paisaje que allí se presenta a la vista es verdaderamente encantador, pues desde aquella eminencia se desarrolla a los pies del viajero el más hermoso y risueño panorama que pueda imaginarse, como que abraza todas las faldas y vertientes de la gran cordillera, el plano donde está asentada la ciudad de llagué, con todas sus haciendas y labranzas, sus riachuelos y montecillos y la ciudad misma. - y no habiendo caseríos en el tránsito, ¿Dónde se pernocta? - Al aire libre, ni más ni menos como lo hacían los patriarcas en aquellos tiempos felices que nos refiere la Escritura. Llega la noche, se suspende la penosa marcha, echan pie a tierra los desorientados viajeros no sin cierta especie de desvanecimiento o mareo producido por el movimiento desigual y de trepidación del carguero; -ni más ni menos como les sucede a los antiguos bogas y champanes del Magdalena son especies ya casi extinguidas. qué viajan por los desiertos de África y Asia, montados sobre camellos, animales que, según dicen, tienen un movimiento de balanceo semejante al de un buque en alta mar- y últimamente con una que otra contusión y rasguño, señales visibles de la exuberante vegetación de la montaña. Una vez en tierra, los cargueros se dan prisa a cortar ramas de árboles para hacer largas estacas que, clavadas en el suelo, se cubren después ron hojas y ramazón, lo que viene a formar un rancho o tambo, donde se pasa la noche. Estas casas improvisadas y de una arquitectura tan sencilla y ligera como la del Palacio de Cristal, no sirven más que una noche, y al día siguiente quedan abandonadas. Por lo regular la ranchería se hace en algún pequeño llano limpio y repuesto, que no faltan en todo el trayecto de la montaña y por donde ordinariamente corre algún arroyo de aguas cristalinas y puras. -Los fríos y calenturas ¿no son también en esta montaña el resultado de algunos días~ de marcha, como en Carare? -Al contrario, el clima de la montaña es el más sano que pueda darse; y es fama que no sólo no altera la salud sino que la procura a muchas personas enfermas, no siendo raro entrar a la montaña con algún achaque y salir de ella bueno y sano, con excelente apetito y buena disposición para todo. -Había oído decir que se estaba abriendo un camino por don le podía transitarse ya en bestias. -En efecto, hace como diez años se comenzó a abrir el camino y se logró descuajar y banquear una gran parte de la montaña, pero la naturaleza no permite allí mantener abierto por mucho tiempo un camino, pues la vigorosa vegetación se reproduce admirablemente. Sin embargo no deja de trabajarse constantemente, y el presidio del tercer distrito se halla empleado en dichos trabajos. de manera que, según tengo entendido, un gran trecho puede andarse ya a caballo. -Sería muy importante un camino entre esas dos regiones, cuyo comercio está llamado a ser muy activo. -En el siglo pasado el Gobierno español abrió uno de herradura que atravesaba la gran cordillera en toda su anchura -parece que por la parte de Herveo- y era bastante traficado, con no poco provecho del comercio y de los viajeros; pero, la Patria lo dejó cerrar. o bien por ser cosa del Gobierno opresor, o bien por abandono y descuido. Al otro lado de la montaña se halla Cartago, primera población considerable de la provincia del Cauca, y poco más o menos en una posición topográfica semejante a la de Ibagué, aunque con muy distinto clima, de manera que estas dos ciudades pueden considerarse como las columnas de Hércules de la cordillera, o como dos centinelas que la guardan de uno y otro lado. -y diga usted.... Aquí llegábamos de nuestro diálogo, cuando tres golpecito s dados en la puerta del cuarto por cierta visita no muy oportuna vinieron a interrumpirlo, por lo cual torné mi sombrero y me despedí, hasta otro día en que vendrá otra lámina, y con ella quizá otro diálogo.

Fuente: Antigua modo de viajar por la montaña del Quindío. Tomo II. 1886. Biblioteca virtual Luis Àngel Arango del Banco de la República, Colombia 136 JOSE CAICEDO ROJAS.


CÓMO SE VIAJABA HACIA 1840.

En 1842 no había más que una casucha a la entrada y otra a la salida. Ahora dicen que hay casas y tambos en La Palmilla, Las Tapias, El Moral, Buenavista, Toche, La Colorada, las Cañas y Piedra de Moler; y dos poblaciones nacientes, una en Boquía y otra en La Balsa, poblaciones que apenas merecen el nombre de tales.

El carguero robusto, de anchas espaldas y fornidas piernas se apoya en el bordón que maneja con la derecha, siendo de advertir que si es antioqueño no lo usa. 

Semidesnudos, ya en sus cuentos y chistes, ya en lo voluntariosos, y ya finalmente en lo mucho que comen, pues es preciso saber que todo el avío que se saca de Ibagué o Cartago, que por lo regular es abundantísimo, lo devoran en pocos días; la cantidad de carne y panela que consumen es enorme, y frecuentemente el viajero que quiere tenerlos gratos compra en el camino uno o más cerdos para obsequiarlos.

Un árbol caído que haga las veces de puente sobre un río invadeable; un tambo donde pasar la noche: gracias si no nos muerde una culebra o no nos devora un tigre; gracias si no nos hace tuertos una rama atravesada, y si el carguero sale de paso, en vez de salir de trote; y gracias últimamente, si no nos riega por el suelo, como le sucedió al Libertador Simón Bolívar en cierta ocasión.

A poco andar se toma el suave repecho, después de pasar el pequeño rio llamado Combeima, y entonces, dejando las caballerías cuadrúpedas, se instala uno sobre los lomos de las bípedas en las toscas, aunque seguras monturas que ellas mismos fabrican, quedando en esa posición supina, que podría traducirse por el emblema de un matrimonio desavenido, o de los partidos políticos, espalda con espalda, pero siempre el uno dominando al otro.

La primera jornada es hasta el sitio que llaman La Palmilla: La Palmilla, donde termina la primera jornada, es un sitio pintoresco por su situación: el paisaje que allí se presenta a la vista es verdaderamente encantador, pues desde aquella eminencia se desarrolla a los pies del viajero el más hermoso y risueño panorama que pueda imaginarse, como que abraza todas las faldas y vertientes de la gran cordillera, el plano donde está asentada la ciudad de Ibagué, con todas sus haciendas y labranzas, sus riachuelos y montecillos y la ciudad misma.

Cuando se pernocta, los cargueros se dan prisa a cortar ramas de árboles para hacer largas estacas que, clavadas en el suelo, se cubren después con hojas y ramazón, lo que viene a formar un rancho o tambo (arquitectura tan sencilla y ligera se hace en algún pequeño llano limpio por donde ordinariamente corre algún arroyo de aguas cristalinas y puras), donde se pasa la noche.

Ibagué y Cartago, pueden considerarse como las columnas de Hércules de la cordillera, o como dos centinelas que la guardan de uno y otro lado.

A lomo de indio 

Tomado de la revista AÑOS HA. 

A las cinco de la tarde encontramos veinte cargueros que nos esperaban. Uno de ellos se llamaba Domingo Ortiz, blanco y bien configurado; nos dijo que eran los peones buscados para nosotros y que él sería uno de los silleteros: aceptada la proposición y buscado el otro se presentó el lichiguero, luego los bauleros, los petaqueros, etc. El lichiguero es el que lleva la comida de los patrones y de los silleros y camareros, que son mantenidos por el patrón. Convinimos en el precio (catorce reales por arroba; a veces sube a diez y seis y aun a veinte) pesamos los baúles, las petacas, el líchigo (bastimento), y finalmente cuanto debía llevarse; y nos disponíamos a salir cuando se nos dijo que faltaba comprar la hoja para el rancho y contratar el peón que debía llevarla. Asómbranos esta circunstancia, pues no creíamos que en el centro de la república fuese preciso llevar consigo la cubierta de la posada. Nada era, sin embargo, más cierto. Compramos, por tanto, la hoja, y el peón que se comprometió a llevarla se encargó de prepararla debidamente. Consiste la preparación en sacarle un corte transversal en el tallo para asegurarla en el bejuco.

Pronto ya todo, salieron los peones que se mantienen por sí, a saber, los bauleros y los petaqueros: al siguiente día muy temprano dijimos adiós a nuestro bondadoso amigo el señor Esponda y salimos a pie hasta donde se termina el plan de la ciudad: allí nos esperaban nuestros silleros con la silla pronta. Está hecha de guadua en figura de ángulo agudo; se sujeta al pecho por dos fajas de la corteza de un árbol llamado cargadera, y por otra en la cabeza. Sentémonos y marchamos por la primera vez cargados por hombres.

Inmediatamente pasábamos el Combeima y empezamos a subir una cuesta larga y pendiente. Al principio nos causó molestia el andar con la espalda al camino; poco a poco fuimos acostumbrándonos y al fin encontramos agradable nuestra manera de viajar...

El Sentadero de Toche, lugar de nuestra parada, es bellísimo. A la izquierda corre el Tochecito por entre un bosque de arrayanes y de mayos que estaban cubiertos de flores; a la derecha, el caudaloso San Juan, cuyas aguas tienen la transparencia del cristal; al frente se levanta, hasta perderse en las nubes, la rama central de la cordillera; en las faldas se mecen majestuosamente las encumbradas palmas de cera, cargadas sus copas con una infinita variedad de papagayos.

Recostámonos a la orilla del Tochecito, esperando que los cargueros empezasen a hacer el rancho, operación que deseábamos ver. Llegando al poco rato trayendo varas y bejucos, escogieron el terreno, y con la mayor presteza formaron un enrejado con los mimbres, en los cuales aseguraron las hojas; pusieron luego ramas por ambos lados para evitar que el viento nos dejase al descubierto; cavaron una acequia en derredor, y quedó concluida la obra. A las seis de la tarde el sereno era tan fuerte que nos obligó a instalarnos en nuestro hotel; la noche se acercaba amenazante y lóbrega; oíase a lo lejos el rugido de la tempestad... De repente se rompe la nube que teníamos más cercana... El agua caía a borbotones, el rayo a golpes redoblados, hería las orgullosas palmeras y los humildes arrayanes; el estampido del trueno, repetido por mil ecos, parecía anunciar el desmoronamiento de las inmensas moles a cuyo pie nos hallábamos... Súbito, aparece el huracán: los altos robles perdonados por el rayo, sacudidos fuertemente, se doblan, ceden, vuelven a erguir su cabeza secular; pero nuestro débil rancho, incapaz de resistir el tremendo empuje, voló entero, dejándonos al descubierto sin más amparo que nuestros encauchados ni otro descanso que una gran piedra en que nos sentamos a presenciar aquella terrible lucha. El furioso viento, entre tanto, redobla sus esfuerzos, gira silbando en derredor del macizo tronco de una encina cercana; el árbol se mueve, cruje... cede al fin, y rueda en mil pedazos su hermosa copa por el declive del monte...

Acercábase ya la aurora y empezaba a calmar el furor de los elementos; nuestros cargueros, empapados y todavía aterrados, nos instaron para que marchásemos en busca de un lugar más seco para almorzar. A las cinco salimos y comenzamos a trepar una cuesta casi vertical   sumamente resbaladiza, por una senda estrecha y en partes derrumbada. Temíamos nosotros que nuestros conductores diesen un mal paso y rodásemos juntos a inconmensurables profundidades; pero los pies de los cargueros parecían armados con punta de acero; la más débil raíz les bastaba para apoyarse. Seguros se sí mismo, confiando en si inimitable destreza, salvan sin temor los más horrorosos precipicios; pasan por un borde angosto y deleznable; trepan sobre esos troncos, asidos de un bejuco; se bambolean; toman fuerzas; saltan y quedan en pie. Entre tanto el patrón, que como nosotros pasa por primera vez, apenas respira, cree a cada instante perecer y guarda quietud por temor, más bien que por reflexión ni porque el carguero se la recomiende como único medio de salud; bastaría un momento fuerte para que perdieran el equilibrio y cayeran mucha vez para no levantarse jamás. Domingo Ortiz, mi carguero, inteligente y amigo de hablar, me refirió infinitas desgracias sucedidas a los que no sabían sentarse bien en la silla, y otras mil aventuras que oía yo con sumo gusto para divertir la monotonía de un camino sin variedad...

Detuvímonos para almorzar y para secar nuestra ropa, convidándonos el sol que, radiante y despejado, empezaba su carrera. Es necesario pasar una noche tempestuosa sin abrigo, para conocer el precio de un calor vivificante al siguiente día...

A las once continuamos nuestra marcha por entre un océano de fango. Los cargueros iban hundidos hasta la cintura, sin encontrar ni una pulgada de terreno seco para pisar con seguridad. Al llegar al Yerbabuenal encontramos un enorme árbol caído sobre el camino; no llevábamos hachas ni, de llevarlas, es costumbre de los cargueros cortar los troncos que los embarazan; el que primero lo encuentra le salva como puede, y lo mismo hacen los otros, esperando que los peones que conducen bueyes y mulas lo destrocen. Mi carguero fue el primero que llegó. Examinó el tronco, midió su altura, reflexionó un momento, afirmó su bordón, y con admirable tino subió y bajó, a pesar de que el tronco estaba resbaladizo y que el fango era profundo de uno y otro lado...

Treinta bueyes cargados bajaban por el mismo cajón que nos servía de camino: cuando oímos los gritos de los arrieros, estábamos muy inmediatos y no había tiempo ni posibilidad de regresar. Imposible era que los bueyes contramarchasen, no habiendo espacio bastante para dar la vuelta; aun habiéndolo, sería imposible. Estábamos a oscuras, nuestros cargueros con el barro hasta la cintura; verticales y húmedas las paredes del cajón, y los bueyes, avanzando siempre, sin detenerse por los gritos de nuestros peones, que se perdían en el ruido causado por las pisadas de hombres y animales. Difícil era nuestra situación; en cuanto a mí, no le encontraba éxito alguno favorable. Felizmente, ni carguero no perdió su presencia de espíritu, cavó con el bordón un agujero en la barranca, puso en dedo del pie en él y logró alcanzar una rama que caía: me encargó la mayor quietud y quedó casi pegado a la pared del cajón. Yo entre tanto, con las rodillas más altas que la cabeza, sin ver objeto alguno y oyendo las pisadas de los bueyes que se acercaban, apenas respiraba, temiendo que el más pequeño movimiento hiciese resbalar el pie de li carguero y cayésemos entre el fango a ser pisados por los animales que venían: la muerte era segura. Mi carguero, tan sereno y valiente como era, estaba aterrado también y guardaba profundo silencio: yo sentía en mi cuerpo los violentos latidos de su corazón.

Llegaron al fin los bueyes y pasaron sin ofendernos: llevaban cargas de poco volumen; el último cargaba un par de petacas grandes; tropezó la una con la pierna de Ortiz y safó el pie del hueco salvador...

La rama de que estaba asido resistió por fortuna un instante, el necesario para que el buey pasase; pero se rompió luego y mi carguero cayó sobre mí; me sumergí en el fango sin poder hacer movimiento alguno; tampoco podía hacerlo mi conductor, y mucho menos desembarazarse de las cargaderas. Un momento más de demora en el barro, y era inevitable mi muerte, comparada con los más desesperantes sufrimientos: ese momento no fue el de mi destino: un carguero llegó y ayudó a Ortiz a levantarse; entre los dos me despegaron y limpiaron el fango de mi cara para que pudiese respirar. Dos horas empleamos en aquella angostura, las dos horas más terribles de mi vida, sin duda alguna...

A las ocho de la mañana salimos de Laguneta... La trocha por dónde íbamos es sin disputa la peor parte del Quindío y la más lluviosa, en término que es sumamente raro pasarla con buen tiempo. Al llegar al Roble, el cielo se había oscurecido y el temblor de las hojas presagiaba una tormenta; continuamos, sin embargo, nuestro camino era literalmente por medio de un bosque que con dificultad daba paso a la luz, anegado de fango profundo.

A los doce o quince minutos de marcha, el aguacero que nos amenazaba empezó a caer con una violencia desconocida por los que no hayan pasado por la Trocha. Son aguaceros modernos.

Paróse mi carguero, porque era imposible caminar, y resolvió esperar a sus compañeros. Entre tanto comenzaron a agitarse las copas de los árboles; a poco rato oímos un zumbido prolongado. La tempestad de Toche, dije a Ortiz. Mucho peor, patrón, me contestó: es un huracán. Así era en verdad. El terrible fenómeno, paseándose sobre un océano de árboles, bramaba con furia; doblaba las altivas copas, que se bamboleaban, crujían y caían haciendo templar el suelo. Sobresaltando mi carguero quiso continuar en busca de un sentadero en donde viésemos al menos por qué lado venía el peligro. ¡Inútil afanar! El camino estaba totalmente obstruido, toda retiraba era imposible. Ni se aplacaba en tanto la furia del vendaval, ni se disminuía el torrente de agua que nos inundaba; deslumbrándonos el vivo fulgor de un relámpago, serpenteando a nuestros ojos el rayo, al tiempo mismo que el estampido del trueno nos llenó de terror. La elevadísima copa de un árbol de otoba cayó aplastando los matorrales que crecían a su sombra. El furor del huracán estaba en su colmo. Yo, apoyado en un árbol, contemplaba con profundo recogimiento aquel sublime espectáculo y me disponía a presentarme ante el Supremo Juez, tal era el peligro... Ortiz, sentado sobre un tronco, observaba atentamente los árboles que nos rodeaban... De pronto se levanta, y "¡corra patrón!", me dijo: era el momento. Dos ráfagas de viento de viento encontradas diametralmente sobre nuestras cabezas, chocaron con espantosa furia, torciendo los árboles que nos cubrían, los arrancaron, los hicieron girar en la violenta vorágine y los arrojaron a tierra... Sin recurso en lo humano, volví los ojos al cielo: pensé en mis deudos y amigos y me resigné... Cesó por fin la lluvia, el huracán se oía a lo lejos... Ortiz me hizo montar, y venciendo mil dificultades, llegó conmigo al Portachuelo. 

Manuel María Mallarino.

Fuente: ANTOLOGÍA DEL ESCRITOR LUIS EDUARDO NIETO CABALLERO, DE 1937. 

A lomo de indio .Tomado de la revista  AÑOS HA. 




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