sábado, 29 de enero de 2022

MEMORIAS DE JEAN BAPTISTE BOUSINGAULT, 1824. Paso de la Cordillera Central por el Quindío.

 




MEMORIAS DE JEAN BAPTISTE BOUSINGAULT, 1824.

Paso de la Cordillera Central por el Quindío.


Notable viajero y navegante francés,que pasó el Camino del Quindio consigna las impresiones de su viaje por el Quindío, para llegar al valle del Cauca.

Había cruzado la cordillera por el Nare y Marinilla, a 6° de latitud norte; luego un grado más al sur, por Herveo, yendo de Mariquita a Supía. En 1827 tuve la ocasión de pasar el Quindío rumbo a Cartago y de esta ciudad a la Vega de Supía, donde acababa de ser nombrado superintendente con la misión de organizar y de ampliar la explotación de minas de oro. Se utilizarían materiales y personal traídos de Inglaterra para trabajar en un sitio en donde no existía ningún recurso. Al penetrar al Cauca por el Quindío podía llevar a cabo reconocimientos en Cartago y Río Sucio, caminando por la Cordillera Central en forma paralela al río. El paso del Quindío es la vía preferida para el transporte de las telas bastas fabricadas en el Socorro, que tienen gran consumo en las provincias del sur.

Me instalé en Ibagué con el fin de preparar mi expedición, lugar donde se consiguen los cargueros y allí reposé algunos días de las fatigas que había sufrido en mis repetidos viajes por la meseta de Cundinamarca. Ibagué goza de un clima delicioso y no sin tristeza deja uno ese gran pueblo. Es un oasis de agradable temperatura en el centro de las regiones ardientes del valle del Magdalena y de los lugares fríos de las montañas que alcanzan la altura de nieves perpetuas, sobre los nevados de Tolima, Santa Isabel y Ruiz. En Ibagué se dispone de víveres en abundancia y cantidades considerables de agua limpia. En el momento cuando iba a internarme en el Quindío, recibí la orden de vender un aprovisionamiento de alimentos en conserva, destinados a una expedición que debía haber llevado a Santiago de Veragua, al oeste de Panamá, pero que fue suspendida. En consecuencia, abrí un almacén, después de haber hecho anunciar por medio de tambor que se procedería a la venta de conservas, de jamones y de lenguas ahumadas, a precio fijo. El botánico señor Goudot se ocupó del mostrador y yo me mantuve detrás de la puerta, con una gran caña de azúcar a la que había retirado sus hojas. A la hora señalada los compradores se presentaron: eran indios, mestizos y todos rechazaban con desdén las conservas en sus cajas de metal, pero sí apetecían los jamones; desgraciadamente comenzaron a regatear. Fue entonces cuando salí de mi escondite y apliqué a esos compradores un buen golpe de mi caña, diciéndoles: “¿Ah, conque regateando, no?” Al día siguiente ya no había clientes; parte de los víveres los llevamos a la selva y el resto fue enviado a los oficiales de las minas de Santa Ana.

Tan pronto supieron que yo iba a entrar en la montaña, los cargueros me ofrecieron sus servicios; por casualidad tengo a mano una lista del personal que enganché y que reproduzco como documento interesante, porque allí se encuentran los precios que se pagaban a los que transportaron nuestros equipajes […] Para el transporte de una persona, un carguero exige 16 piastras y la comida; “el sillero” debe tener un paso suave, pues su carga viva está sentada sobre una silla de caña, suspendida por una banda que lleva sobre la frente el portador. El transportado debe permanecer inmóvil, mirando hacia atrás y con los pies reposando en un travesaño; en los sitios escabrosos como al atravesar un torrente sobre un tronco a manera de puente, el sillero recomienda al patrón que tiene sobre la espalda, cerrar los ojos. Es cierto que nunca sucede un accidente, pero da lástima ver al carguero sudando gruesas gotas a la subida y oírlo respirar, emitiendo un silbido tremendo; a pesar de las ofertas que me hizo un sillero de los más reputados preferí pasar la cordillera a pie. El bastimento que debíamos llevar consistía en tiras de carne seca de res, bizcochos de maíz, huevos duros, azúcar en bruto (panela), chocolate, ron, pedazos de sal que se conocen con el nombre de “piedras” y resisten a la humedad, y cigarros. Yo debía alimentar solamente a los cargueros que llevaban los víveres, la cama y las hojas de bijao; los otros llevaban su propia alimentación o sea “tasajo”, panela, chocolate, arepas y sobre todo “fifí”, bananos verdes secados al horno, cortados en tajadas longitudinales, todavía harinosos al punto que adquieren la dureza y la consistencia del cuerno; para comer “fifí” en vez de pan, se le rompe con una piedra y se remoja en agua esta curiosa preparación, que no he visto hacer sino por los cargueros de Ibagué, es absolutamente resistente al ataque de los insectos y una ración pesa la cuarta parte de lo que habría pesado fresca.

En mi equipaje llevaba la suma de 45.000 francos en onzas de oro e indico esta circunstancia porque, lejos de disimularla, recomendé el precioso metal a la atención de los cargueros que iban a llevarla; yo no tenía ni la menor sombra de duda sobre la probidad de estos hombres y sin embargo íbamos a pasar días y noches en la selva, lejos de toda habitación y de cualquier socorro. He tenido la ocasión de cruzar tres veces el paso del Quindío, y daré detalles del diario de esta primera experiencia, reservándome el hacer conocer, como complemento, los incidentes sobrevenidos en el curso de los otros dos viajes.

El 29 de mayo encontramos que el terreno para llegar de Cruzgorda al río Quindío era un pantano; en 3 horas de marcha llegamos a la orilla (altitud 1.816 metros, temperatura 16°) y pasamos el río sin accidente. En seguida subimos hasta el alto de Lara Ganao (altitud 2.067 metros), luego seguimos hasta El Roble (altitud 2.114 metros, temperatura 16°). Al salir de allí me picó cruelmente en el pie una avispa brava; un carguero me trató por medio de la aplicación de tabaco mascado sobre la picadura y el alivio fue inmediato; pude continuar la marcha. Acampamos en el Socorro (altitud 1.880 metros, temperatura 17°). El 30 de mayo fui a desayunar a Buenavista (altitud 1.837 metros, temperatura 17°). Allí comienza la peor parte del camino; uno camina en los guaduales expuesto a las espinas de esas gigantescas gramíneas y en un barro que llega a las rodillas; en camino me refrescaba con el agua que se obtiene de las guaduas, practicando una abertura por encima de uno de los nudos de la vara; con una sola punción obtuve 1/4 de litro de líquido; agua clara, fresca y como lo demostró después el análisis, casi pura. Este es un gran recurso para los que atraviesan los largos guaduales y calman su sed con agua límpida; allí donde no hay en el suelo sino agua barrosa que es necesario esperar que decante.

Por la tarde llegué cansado, mojado y cubierto de barro al sitio de La Balsa (altitud 1.279 metros, temperatura 22°). Me alojé en una cabaña en donde esperé la llegada de mis cargueros; la mayor parte de ellos estaban retrasados y es fácil imaginar que con sus cargas, en una estación de lluvias, no me podían seguir por lenta que fuera mi marcha. Llegaron el 1o. de junio, pero faltaba el que traía los 45.000 francos en oro. Envié a dos de mis hombres a buscarlo y regresaron pronto con el tesoro; el pobre diablo a quien se lo había confiado tuvo que regresar a Ibagué porque lo habían atacado las fiebres. El 2 de junio, muy temprano me puse en camino hacia Cartago, al oeste, suroeste de La Balsa. El camino fue pésimo hasta el río de La Vieja o del Quindío, en donde me detuve a mediodía, (altitud 972 metros, temperatura 26°). Este río recibe la quebrada de Piedramoler y es cerca de su unión donde se le atraviesa: existe confusión de nombres, ya que cada uno le da el suyo, pero en definitiva es la unión de las aguas que bajan de la vertiente Oeste del Quindío. Para llegar del Magdalena al Cauca, remontamos el lecho del río San Juan y llegados al punto culminante del camino, al páramo, bajamos por el lecho del río del Quindío. Ya lo he dicho: las rutas naturales para atravesar una cadena de montañas son los torrentes que bajan de sus picos.

Llegué a Cartago por la tarde con la más extraña vestimenta que había ideado para evitar la lluvia: parecía un individuo que saliera de un baño de barro; mi ayudante, a quien había enviado adelante, había tomado en alquiler una casa espaciosa de estilo morisco, con galerías interiores que daban sobre el patio; las habitaciones que daban a la calle estaban ocupadas por personas encantadoras entre ellas una sirena de ojos azules.

Del páramo a Cartago, midiendo con cadeneros la distancia, se encontró que hay 12 leguas de 6.660 varas y yo había necesitado 9 días para recorrer esta distancia. Me limitaré a contar algunos incidentes: En enero de 1830 pasé el Quindío montado sobre una mula con tiempo muy favorable. En esta época, una división del ejército colombiano regresaba del Perú; el general Bolívar que la había precedido me dio algunas indicaciones.

El 26 de enero fui de Ibagué a las Tapias, el 27 pasé la noche en el Tambo del Toche; cerca de Aguacaliente encontré un sillero muerto por los golpes que le había dado un miserable oficial para obligarlo a andar; ¡nadie se preocupó de este asesinato! A las 3 llegué a la fuente de agua gaseosa. El 28 de enero llegué al punto culminante de páramo; durante la subida encontré una compañía de lanceros, camino de Ibagué, y los oficiales y soldados, andando a pie, quedaron muy sorprendidos de verme montado; cuando los dejé, entré en uno de esos caminos sombreados que ya he descrito, cuando de repente mi mula dio un salto prodigioso a tal punto que con mucha suerte pude agarrarme de una rama y mantenerme suspendido, mientras que mi asistente lograba hacer pasar a la bestia el sitio en donde se había espantado; el animal había metido su pata en el abdomen de un soldado enterrado y de allí había salido un gas de extrema fetidez; fue la jornada de las tristes aventuras. Al llegar allí, donde termina la vegetación arborescente, noté una fosa que había sido tapada recientemente y observé que la tierra se movía por debajo: inmediatamente salté de la mula y, con la ayuda de mi asistente, me dediqué a desenterrar el muerto que se agitaba; apenas habíamos comenzado, lo vimos sentarse; era un granadero, tenía los ojos fijos y volteaba lentamente la cabeza a izquierda y a derecha; lo apoyamos contra un arbusto y acerqué a sus labios mi cantimplora que contenía ron, pero no tuvo tiempo de tomarlo porque cayó otra vez pesadamente; su pulso ya no se sentía y lo volvimos a colocar en su tumba sin cubrirlo de tierra. Pasé la noche cerca de él en el Paramillo, en donde sentimos frío: el termómetro bajó a 8º. El 29 de enero pasé la noche en el Araganal (Arrayanal). El 30 estaba en La Balsa, el 31 entré a Cartago a las 2 de la tarde. Montado en una mula había pasado el Quindío en 5 días y medio.

Cartago es una de esas poblaciones de las regiones calientes hermosas, bien construidas, con sus calles centrales que la dividen en manzanas y bordeadas de casas cubiertas de paja. Una plaza espaciosa, una iglesia y altas palmeras que dominan las construcciones. No hay movimiento por su escasa población poco activa y que vive de poca cosa, pero es uno de los centros comerciales del Cauca. Comunica por el Norte con la Vega de Antioquia, por el Sur con Cali y Popayán y por el Oeste con el Chocó. Hice pocas relaciones con los habitantes, a excepción de un francés, Gabriel de la Roche Saint-Andre, cuya fe de bautismo tengo y quien era administrador del estanco de tabaco; había servido con los guerrilleros realistas de Vendeé de Francia y emigró, durante la revolución, siendo de los pocos que pasaron a América; en Cartago se había casado con la hija de un señor Marisinluma, orgulloso de la nobleza de su familia y tuve a la vista todos los títulos, escudos, sellos, etc. La señora de la Roche, cuando la conocí, era todavía una belleza, aun cuando ya era madre de 5 o 6 niños, pero carecía de la más elemental educación. Yo dudo, inclusive, de que supiera leer y se pasaba la vida confeccionando cigarros. El interior de la casa del señor de la Roche puede dar una idea de la vida en América meridional: construida en adobe y recubierta de teja, no tenía sino un piso, con una sala inmensa, sin cielo raso, en donde no había sino una mesa, algunos sillones macizos, recubiertos de cuero de Córdoba, un tinaja gigantesca colocada en corriente de aire, en donde el agua por efecto de la evaporación, tenía constantemente una temperatura inferior —en varios grados— a la de la atmósfera; dos alcobas en las extremidades de la sala, cuyas puertas se abrían sobre el patio interior. La señora y sus hijos andaban descalzos; no se usaban las medias sino para ir a la iglesia, seguidos de un esclavo que llevaba un tapete para sentarse a la manera oriental. Las señoras llevaban, todo el día, flores en sus magníficas cabelleras. El marido comía solo en la mesa, servido por un niño. El resto de la familia tomaba sus alimentos en la cocina, en el suelo, cerca del fogón. En cuanto a la alimentación, era la misma que yo tenía en la selva: tasajo, bananos, tortillas de maíz y chocolate y agua clara para beber, la cual se obtenía en el río de La Vieja que baja de los nevados del Tolima.

Cartago se halla sobre la orilla derecha del Cauca y un poco por encima de su nivel, cuya altura es 978 metros, la temperatura es de 24,5°. En distintas oportunidades he permanecido bastante tiempo en esta ciudad que cuenta con algunos millares de habitantes, hacendados y comerciantes; los esclavos eran muy numerosos. Allí la vida es fácil y ociosa para los blancos.  Conocí poca gente, la mayoría en los vecindarios de la casa donde vivía. Las mujeres graciosas más que bonitas, agradables con sus cabellos entremezclados de flores. Este adorno puede tener inconvenientes; yo tenía muy buena amistad con una muchacha joven, fresca, gordita, con hoyuelos al sonreír y bellos ojos negros y que tenía la increíble facultad de ver, sin anteojos, el primer satélite de Júpiter. Un día iba yo a cenar a una hacienda a algunas leguas de Cartago y le di un abrazo a mi bonita amiga, como era costumbre y luego monté a caballo. Por la tarde, al regreso, le di otro abrazo, cuando de pronto se enojaron todos conmigo y se alejaron como si yo fuese un leproso, haciendo unas expresivas muecas, como las saben hacer las mujeres de las tierras calientes. Pregunté la razón de esta acogida tan singular y la respuesta fue la siguiente: —“¿Usted abrazó a Gabrielita?” — “¿Y cómo lo sabe?” — “Lo sabemos, porque usted huele a las flores que ella usa en sus cabellos”. Me fue imposible negarlo. Luego vino una curiosa recomendación: —“Después de comida no le daremos café”. —‘‘¿Por qué?” —“Porque no”. Debo callar la razón, pues parece que el efecto atribuido al café está generalmente admitido por las señoras de la América meridional. Las señoritas del Valle del Cauca son excelentes bailarinas, como lo son las damas españolas. Hay que verlas, dentro de un vestido liviano, con su talle esbelto sin que esté aprisionado por un corsé, bailando un bolero, un fandango, un molé-molé, sin otra música que la de un negro que agita su alfandoque, un tubo de bambú que contiene piedritas, improvisando al mismo tiempo canciones, algunas veces eróticas o historietas escandalosas; para refrescarse, ron, del que rara vez se abusa. No es fácil describir la animación de las bailarinas, ni la vivacidad de las jóvenes en estas reuniones nocturnas: es algo así como una embriaguez. Si se exceptúa la compañía siempre agradable de las mujeres, la ciudad no ofrecía ningún otro recurso.

Yo me ocupé en las observaciones meteorológicas; el estudio geológico de los Viajeros en la Independencia terrenos habría tenido muy poco interés si no me hubiesen llamado la atención algunos raros depósitos silíceos. El suelo del Valle del Cauca entre Cartago y Anserma Nuevo, es un relleno depositado en el fondo de un lago. Llaman la atención sobre toda la llanura, montículos aislados formados de estratos de arena y de arcilla arenosa con la superficie recubierta por 30 centímetros de una sustancia blanca, la “tierra blanca”, utilizada para blanquear las casas cuando se ha disuelto en agua, previamente hecha pegajosa por medio de la savia de algunas plantas, casi siempre el cacto. Esta tierra, muy liviana y quebradiza es un sílice impalpable, casi puro, parecido al que depositan las aguas calientes del Quindío y no es improbable que también tengan un origen termal; la extensión superficial de este yacimiento de sílice es considerable y su espesor es muy pequeño. Yo utilizaba como combustible en las lámparas de mi laboratorio portátil un aceite extraído del fruto de una palmera “palma real”, obtenido por medio de la ebullición. Este aceite tiene un sabor agradable, se usa para freír y podría conseguirse en cantidades considerables; es el aceite cosmético que las bellas caucanas ponen en su pelo.

Entre los personajes originales que conocí en Cartago, citaré dos: el uno era un joven sacerdote, quien en su infancia había caído desde lo alto del campanario de Anserma Nuevo y se había desplazado la mandíbula en tal forma que la boca se encontraba en el sitio de la oreja, de manera que cuando comulgaba parecía que se ponía la hostia detrás de la cabeza. El otro era un fiscal acusador público quien había perdido la razón a consecuencia de un hecho trágico: gracias a su requisitoria un asesino había sido condenado a muerte y cuando el hombre iba a ser ejecutado, una columna española entró en la provincia; el condenado era un realista exaltado que esperaba ser puesto en libertad por el comandante ibérico, contando como único motivo que la sentencia había sido proferida por un tribunal republicano; el acusador público estaba persuadido de que sería acusado ante los españoles y por ende perseguido y condenado y estaba tan convencido de ello que llegó a la cárcel y mató al prisionero de un lanzazo así que el juez se convirtió en verdugo. La impresión que tuvo fue tremenda y perdió la razón sin poderla recobrar jamás; ¡el pobre hombre era un alucinado! Cada vez que me encontraba preguntaba si no había cumplido con su deber matando al asesino juzgado por el tribunal. Naturalmente yo siempre aprobaba su resolución para tranquilizarlo, pero era en vano; el miserable a quien había matado se convirtió en un espectro que lo persiguió por todas partes.

Anotaré dos incidentes que me sucedieron durante mi permanencia en Cartago: estaba en casa del señor de la Roche, mi compatriota, cuando el señor Durán, su vecino, llegó todo asustado con una taza de chocolate en la mano, dentro de la cual había una cuchara de plata ennegrecida; su cocinera, una negra esclava, acababa de servirle el chocolate, cuando notó la alteración que había sufrido el metal y no fue difícil reconocer que el brebaje contenía sublimado corrosivo: habían tenido la intención de envenenarlo. El señor Durán hizo aplicar 25 fuetazos sobre las grandes nalgas de la negra y todo terminó. Estoy convencido de que los casos de envenenamiento son muy frecuentes en América meridional, especialmente en las localidades aisladas donde el criminal está seguro de la impunidad. El otro incidente tuvo un carácter político: era en 1830 y acabábamos de enterarnos de la muerte del Libertador, la cual me causó grande pena. El partido demagógico se alegró de este triste suceso y sus miembros no tuvieron vergüenza de ofrecer un baile, actitud que me hirió, lo mismo que a uno de mis camaradas, además de que tuvieron la frescura de invitarnos. Por la tarde nos pusimos nuestros uniformes con una banda negra en el brazo para ir a la invitación; una vez dentro de la sala y habiendo dado francamente nuestra opinión sobre la inconveniencia de esta fiesta en un día de duelo público, desenfundamos nuestras espadas y apagamos las velas. Las mujeres se pusieron a llorar y los caballeros a gruñir, pero en un instante la sala quedó evacuada. ¡Acabábamos de cometer una imprudencia que podía habernos costado la vida, pero no hay nada como la audacia! Dejé a Cartago para ir al distrito de la Vega de Supía por la selva que bordea la orilla izquierda del Cauca; éste es un trayecto difícil puesto que hay que atravesar torrentes impetuosos y barrizales y además es el camino de las recuas de mulas que van de la Provincia de Popayán a la de Antioquia. Río Sucio, a donde se llega saliendo de la selva, estaría en línea recta a 12 o 13 leguas al norte de Cartago. Sin embargo, son tales las dificultades que presenta el camino, que en mula se gastan de 5 a 8 jornadas. El punto más elevado de la ruta es el alto del Aguacatal, cerca de Río Sucio de Engurumí. Los numerosos cursos de agua que se encuentran bajan de la Cordillera Occidental. Se pasa a poca distancia de su desembocadura en el Cauca y si el camino no está más cerca a este río es con el objeto de evitar los guaduales, los barrizales y también para encontrar vados que los cargamentos puedan pasar sin demasiado peligro. La impetuosidad de los torrentes es tal que arrastra a una mula cuando el agua le llega a la cincha; el animal da una vuelta sobre sí mismo y no siempre puede ser salvado. Algunas veces sucede que el viajero debe demorar varios días debido a las crecientes del Cañaveral, del Apía, del Sopinga y del Opirama. Las rocas que se pueden observar son aquellas de las que ya hablé en la Cordillera Central y la Vega: esquistos, sienitas y grünstein porfídico. Las observaciones geológicas, por consiguiente, no presentan sino un mínimo interés; nada tan monótono como el recorrido de esta gran selva que cubre los contrafuertes de la Cordillera Occidental; el viajero se encuentra en la soledad, luchando contra los torrentes y los pantanos, cerca de Anserma Viejo y del Quindío. Anserma Viejo “el dueño de la sal” fue en otro tiempo una localidad importante. Los caciques hacían explotar sus aguas saladas que salían de las rocas porfídicas; de allí también se extraía oro de la Mina Rica, cuyo rastro se perdió; allí me alojé en casa de un alcalde indígena, quien me dio lo que vanamente había buscado hasta allí, es decir, la fecha de la famosa lluvia de cenizas que venían del Este y que cayó también en Cartago y en el Chocó: 14 de marzo de 1805, entre la 1 y las 3 de la tarde, cuando el cielo, de una gran pureza se oscureció de pronto. En Anserma se esperaba una lluvia muy fuerte, pero lo que cayó fue una ceniza negra de olor sulfuroso, lanzada por un volcán del páramo del Ruiz que cubrió toda la región. Dos años después, en 1807, se transfirió la Anserma fundada durante la Conquista, al sitio en donde se encuentra hoy día con el nombre de Anserma Nuevo. Los indios de raza pura permanecieron en la antigua localidad; Quinchía, cerca de Río Sucio, estaba habitado por tribus antropófagas, de acuerdo con la tradición.

En la travesía de la selva me sucedieron algunos incidentes: yo había salido de Cartago con una recua de mulas que portaban equipajes, víveres, etc. Después de un desayuno en el río Apía, se estableció el campamento cerca de la quebrada de las Coles, en un claro que ofrecía muy buen pastaje a las bestias. El cielo estaba magnífico, el aire tranquilo y me sorprendió oír llover abundantemente en la selva; podría decir que veía caer la lluvia: veía escurrir el agua, a la luz de la luna, desde la superficie de las hojas; era un fenómeno curioso que he observado varias veces al acampar en las selvas de las regiones cálidas. Es el efecto del enfriamiento ocasionado por la radiación nocturna, un rocío de abundancia excepcional. En la selva llovía fuertemente y a unos pocos metros de allí, donde acampábamos en el Contadero de las Coles, no caía ni una gota de agua. He sido testigo de una fuerte aparición de rocío inclusive fuera de la selva: era en el litoral del océano Pacífico, en una zona donde no llueve jamás. Un poco antes de la salida del sol el rocío caía y se podía recoger en suficiente cantidad, de las hojas de un plátano; los habitantes de la región creían que la planta extraía el agua del suelo, pero ésta es una condensación de vapor de la atmósfera por medio de las hojas que se enfrían y que además tiene el papel importante de contribuir a formar los ríos. A una cierta altitud en las montañas, gracias al agua condensada y por su extensión, los pantanos que se hallan en la base de los páramos del Quindío y de Herveo, son realmente las fuentes de estos torrentes. Las regiones boscosas al tiempo que llevan a la tierra la humedad que las hojas sustraen al aire, atenúan también la evaporación con su sombra. Así dan nacimiento y conservan el agua de los meteoros que han caído al suelo. Tuve necesidad de ir de Cartago a la Vega de Supía en tiempo lluvioso y fue necesario superar varios obstáculos, además de tener encuentros bastante inesperados. Desde mi salida de Anserma Nuevo no había dejado de llover y al entrar en lo más espeso de la selva, las mulas avanzaban con dificultad: tomé la delantera acompañado de mi asistente; al llegar al río Cañaveral apresuré la marcha con la esperanza de arribar al río Apia antes de una creciente; caminaba lentamente en los barrizales de Villalobos bajo una especie de techo de guaduas gigantescas, cuando vi a un hombre acurrucado cocinando alimentos; se enderezó y se dirigió a mí, manteniendo en la mano un largo cuchillo; yo desenfundé la “aguja” y colocándome en posición le ordené detenerse si no quería que le tumbara el brazo; bajó entonces su arma y permaneció inmóvil: era un anciano de barba blanca, un europeo o un mestizo; me contó que venía de Cartagena hacia Popayán, le di una moneda y un cigarro y le advertí que tuviera cuidado con mi asistente; el infeliz volvió a su marmita; se sospechó que fuera un galeote, evadido de prisión.

En Marmato monté un laboratorio para las pruebas de oro y de plata, provisto de todos los utensilios necesarios y una fundición para convertir el oro en polvo y en lingotes. Una de mis 75 Viajeros en la Independencia principales ocupaciones fue la de asegurar el agua necesaria para el servicio; el riachuelo de que disponíamos no era muy abundante; afortunadamente contábamos con una caída de cerca de 1.000 metros, diferencia de nivel entre el río Cauca y la acequia del Agua del Obispo, lo que me permitió superponer las norias y los lavaderos. Me ocupé en hacer limpiar el lecho del río Obispo, cerca del filo de la montaña y procedí a efectuar captaciones importantes. Durante estos trabajos sobrevino un derrumbe de tierra mueble que nos enterró hasta las rodillas; esto no presentaba peligro inminente, pero Davy, un buen galés constructor de molinos, sufrió un susto tal que le produjo un “volvulos” (obstrucción de los intestinos). El doctor Jervis, a quien llamé inmediatamente, juzgó desesperado el estado si el enfermo no consentía en dejarse operar. El pobre hombre se rehusó y el mal hizo rápidos progresos: expiró llamando a su mujer y a sus hijos que había dejado en su país; fue una triste escena y me reprocharé siempre no haberlo hecho operar sin su consentimiento. En mi situación yo podía actuar como lo considerara mejor; no lo hice y procedí mal. Creo que ya he dicho cómo era el trabajo ejecutado por los negros para extraer el oro de la pirita; un lavado y una trituración con molino movido por rueda de canjillones, luego el mineral en un estado de pulverización era arrojado en una especie de canal de madera que recibía un débil chorrito de agua; el lavador devolvía la pirita hacia la cabeza del canal hasta que la juzgaba suficientemente concentrada y enriquecida y entonces se extraía el oro en polvo, lavando en pequeñas cantidades en un plato cónico de madera llamado batea. ¿Cuál era la pérdida del oro en este proceso de una lentitud desesperante? Es imposible saberlo; algunas de las tentativas que hice para enterarme dieron resultados que no inspiraban ninguna confianza. Para tomar de nuevo el asunto en las manos, esperé a que una trituradora estuviera terminada y conduje entonces una larga y penosa serie de investigaciones hasta que, independientemente de la trituradora, instalé un laboratorio bien organizado, provisto de sus instrumentos de precisión, de manera que pudiera llevar a cabo los ensayos de oro y plata con la misma exactitud con que lo hacían en los laboratorios de las casas de moneda. Consignaré ahora los sucesos acaecidos durante mi residencia en el distrito de la Vega de Supía y las observaciones que pude hacer sobre la meteorología de esta región, una de las más húmedas de América meridional. 76 Las tempestades son frecuentes y se manifiestan sobre todo en las épocas cuando a mediodía, el Sol pasa casi al cenit, es decir, cuando la declinación boreal es de 5° a 7°. Las descargas eléctricas ocasionan graves accidentes; el ruido del trueno es formidable y prolongado, efecto que se debe a los ecos de las montañas, como lo admiten los físicos. Tuve la prueba a principios de septiembre, en el curso de una tempestad espantosa que estalló a mediodía: el ruido del trueno persistía durante 10, 15 y 20 segundos. Al fin el tiempo aclaró y por la noche el cielo estaba lleno de estrellas. Entonces hice disparar algunos tiros de fusil que produjeron un ruido igual de prolongado al del trueno: se oyeron perfectamente las explosiones de las armas en Río Sucio de Engurumí, situado muy por arriba de La Vega; eran las 9 y el termómetro marcaba 16° y el higrómetro de cabello 84°. Cerca de la Vega de Supía se señala un sitio conocido por la frecuencia de las caídas de rayos: es Tumbabarreto, sobre el camino de la mina de Botafuego, cerca de Quiebralomo. Aseguran que muchos habitantes habían perdido allí la vida y yo tuve la triste ocasión de dar fe sobre esta opinión: al pasar por Tumbabarreto me sorprendió una tempestad a mitad de camino; tronaba fuertemente y yo estaba rodeado de rayos por todos lados; mi caballo ya no obedecía cuando vi caer a un joven negro que me precedía a pocos pasos; me desmonté inmediatamente para socorrerlo, pero todo fue inútil; había quedado fulminado. Al llegar un poco más lejos a una casa, envié gente para recoger al infeliz y hacerlo enterrar. En la Vega de Supía el rayo cayó una noche sobre mi residencia e incendió el techo de paja; María, una esclava negra, murió en su cama; la pobre muchacha iba a ser liberada al día siguiente y tenía en sus brazos a su hijo de 3 años, quien se hallaba bien y profundamente dormido sobre el cadáver de su madre. En El Rodeo, en el curso de una tempestad que estalló a las 5 de la tarde, el rayo cayó a 200 pasos de mi habitación, sobre unos matorrales: yo me hallaba precisamente en mi puerta, admirando el espectáculo; durante 10 minutos oí claramente, entre trueno y trueno, un chasquido que recuerda el de las chispas que salen de una poderosa máquina eléctrica. En el Valle del Cauca las tempestades llegan a tener proporciones grandiosas y aterradoras, desde Popayán hasta Antioquia, en donde los siniestros causados por el rayo son muy comunes. La cantidad de personas que mueren a causa de las tempestades es verdaderamente considerable si se tiene en cuenta la poca densidad de la población. En una oportunidad me encontraba en Marmato y la lluvia no había dejado de caer desde hacía 15 días; tronaba continuamente y el Cauca había crecido en tal forma, que el ruido de sus aguas que arrastraban enormes bloques de piedra, no nos dejaba dormir a pesar de que estábamos a más de 700 metros por encima de la hacienda de Maraga. 77 Viajeros en la Independencia Las oscilaciones de la tierra son tan frecuentes que puedo afirmar que de las montañas de California a las de Chile, la tierra está en un estado de agitación incesante. Las trepidaciones fuertes son las que se notan, porque son las únicas que se perciben claramente; pero la aguja imantada, suspendida de hilos de seda no trenzados, evidencia los movimientos de la tierra casi todos los días, como lo observé al ver las variaciones magnéticas diurnas con una brújula de Gambey, instalada primero en El Rodeo y luego en Marmato. Únicamente mencionaré dos temblores de tierra notables por su duración y su intensidad: ya describí la terrible situación en que me encontré cuando inspeccionaba los trabajos de las minas de oro de El Salto, en donde tuve la buena suerte de lograr mantener el orden y de sacar a la superficie a unos 100 mineros, aterrados, haciéndolos pasar, uno a uno por una estrecha galería de 300 metros de largo donde habrían muerto todos si yo no hubiera podido disipar el terror que les causaban los bramidos siniestros y los ruidos subterráneos a los cuales se unían los clamores, los rezos y los cantos fúnebres de una multitud enloquecida. Un temblor de tierra, en una mina, es todavía más aterrador al considerar que uno está rodeado y envuelto por una masa de rocas en movimiento; ¡el minero tiene ante sí la imagen de la tumba donde quedará sepultado! Los dos temblores de tierra de que hablaré ahora fueron observados por mí, en La Vega, en plena tranquilidad, ya que mi casa estaba cubierta con pamiche y no corría ningún peligro. El primero tuvo lugar el 10 de octubre de 1827 a las 4:25; la sacudida fue instantánea y sumamente fuerte; el movimiento parecía venir del sureste al noroeste; el segundo se presentó el 16 de noviembre del mismo año, a las 6 de la tarde. Yo me hallaba escribiendo y mi casa se remeció; como el movimiento continuaba salí y vi a mis sirvientes rezando y entonando el famoso cántico: “Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, líbranos de todo mal...”. Regresé a la casa y comencé a contar el tiempo en mi cronómetro; la tierra todavía tembló durante 3 minutos; no creo exagerar diciendo que las oscilaciones horizontales de sureste a noroeste duraron 6 minutos en total. Después supe que en Bogotá, a la misma hora, había temblado, durante 8 minutos. Existen pocos ejemplos de temblores de tierra tan prolongados y la circunstancia de haber podido seguir la aguja de un cronómetro es suficiente para establecer, de la manera más precisa, que el fenómeno tuvo una duración anormal. Mientras la tierra temblaba, tuve la oportunidad de observar varios animales: dos cabras permanecieron tranquilamente echadas, dos mulas y 78 un caballo siguieron pastando, un perro cuyo triste fin pronto contaré, continuó durmiendo y un gato que aprovechó el desorden, robó de la cocina un pedazo de carne destinado para la comida. Anoté estos detalles porque siempre se ha pretendido que los animales se asustan durante los temblores de tierra. Un jinete me aseguró que el caballo que montaba se había parado cuando tembló; nada similar sucedió a mi alrededor el 16 de noviembre. Apenas había llegado, un sirviente me pidió que saliera porque el cielo producía un ruido que no era de trueno. Efectivamente oí detonaciones parecidas al ruido lejano del cañón, pero secas. No se veía ningún resplandor; el intervalo de tiempo entre dos detonaciones era muy regular: alrededor de 30 segundos, conté 10 detonaciones y la gente que estaba afuera, había oído 6 antes de que yo las oyese; el cielo estaba despejado. El correo que llegó del Sur el 25 de noviembre me informó que el temblor de tierra había sido muy fuerte en Cartago, Buga y sobre todo en Popayán. De Cartago me escribieron que cada detonación sonaba como un cañonazo de 24. Más al sur, la intensidad del sonido fue menor y no hubo señales de erupción en el volcán de Pasto. La causa de estos ruidos en el aire no ha sido explicada. Prometí contar la triste historia del perro que dormía durante el temblor de tierra. Hela aquí: es el primer caso de rabia canina que yo haya visto: Azor había acompañado una partida de mineros que venía de Inglaterra y había remontado el Río Grande de la Magdalena y atravesado la Cordillera Central por la ruta del páramo de Herveo; era un magnífico danés amarillo, muy manso, que se había convertido en el amigo de todo el mundo, pero vivía especialmente conmigo y tenía gran cariño por mi caballo. Un día lo encontré acostado bajo un banco en mi casa de El Rodeo: lo llamé y el animal de ordinario tan obediente, no se movió; quise entonces echarlo afuera y se abalanzó furioso contra mí, mordiendo el palo de que me había servido y lo hizo tan fuertemente que pude alzarlo y arrojarlo con todo y palo; mi buen caballo se hallaba afuera, como de costumbre, esperando que le permitiera entrar al comedor porque cuando yo estaba solo cenábamos juntos y él se comía todo el postre. Azor se botó sobre la pobre bestia mordiéndola cruelmente en el cuello, luego perro y caballo desaparecieron a toda velocidad; por el camino el primero mordió a un niño negro y a varias vacas que pacían en la pradera. Yo había dado orden de matar al perro, lo que hizo un minero inglés. Visité al pobre negrito, quien murió de la rabia al cabo de algunos días, lo mismo que varias vacas; 79 Viajeros en la Independencia a mi excelente caballo no lo volví a ver y solamente a los 2 meses se encontraron sus restos, que pudimos identificar por ser el único caballo herrado en la región y las herraduras estaban entre sus huesos. De este suceso se concluye que la rabia se había desarrollado probablemente en forma espontánea en el perro, único que existía en los alrededores; digo probablemente porque el animal podía haber sido mordido en Europa o durante el viaje y se sabe con qué lentitud, algunas veces, el virus rábico se insinúa en el organismo. La rabia se manifestó en el caballo, en el negrito y en las vacas inmediatamente después de la mordedura. Se afirmaba que antes de desaparecer, el caballo había mordido a varias vacas; si el hecho hubiera sido bien observado, lo que dudo, resultaría que la rabia se comunica del caballo a la especie bovina […] Los trabajadores bajo mis órdenes eran negros esclavos, negros libres, mulatos y mestizos, lo cual, en mi aislamiento, me daba un gran sentido de seguridad: gentes sobrias, sumisas y leales que mantenían a respetuosa distancia los 150 obreros europeos, hombres turbulentos, aficionados al licor en su mayoría. Con ellos tuve dos asuntos desagradables: en una oportunidad los ríos crecidos en la cordillera de Herveo impidieron que llegasen a tiempo los correos que traían los fondos enviados desde Bogotá, para el pago de los obreros. Los mineros y los obreros ingleses se declararon en huelga y me enviaron una delegación para reclamar su dinero; en ese momento me encontraba en El Rodeo y los vi subir la pendiente que los llevaba a mi casa; los recibí en ropa de casa y les pedí que se detuvieran y botaran los palos en los que se apoyaban, lo cual obedecieron. Expliqué entonces a su portavoz, una mala persona, la causa de la demora en el pago y se retiraron murmurando que no volverían al trabajo hasta que se les pagara. Los fondos llegaron dos días después del reclamo y en el momento del pago se les retuvo lo correspondiente al tiempo durante el cual se habían ausentado de sus trabajos […] Terminaré lo que concierne a mi administración del distrito de la Vega de Supía, dando cuenta de una misión que me fue encargada para enganchar indios del Chocó para trabajar en las minas. Por esta misión comenzaron mis relaciones con los indios Chamí. Después de haberme puesto de acuerdo con el cacique y el cura de la misión, me enviaron tres delegados chami, quienes durante dos días se instalaron en Marmato, cerca de los molinos; permanecían sentados en el suelo, mirando con la apatía particular de la raza cobriza todas las operaciones que llevaban a cabo nuestros obreros. En la mañana del tercer día, los indios me encontraron 80 y uno de ellos me dijo: “no queremos trabajar, nos vamos”. Me pareció que era gente sensata al preferir su existencia de grandes señores que gastaban su tiempo en caza y pesca; los despaché con una buena ración de sal, el mejor regalo que se les pudiera ofrecer. Jamás se ha logrado que un indio trabaje en las minas, a menos que sea por medio de la violencia, como lo hicieron los conquistadores. En diciembre de 1830 dejé la Vega de Supía para no regresar a pesar de la insistencia del gobierno y de las ventajas pecuniarias que me fueron ofrecidas. Cuento aquí un incidente: cuando se decidió mi salida una vieja negra de nombre Juana me contó que quería comprar su libertad; era la esclava de una congregación y pasaba su vida sentada en una silla; la mantenían bien sin pedirle el menor trabajo; me pidió que la evaluara de acuerdo con la ley de manumisión que permitía recomprarse a todo esclavo; la evalué en 5 piastras, pero le aconsejé permanecer en donde estaba, pues era libre de hecho, pero la vieja no quiso aceptar. Después de haber puesto el grito en el cielo sobre el poco valor que le atribuía, me dijo que una vez que yo me hubiese ido, no quería quedarse con los ingleses heréticos. Le entregué su carta de libertad.

Por: Alvaro Hernando Camargo Bonilla.

Fuente: VIAJE POR LA REPUBLICA DE COLOMBIA EN 1823 BIBLIOTECA POPULAR DE CULTURA COLOMBIANA BOGOTA. Publicaciones del Ministerio de Educación de Colombia

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